Durante gran parte de la Quinta República francesa, el Estado moderno creado por Charles de Gaulle en 1958, los casos penales contra políticos con cargos electorales no llegaban a los tribunales o si lo hacían, nunca terminaban en una condena y mucho menos en una pena de prisión. El 1 de marzo, un tribunal de París dio un paso más hacia el fin de una era de impunidad. Declaró a Nicolas Sarkozy, presidente de centro-derecha de 2007 a 2012, culpable de corrupción y tráfico de influencias. Fue condenado a tres años de prisión, dos de ellos en suspenso.
La decisión provocó una onda expansiva en la clase política francesa. Es la primera vez que un ex presidente es condenado a una pena de prisión irreductible. En 2011, Jacques Chirac, otro ex presidente de centro-derecha, fue condenado a dos años de prisión suspendida por malversación de fondos públicos, que se remonta a su época de alcalde de París en la década de 1990. Sarkozy niega todas las acusaciones y ya apeló la sentencia.
Y no es que Nicolas Sarkozy vaya a estar en prisión junto a narcotraficantes o asesinos. Si su condena se confirmara luego de ser apelada, podría pasarla cómodamente en su casa, con una tobillera de geolocalización. Pero nunca antes se había llegado tan al hueso en Francia. Y eso es lo que lanzó un viento helado que hizo encoger la espalda a más de un político en el mundo. ¿Si cayó Sarkozy, un hombre poderoso en el mundo, por qué no voy a caer yo que soy apenas un dirigente de una pequeña república? Ya no es un dictador o un presidente elegido cuando todo el mundo sabía que era un corrupto. Es una bofetada que vuelve a muchos a la cruda realidad.
Según el tribunal, en 2014 Sarkozy ofreció un puesto de lujo en Mónaco a un fiscal a cambio de informaciones y ayuda en una causa que lo afectaba. Junto al ex presidente, fueron condenados a las mismas penas su abogado, Thierry Herzog, y el ex fiscal de la Corte de Casación, Gilbert Azibert. El tribunal consideró probado, tras el juicio celebrado a finales de 2020, que los tres participaron en un “pacto de corrupción”, que salió a la luz gracias a las escuchas en una línea telefónica secreta que usaban Sarkozy y Herzog, y de la que se conocieron detalles durante otro proceso por haber aceptado donaciones no declaradas de la heredera de L’Oréal, Liliane Bettencourt.
El tribunal reprochó a Sarkozy que “hubiese utilizado su estatuto de antiguo presidente de la República y las relaciones políticas y diplomáticas que tejió cuando estaba en ejercicio para gratificar a un magistrado que había servido a su interés personal”. También es grave, según los jueces, que quien cometió los hechos en cuestión fuese alguien que, cuando ocupó la jefatura del Estado, era “el garante de la independencia de la Justicia”.
Claro que no es el único caso de altos políticos europeos en caer bajo el peso del código procesal. El propio ex primer ministro de Sarkozy, François Fillon, fue condenado a cinco años de prisión y a pagar una multa de 420.000 dólares por malversación de fondos públicos y activos empresariales en beneficio propio. También el ex canciller alemán, Helmut Kohl, que supervisó la reunificación de Alemania y fue el jefe de gobierno que más tiempo estuvo en el cargo desde Otto von Bismarck a finales del siglo XIX. Tras dejar el cargo, Kohl fue acusado de un largo y amplio escándalo de corrupción que incluía donaciones ilegales a la campaña, tráfico de influencias, fondos secretos del partido y evasión de impuestos; otros políticos alemanes también fueron acusados. En consonancia con la afición de los alemanes a inventar palabras compuestas, este escándalo se denominó Schwarzgeldaffäre, o “asunto del dinero negro”.
Al lado, en Austria, este tipo de escándalos y acusaciones se han convertido en parte de la política cotidiana. En diciembre, el ex ministro de Finanzas Karl-Heinz Grasser fue declarado culpable de corrupción y sentenciado a ocho años de prisión; su condena se produjo en el marco de una investigación sobre “delitos de proporciones increíbles” que atrapó a otros políticos de alto rango, entre ellos el ex canciller Wolfgang Schüssel en dos ocasiones. Hace apenas unas semanas, el domicilio del actual ministro de Economía fue allanado por agentes anticorrupción. La lista de ex primeros ministros acusados de corrupción y otros delitos podría incluir también escándalos en Bélgica, España, Estonia y otros países. Pero en el caso de Sarkozy se trata de un político referente del centro-derecha francés, posible candidato presidencial en 2022 y “amigo” del actual presidente Emmanuel Macron.
Sarkozy seguía siendo el referente, el político a quien cualquiera con ambiciones iba a visitar en su oficina de la rue Miromesnil, cerca del Eliseo, para recibir sus consejos o su bendición. La influencia del ex presidente se extiende, incluso, más allá de su partido, Los Republicanos. Uno de sus discípulos es el actual ministro del Interior, Gérald Darmanin. Desde ya se veía como el “árbitro” para elegir al próximo presidente francés. Pero la justicia lo acosa por todos los flancos. El 17 de marzo se inicia otro juicio por los gastos de la campaña para la reelección en 2012. Y carga con una imputación por la posible financiación por parte de la Libia de Muammar el Gadafi en la misma campaña.
El affaire llevó a la prensa francesa a preguntarse qué sucederá ahora con un partido cuyo líder está acusado de varios casos de corrupción. Esta es la respuesta que dio Sheri Berman, profesora de ciencias políticas del Barnard College de Nueva York: “Los datos sugieren que cuando las acusaciones se han limitado a un presidente, un primer ministro o un grupo circunscrito de funcionarios de alto rango, los partidos sólo sufrieron reveses electorales temporales, incluso cuando el político fue condenado. Pero hay una excepción clave: Cuando los cargos desacreditan al líder de un nuevo partido que carece de una base electoral estable o de una infraestructura organizativa, ese partido puede desmoronarse fácilmente”.
Y agrega la profesora Berman en su artículo publicado en el Washington Post que “los casos europeos también ofrecen pocas pruebas de que los casos individuales de ex presidentes o primeros ministros acusados de delitos afecten a la democracia de forma significativa o a largo plazo. Tanto los votantes como otros políticos parecen pasar página con bastante rapidez cuando determinados líderes son acusados, condenados e incluso encarcelados por delitos. Sin embargo, los casos europeos dejan claro que puede haber grandes consecuencias para la democracia cuando se descubre que no sólo determinados políticos, sino toda la clase política, son corruptos o infringen la ley. El ejemplo más extremo es el de Italia, donde todo el sistema de partidos se derrumbó a finales del siglo XX tras las revelaciones de corrupción sistémica”.
Y concluye con esta reflexión: “La cuestión crucial para la salud de la democracia es si es posible impedir que la corrupción y la actividad delictiva se extiendan más allá de los políticos individuales a la política en su conjunto. En Francia, muchos políticos -algunos bastante poderosos- han sido acusados y condenados, lo que demuestra que tales acciones no detienen la corrupción en su camino. Para ello, es probable que sean necesarias no sólo causas judiciales, sino reformas sistémicas”.
Una buena lección de política y de ética de la profesora Berman que es válida para los políticos y partidos en forma global. A los líderes corruptos se los puede juzgar sin que se caiga el cielo sobre el país en cuestión y que lo que hay que preservar y mejorar es el sistema de partidos y reparto de poder como sostén fundamental de la democracia. El resto entra dentro de la fantasía de la “lawfare”.
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