El baby boom fue un proceso social tan potente que trascendió las fronteras de la demografía y pasó a la cultura popular. El estallido de los nacimientos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que coincidió con un incremento sostenido de la expectativa de vida, signó el pasaje a una era de paz y bienestar social en muchos países.
Tanto se popularizó el concepto que a la generación que nació en esos años se la conoce como baby boomers en inglés. Esos bebés nacidos en la posguerra fueron, décadas más tarde, protagonistas de profundos cambios económicos y sociales que dieron lugar al proceso contrario: el baby bust.
Este término, menos conocido, podría traducirse como “el colapso de los bebés” y designa la caída persistente de los nacimientos que se produjo a partir de los años 60. Una tendencia que en algunas naciones se convirtió en un problema, porque la esperanza de vida sigue aumentando, por lo que la relación entre la población económicamente activa y la pasiva se vuelve cada vez más insostenible.
En este contexto, la pandemia de coronavirus amenaza con profundizar el baby bust, al menos en el corto plazo. Los bebés tardan nueve meses en nacer, así que es muy pronto para tener datos del efecto concreto sobre los nacimientos de todo lo sucedido desde marzo de 2020.
Sin embargo, hay distintos estudios que prevén una caída significativa. Un informe reciente de la Brookings Institution, uno de los think tanks más importantes de Estados Unidos, anticipa que en 2021 habrá entre 300.000 y 500.000 nacimientos menos en el país, una disminución de entre el 8% y el 13 por ciento.
Por otro lado, encuestas realizadas en varios países muestran que muchas personas decidieron postergar o directamente abandonar sus planes de tener hijos. La incógnita, como con tantas otras cosas que cambiaron a partir de las medidas tomadas para tratar de reducir la circulación del virus, es si se trata de transformaciones pasajeras o de largo aliento.
Del baby boom al baby bust
El baby boom no fue homogéneo en todas partes. La tasa global de fecundidad, que estima el número de hijos promedio por mujer, pasó a nivel mundial de 5,02 en 1930 a 4,58 en 1945. El descenso coincidió exactamente con el ciclo negro que se inauguró con la Gran Depresión y que continuó con la Segunda Guerra. Desde 1946 comenzó un ciclo alcista que, si bien tuvo una caída en el medio, llegó a su pico en 1963, cuando la media trepó a 5,4 hijos por mujer, 18% más que en 1945.
El boom empezó antes y fue mucho más pronunciado en Estados Unidos. Entre 1939 y 1957, la tasa trepó de 2,05 a 3,74, un alza del 82 por ciento. En Francia fue similar, pero más corto: de 1,85 en 1941 saltó a 3,02 en 1948, 63% más.
“En realidad, hay un descenso continuo en la natalidad en muchos países de Europa continental desde aproximadamente 1850 a 1880. El baby boom no fue más que un efecto temporal: durante la guerra los hombres se fueron y cuando volvieron, cuando la vida se volvió más estable y la incertidumbre disminuyó, nacieron más bebés. Fue una especie de efecto de recuperación”, sostuvo Alexander Ludwig, profesor del Departamento de Economía de la Universidad Goethe de Frankfurt, en diálogo con Infobae.
Distinto es lo que se vio en otras regiones del planeta. En Brasil el boom fue más alargado: la cantidad de hijos creció muy de a poco, de 5,92 en 1941 a 6,21 en 1960. En China pasó de 4,77 en 1945 a 7,41 en 1963. Pero en Nigeria se alcanzó el máximo, 6,78, recién en 1980.
Aunque el baby bust se da en todos los países, el ritmo de la caída también registró diferencias. En Estados Unidos bajó de 3,74 en 1957 a 1,74 en 1976 y desde entonces subió levemente y se estabilizó en torno a 1,9. Francia siguió un recorrido parecido y está en 1,97 desde 2018.
En China, el promedio está entre 1,5 y 1,6 desde finales del siglo pasado y es el país con la menor fecundidad de la muestra, tras haber tenido la más alta en 1963 (7,41). En Brasil, el descenso fue ininterrumpido desde los 60 y en 2019 la tasa se ubicó en 1,69, debajo de Estados Unidos y Francia. Lo sorprendente es lo elevada que sigue siendo la fertilidad en Nigeria —así como en gran parte de África—: en 2019 era 5,32 hijos, más del doble de la media global, que era 2,43.
