En un costado de una de las tribunas aún había una mancha de sangre. El estadio nacional –una cancha de equipo muy menor en América Latina- de Afganistán, en Kabul, había sido utilizado hasta hacía muy pocos días para “aleccionar” a las masas. En el entretiempo de los partidos, todos los sábados, entraban a la cancha dos o tres camionetas Toyota con milicianos talibanes. Bajaban algunos prisioneros y uno de los jefes iba leyendo los “crímenes” cometidos por los reos. “Adulterio”, gritaba y a continuación venía la sentencia: “lapidación”. Ponían a la mujer de rodillas, siempre cubierta de pies a cabeza en su burka celeste oscuro, y comenzaban a arrojarle piedras. Cuando se desplomaba por las pedradas que recibía en la cabeza, pasaban al siguiente condenado. “Robo”, “corte de una mano”. Otra vez, el hombre de rodillas, sostenido por dos milicianos. De atrás aparecía otro hombre de larga barba con una espada y pegaba un golpe certero sobre el codo del antebrazo izquierdo. “Traición”, “muerte”. A este reo también lo hacían agachar y le disparaban con las kalashnikov.
El público estaba obligado a mirar. El que no lo hacía podía ir a parar al medio de la cancha y no precisamente para reforzar a su equipo. Quince minutos más tarde, los talibanes subían los cadáveres o lo que quedaba de ellos a las camionetas y se iban. Un momento después reaparecían los jugadores en la campo de juego y se largaba el segundo tiempo.
Esta descripción, además de verla en videos grabados por los propios protagonistas me la contaron algunos de los muchachos que cuidaban el césped y que eran los encargados de limpiar la sangre y hasta los restos humanos que quedaban. “Vi salir a varios jugadores con los botines manchados de sangre. Había sangre por todos lados”, me dijo el canchero que luchaba por mantener un campo verde en el medio de un desierto.
Una escena de la vida bajo los talibanes en Kabul. Hay muchas más. Las mujeres no podían estudiar y sólo las mayores podían salir a hacer las compras, siempre envueltas en sus burkas. La música estaba prohibida porque distraía la atención de los cinco rezos diarios obligatorios. Incluso, fueron prohibidos los canarios enjaulados, a los que los afganos tienen mucho afecto, porque su canto también podía distraer. Los hombres que no acudían a las mezquitas todos los días podían ser azotados.
Los talibanes huyeron a las montañas cuando el entonces presidente estadounidense George Bush ordenó bombardearlos y quitarlos del poder en octubre de 2001, apenas un mes después del 11/S, el día de los atentados a las Torres Gemelas de Manhattan y el Pentágono. El régimen de los ayatollahs afganos había dado refugio a la red terrorista Al Qaeda de Osama bin Laden y desde allí se organizaron los ataques a Estados Unidos. La guerra de Afganistán se convirtió así en la más prolongada de su historia. Hasta el momento, dejó 3.500 muertos y 22.000 heridos entre las fuerzas occidentales, 14.000 bajas entre los soldados afganos y otras 40.000 entre los talibanes. Entre los civiles, los muertos alcanzan a los 120.000 y hay 1,2 millones de desplazados en la frontera con Pakistán.
Ahora, 20 años más tarde, el presidente Joe Biden anunció el retiro total de las tropas –apenas quedan 2.500 soldados americanos y otros 9.000 de diferentes países de la OTAN- precisamente para el aniversario del peor atentado cometido en territorio de ese país el 11 de septiembre. Después de largas negociaciones, su antecesor Donald Trump se había comprometido a una salida para el 1 de mayo. Sin mucho sentido, Biden lo alargó hasta septiembre. “Es hora de poner fin a la guerra más larga de Estados Unidos”, dijo. “Es hora de que las tropas estadounidenses vuelvan a casa”. Biden hizo el anuncio desde la Sala de Tratados de la Casa Blanca, el mismo lugar donde Bush anunció el inicio de la guerra en Afganistán en 2001. “No podemos continuar el ciclo de extender o ampliar nuestra presencia militar en Afganistán esperando crear las condiciones ideales para nuestra retirada, esperando un resultado diferente”, agregó Biden. “Soy ahora el cuarto presidente estadounidense que me encuentro ante una presencia de tropas estadounidenses en Afganistán. Dos republicanos. Dos demócratas. No pasaré esta responsabilidad a un quinto”.
Sin embargo, la decisión de retirar de las tropas llega en un momento muy peligroso para Afganistán. Los talibanes están más fuertes que nunca, incluso más de cuando estaban en el poder. Tienen el control de casi la mitad del territorio del país. Los milicianos del turbante negro se encuentran a las puertas de tres ciudades importantes esperando la orden para avanzar. Pocos dudan de que apenas salgan los soldados extranjeros, los talibanes apurarán la ofensiva para volver al poder en Kabul.
