El golpe de estado en Myanmar, la ex Birmania, sacudió tanto a Europa y Estados Unidos como a su principal socio comercial y vecino, China. Una situación que está poniendo a prueba la estrategia de “palos y zanahorias” de la nueva Administración de Joe Biden, como el acercamiento que había iniciado Xi Jinping con el gobierno democrático ahora derrocado. Un desaguisado diplomático creado por los militares birmanos del que también participan Japón y Singapur. Y la mayoría de los analistas señalan la enorme imprevisibilidad de la situación. Los uniformados liderados ahora por el general Min Aung Hlaing ya estuvieron en el poder por medio siglo, desde 1962 a 2012, y están acostumbrados a manejar el país en medio de sanciones económicas internacionales. Por otra parte, la premio Nobel y líder depuesta del gobierno democrático Aung San Suu Kyi -que permanece en prisión- ya no cuenta con el aura de “Gran Dama de la Democracia” de la que gozó por años ni el apoyo incondicional de Occidente desde que defendió el genocidio de la minoría Rohingya.
La primera batalla diplomática, como suele ocurrir, se llevó a cabo en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. China bloqueó cualquier medida contra la Junta Militar. Rusia acompañó en silencio. Pero se filtraron algunas declaraciones y documentos comprometedores para todos y al día siguiente desde el palacio de vidrio de Manhattan apareció un comunicado conjunto que expresó “la profunda preocupación por la declaración del Estado de Emergencia en Myanmar”. Japón se sumó al G7 de los países más desarrollados para condenar el golpe, pero se opuso a cualquier sanción económica. La Unión Europea y Gran Bretaña no dudaron en calificar la acción de los militares como un clásico “golpe”. Y la Casa Blanca instó al ejército birmano a “dar marcha atrás en sus acciones de manera inmediata” y amenazó con tomar medidas contra los generales. Pero evitó usar la palabra “golpe”, que hubiera obligado a Biden a adoptar una serie de medidas de castigo unilaterales. La Casa Blanca quiere encontrar consenso para tomar acciones conjuntas con sus aliados. “Esto ya no es una puja tradicional entre China y Occidente. Es mucho más complejo. Hay muchos más actores involucrados. Hay un mundo nuevo en esa región de Asia y es muy complicado intentar entender cómo va a evolucionar la situación”, explicó a la CNN el analista Richard Horsey, con muchos años de trabajo en Yangon, la capital de Myanmar.
Estados Unidos, que lideró la presión contra la junta birmana y logró que los militares entregaran el poder a los civiles en la transición que comenzó en 2011, ya no mantiene la misma posición de poder de hace diez años. La errática política exterior de la Administración Trump y los movimientos de todas las potencias dentro de la revolución científico-tecnológica que vive el planeta limitó su capacidad de presión. “Pese una década de apertura, las empresas estadounidenses son actores relativamente modestos en la economía birmana”, dice un análisis realizado por el CSIS (Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales). “Las empresas que invirtieron se centran principalmente en el suministro de bienes y servicios al mercado interno birmano, lo que significa que, si se retiran, el daño lo sufrirán sobre todo los ciudadanos. Las empresas estadounidenses ya no participan en los sectores de las materias primas y recursos naturales en los que el estamento militar se encuentra muy involucrado”.
China tuvo una actitud ambigua en los últimos años, tratando de mantener un delicado equilibrio en su relación con el gobierno democrático y los militares de Myanmar. Apenas tres semanas antes del golpe, el canciller chino Wang Yi hizo una visita a Yangon en la que se entrevistó con el ahora jefe de la Junta, el general Min Aung Hlaing. Y en un discurso dio su total apoyo al “merecido rol de los militares en el desarrollo y la transformación del país”. Palabras que algunos analistas creen que podrían haber sido interpretadas por los uniformados como de aliento para que regresaran al poder. Sin embargo, el presidente chino Xi Jinping tenía hasta ese momento una muy buena relación con la líder San Suu Kyi y su partido la Liga Nacional por la Democracia. Uno de los últimos viajes que Xi hizo al exterior antes de que estallara la pandemia fue a Yangon, donde firmó una serie de convenios para construir líneas ferroviarias y puertos dentro de su estrategia de avanzar con “la Ruta de la Seda” hacia el Océano Índico. Por su parte, San Suu Kyi visitó Beijing más veces que cualquiera otra capital del planeta.
“China seguirá queriendo sacar adelante estos proyectos. La única duda es, con el aislamiento diplomático, las sanciones internacionales y la presión política que Myanmar va a sufrir, ¿podrá China proseguir tan rápidamente como antes los proyectos de infraestructura que había propuesto en el pasado? Si no es así, no será porque los militares no quieran cooperar con China. Querrán. Pero el clima internacional será diferente”, dice el análisis del CSIS.
De todos modos, los proyectos chinos en Myanmar representan el 25% del total de inversiones extranjeras. Singapur es hoy el mayor inversor y acreedor del país, seguido por Japón. Y los militares birmanos mantienen una desconfianza muy grande sobre sus vecinos chinos porque son los que financiaron y armaron a los grupos insurrectos que afloraron en los años 60 del siglo pasado y que aún hoy continúan actuando en las zonas remotas cerca de la frontera. Incluso, se registró un fuerte incidente diplomático en 2011 cuando el general U Thein Sein, que lideró la transición de entrega del poder a los civiles, suspendió la construcción de la muy esperada central eléctrica de Kachin en la que ya estaban trabajando los obreros chinos. La represa hubiera inundado un importante sitio sagrado budista.
Y en el término democrático, la líder San Suu Kyi, mantuvo también muy cercanas relaciones con Estados Unidos. Fue anfitriona de una visita de la Secretaria de Estado Hillary Rodham Clinton en 2011 y dos veces del presidente Barack Obama, en 2012 y 2014. Aunque su aura democrática y de líder de los derechos humanos, adquirida durante dos décadas de prisión domiciliaria, fueron cuestionadas por su apoyo a la represión de los militares birmanos contra la minoría Rohingya.
Myanmar se convierte con este anacrónico golpe militar en el centro de otra gran puja de poder en el sur asiático. La mítica “tierra de Jade” vuelve a ser el escenario de la ambición por sus “piedras preciosas”, como cuando era acosada por los piratas en el siglo XVI.
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