Tanto el baby boom como el baby bust responden a transformaciones económicas y socioculturales que se produjeron en el último siglo y que cambiaron drásticamente la organización familiar. Que después de una crisis como la del 30 haya bajado la fecundidad tiene sentido por muchas razones. Por un lado, para tener hijos hay que tener posibilidades económicas de mantenerlos. Así que, cuando aumenta el desempleo y se deteriora el poder adquisitivo, es lógico que muchas personas decidan no tener hijos o tener menos de los que quisieran.
Otro factor a tener en cuenta es la incertidumbre que generan las crisis profundas. Tener hijos es el mayor proyecto a largo plazo que puede emprender una persona, así que requiere mínimos niveles de previsibilidad. Si alguien no sabe dónde o de qué va a vivir en el futuro inmediato es difícil que quiera comprometerse a la paternidad.
Es por eso que el aumento de la fertilidad a partir de la posguerra es indisociable del ciclo de fuerte expansión económica que se inauguró en ese momento, y de la consolidación del Estado de Bienestar en Occidente, sobre todo en los países más industrializados. La generalización de empleos bien pagos y estables, licencias por maternidad y sistemas sanitarios y educativos accesibles para la mayoría de la población creó las condiciones ideales para que más familias decidieran tener más hijos.
¿Qué pasó a partir de la década de 1960? Las mismas condiciones que le permitieron a una generación tener más hijos que la anterior posibilitaron hondas mutaciones que llevaron a la generación siguiente a tener un vínculo diferente con la paternidad.
Las instituciones religiosas perdieron parte de su rol organizador en la sociedad, al igual que las comunidades locales. La familia ampliada cedió ante la familia nuclear, y los vínculos a su interior se volvieron más horizontales. Todo esto favoreció un aumento considerable de la autonomía individual frente a la imposición de mandatos sociales.
“Han pasado muchas cosas que, en conjunto, han contribuido a reducir la fertilidad durante las últimas décadas”, dijo a Infobae Hans-Peter Kohler, profesor de sociología y demografía de la Universidad de Pensilvania. “Hay un amplio conjunto de cambios económicos, como el aumento de los niveles de educación y de la participación de las mujeres en la fuerza laboral, la urbanización, el aumento de los rendimientos de la educación y el cambio hacia una mayor inversión en los hijos, lo que aumentó los costos de la crianza. Y se han producido importantes cambios culturales y normativos, lo que se conoce como la ‘segunda transición demográfica’, que ha dado lugar a una mayor individualización”.
El viraje lo sintieron especialmente las mujeres. De un orden social en el que no tenían muchas más alternativas que ser madres se pasó a uno en el que ganaron la libertad de decidir qué querían hacer con su vida.
Muchas empezaron a sentirse cómodas sin tener la obligación de ser madres y otras, sin dejar de desearlo, comenzaron a combinar ese anhelo con la búsqueda de crecimiento personal a través de la educación y el trabajo. El resultado inevitable de este proceso fue una disminución de la fertilidad global.
“Hay algunas variables clave”, dijo a Infobae el historiador Herbert S. Klein, profesor emérito de la Universidad de Columbia especializado en demografía. “La primera y más importante, desde 1960, es la introducción de la píldora anticonceptiva, que les permitió a las mujeres decidir sobre su fertilidad. Segundo, la expansión femenina en la fuerza laboral, y tercero, en la educación secundaria y terciaria. En la actualidad, hay más mujeres que hombres ingresando en las universidades estadounidenses, lo que retrasa los primeros embarazos hasta finales de los 20 años y principios de los 30, y reduce el número de nacimientos potenciales”.
A partir de los años 70 y 80 se sumaron cambios en el sistema económico que también conspiraron contra la paternidad. El agotamiento del modelo de posguerra de importantes regulaciones estatales llevó a una progresiva liberalización de las relaciones laborales. Las personas ganaron autonomía, pero perdieron previsibilidad.
Por otro lado, se incrementaron la desigualdad y el costo de vida. La necesidad de trabajar más horas y durante más años para llegar a niveles de ingresos suficientes para afrontar los costos crecientes de la crianza también operó como un desincentivo a tener hijos.