El propio director de la CIA, William Burns, dijo poco antes del anuncio del presidente al comité de Inteligencia del Senado que la salida de los soldados de Afganistán dejará un “riesgo significativo” de resurgimiento del terrorismo en la región. “Nuestra capacidad para mantener a raya esa amenaza en Afganistán se debe a la presencia de los militares estadounidenses y de la coalición sobre el terreno”, comentó. “Apenas nos vayamos, la capacidad de Estados Unidos para recoger información y actuar sobre las amenazas, disminuirá”, continuó.
El gobierno afgano sabe que la salida del último soldado extranjero será la señal que esperan los milicianos talibanes para intentar recuperar terreno y, posiblemente, de hacerse nuevamente con el control del país. También lo saben los afganos de a pie. Como ocurrió en Irak y antes en Vietnam, los que trabajaron para las fuerzas de ocupación, desde los traductores hasta el personal de limpieza, quedan absolutamente desprotegidos. La embajada estadounidense en Kabul recibió en las últimas semanas miles de pedidos de visa para refugiados. Se sabe que los talibanes mantienen espías en todos los organismos del gobierno y empresas. Su principal objetivo será el de señalar a los colaboracionistas.
Los talibanes, que en árabe significa “estudiantes” de las madrazas, las escuelas coránicas, se agruparon en el sur de Pakistán mientras en su país las diferentes facciones de muyahaidines se enfrentaban en una guerra civil. Muchos eran veteranos de la confrontación con el ejército soviético que había invadido Afganistán y se había retirado derrotado en 1988. Seis años más tarde, uno de los clérigos de esas escuelas, el mullah Omar (que había perdido un ojo y una pierna en la guerra), comenzó a armar una milicia que en dos años logró tomar el poder en Kabul. Fue cuando impuso la sharía, la ley musulmana del siglo XVI, sobre los 30 millones de afganos (hoy son 2 millones más). Y permitió que el saudita Osama bin Laden levantara tres grandes campamentos de entrenamiento para sus combatientes de la red Al Qaeda (la lista) con el objetivo de sembrar el terror en todo el mundo. En 2001, con la entrada de los soldados estadounidenses, los líderes talibanes y Bin Laden y sus hombres desaparecieron entre las montañas del Hindu Kush y desde allí lanzaron cada verano ofensivas contra las tropas locales y de la OTAN. En 2015 se hicieron fuertes y obligaron a Estados Unidos a ir a unas negociaciones de paz con demasiadas idas y vueltas. Seis años después ya controlan casi la mitad de Afganistán y se preparan para regresar al poder.
En las zonas donde los talibanes controlan territorio, los testigos hablan de que estos nuevos combatientes no son muy diferentes a los anteriores más allá de algunas pocas concesiones. En un distrito, los ancianos presionaron con éxito a los jefes del talibán para que abrieran una escuela secundaria para niñas. En otras provincias, ahora se permite el funcionamiento de clínicas financiadas por grupos de ayuda internacional. Pero en esos mismos lugares siguen siendo habituales los castigos severos, a menudo públicos. La tortura y el encarcelamiento están muy extendidos por infracciones tan leves como poseer una tarjeta SIM de una compañía de celulares que no sea local.
El grupo sigue arraigado en una interpretación extrema de la ley islámica que parece no dejar margen para el compromiso con las leyes más liberales de las zonas de Afganistán controladas por el gobierno. Las palizas y ejecuciones públicas son rutinarias en el Afganistán de los talibanes. Y las mujeres están casi totalmente ausentes de la vida pública, negándoseles en gran medida la igualdad de acceso a la educación y al empleo. En las zonas más alejadas, tienen cierto apoyo de la población porque hubo mejoras en la atención sanitaria y en la educación, aunque esto se debe en gran medida a la labor de algunos grupos de ayuda internacional a los que los militantes permitieron operar. “Todos los cambios son sólo para su propio beneficio”, dijo un estudiante universitario de 22 años de la provincia de Helmand que ha vivido en territorio controlado por los talibanes de forma intermitente toda su vida y que fue entrevistada por un corresponsal del Washington Post. “Si conceden en algo es porque en ese momento ellos no pueden hacer otra cosa. Y la gente no sólo obedece por miedo sino porque reciben algún subsidio. Pero no se te ocurra criticarlos por nada porque pasás a ser su enemigo”.
Esa es la impronta que llevarán los talibanes si se apoderan del gobierno en Kabul, una ciudad que ya se acostumbró a vivir en un mayor liberalismo y conexión con el mundo externo. La confrontación cultural puede ser brutal.