“Además, está la urbanización masiva de la población —continuó Klein—. Brasil, por ejemplo, pasó de un 60% de población rural en 1950 a un 88% de población urbana en 2010. Los altos costos de la educación y la vivienda hacen que aumente el costo de tener hijos”.
Los bebés y la pandemia
El repaso de las principales causas asociadas al baby bust permite comprender por qué sería esperable que, al menos en 2021, se profundice la caída de la fecundidad en el mundo. Si algo provocó la pandemia es incertidumbre. Nadie sabe qué va a estar permitido ni qué va a poder hacer en un plazo mayor a 30 días.
“Además de los factores económicos y laborales, la pandemia ha amplificado la incertidumbre por el futuro, lo que podría perjudicar aún más la decisión de tener hijos”, explicó Namkee Ahn, profesor del Departamento de Economía de la Universidad de Cantabria, consultado por Infobae.
Se volvió casi imposible proyectar con nueve meses de anticipación. Muchas personas pueden mantener igual su decisión de tener hijos, pero no son pocas las que van a preferir esperar, para tener alguna garantía de cuál va a ser su situación, la del país y la del mundo cuando nazca el niño.
Una encuesta realizada en plena primera ola de contagios y muertes en Europa reveló hasta qué punto hubo cambios en la planificación familiar. En España, por ejemplo, sólo el 21% de las personas que en enero proyectaban tener hijos mantenían sus planes en abril, de acuerdo con el estudio realizado por el Istituto Giuseppe Toniolo e IPSOS, usado como insumo en el artículo “El impacto del COVID-19 en los planes de fertilidad en Italia, Alemania, Francia, España y Reino Unido”, de Francesca Luppi, Bruno Arpino y Alessandro Rosina.
El 49,6% de los españoles consultados resolvió posponer sus planes y el 29,3% abandonarlos. La mayor tasa de abandono se registró en Italia: 36,5 por ciento. Por postergar se inclinó el 37,9% y por seguir adelante el 25,5 por ciento.
El país con menor proporción de padres que desecharon sus planes es Alemania: 14,2 por ciento. De todas formas, el 55% decidió posponerlos y sólo el 30,7% mantenerlos. Francia es el que registró mayor porcentaje de continuidad de los proyectos de embarazo: 32 por ciento.
En Estados Unidos, una encuesta realizada por el Guttmacher Institute reveló que más del 40% de las mujeres dijeron haber modificado sus proyectos de maternidad por el COVID-19. Lo más interesante de ese trabajo es que mostró que entre las afroamericanas y las latinas la proporción subía a 44% y 48%, pero bajaba a 28% entre las blancas.
Esa diferencia es consistente con todo lo anterior: la pandemia afectó mucho más a las personas de menores recursos, y en Estados Unidos los niveles de ingreso y protección social son muy inferiores entre afroamericanos y latinos. La tasa de mortalidad fue superior porque tienen peor cobertura de salud y porque es mayor la proporción que trabaja en empleos del sector servicios, que requieren presencialidad. Y también sufrieron más el impacto económico, porque son esos trabajos los que primero se eliminaron.
La investigación de la Brookings Institution sostiene que por cada punto porcentual de incremento del desempleo hay en promedio un punto de caída en la tasa de natalidad. Considerando que el aumento de la desocupación fue más fuerte entre las minorías en Estados Unidos, es esperable que en esas familias sea mayor la disminución de los embarazos.
Más allá del deterioro económico y de la creciente incertidumbre, hay una razón adicional, bastante más básica, por la que también pueden haber disminuido los embarazos: el aislamiento forzado redujo considerablemente la posibilidad de interacción con otros, requisito básico para formar pareja y, eventualmente, tener hijos.
“Es probable que la incertidumbre inducida por la pandemia haya disminuido la fertilidad —dijo Ludwig—. Los hijos son costosos y el riesgo de perder ingresos aumenta. También han disminuido los embarazos accidentales fuera de los matrimonios y las parejas estables. Pero tenemos que esperar un poco más para ver realmente el efecto. Después de todo, se necesitan nueve o diez meses para que nazcan los bebés. Así que, tal vez, la baja fecundidad actual sea sólo una fluctuación aleatoria. Una cosa más: también podría ser que aumente después de la pandemia”.
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