En 1949 dos monjes dejaron a un hombre enfermo en la puerta del Hospital Espíritu Santo, en Roma: se llamaba Alfredo Reinhardt, tenía 45 años, era soltero y de profesión, escritor, según sus documentos. El huésped del monasterio Vigna Pia se había sentido mal semanas atrás, pero las atenciones no lograron mejorarlo. Al contrario.
El hospital ingresó a Reinhardt sin saber que, en realidad, era el nazi fugitivo Otto Wächter, quien había pasado años escondido en los Alpes austríacos hasta que el obispo Alois Hudal, el más famoso de los pronazis del Vaticano, le ofreció protección para que esperase un pasaje a América del Sur gestionado por los agentes de la Ratline. La Línea de Ratas organizó el escape clandestino de —entre demasiados otros— Adolf Eichmann y Erich Priebke, quienes se instalaron en Argentina, o Klaus Barbie, que siguió hasta Bolivia, y Josef Menguele, que pasó por Paraguay antes de instalarse en Brasil. A Wächter, un barón que había dejado caer el von de su apellido por amor al nacional-socialismo, la magnífica Buenos Aires le parecía un destino adecuado.
Desde el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial, el brigadeführer Wächter era buscado por la expulsión de 68.000 judíos de Cracovia, el encierro de otros 15.000 en el Gueto de Varsovia y la muerte de casi todos, además de otros 100.000 masacrados en Galitzia, cuando fue gobernador de los territorios ocupados por los nazis en Polonia y lo que hoy es Ucrania.
En esa geografía móvil, precisamente, se halla la ciudad de Lemberg, que a medida que pasó del Imperio austrohúngaro a Rusia y a Polonia fue cambiando de nombres: Lviv, Lwöw, Lvov. Allí Wächter había actuado bajo las órdenes de Hans Frank, y entre sus acciones se cuentan la de haber masacrado a 80 miembros de la familia del prestigioso escritor y jurista Philippe Sands. Solo su abuelo, Leon Buchholz, había sobrevivido.
Sands contó la historia de su abuelo, y la de Frank, condenado a la horca en el juicio de Nuremberg, en Calle Este-Oeste, una novela de no ficción traducida a 26 idiomas. Ahora sale en castellano su nueva obra, Ruta de escape, que cuenta la de Wächter y de uno de sus hijos, el pequeño Horst, nacido en 1939 y así llamado por el himno nazi “Horst Wessel”, quien creció para idealizar delirantemente a su padre.
“Ruta de escape trata de lo que ocurre cuando no se imparte justicia”, dijo Sands a El País. “En Calle Este-Oeste se hacía justicia con Hans Frank en Nuremberg. Otto Wächter, en cambio, escapa. La huida permitió a su familia retratar al padre como a un inocente. La teoría del libro diría que es que la vida no es así: solo porque escape de la justicia no significa que el individuo sea inocente, y esto no trae paz a la familia”.
De hecho, Horst Wächter nunca aceptó que su padre hubiera muerto por causas naturales en el Hospital Espíritu Santo: estaba convencido de que Josef Stalin había ordenado que lo envenenaran.
En la cama 9 de la Sala Baglivi, diagnosticado con una atrofia hepática aguda complicada por una diabetes y una infección, Wächter recibió tres visitas: un obispo cercano al papa Pío XII, un médico que había trabajado en la embajada de la Alemania nazi en Roma y una mujer de origen prusiano casada con un italiano, posiblemente un miembro de enlace de la Ratline. Pero al cabo de diez días, el 14 de julio, Wächter murió sin que esas gestiones pudieran dejarlo a salvo y con otra identidad en un rincón distante del mundo.
“Es más importante entender al verdugo que a la víctima”: esa cita de Javier Cercas abre Ruta de escape. Pero decirlo es una cosa y lograrlo, otra muy diferente.
“Hubo que hacer mucho en Lemberg”, le escribió, por ejemplo, Wächter a su esposa Charlotte, a quien llamaba Lotte y amaba perdidamente. “Ahora se llevan a cabo grandes acciones judías. Mucho amor para los niños”. También: “Se deportan cada vez más judíos y es difícil conseguir polvo de ladrillo para la cancha de tenis”.
Wächter surge en la novela como un hombre seductor, “la antítesis del burócrata gris y de apariencia banal que se identifica con Eichmann o del nazi de película que lleva la maldad incrustada en el rostro”, describió Marc Bassets en el diario español. “Hay momentos de la huida —cuando pasa tres años sobreviviendo en la alta montaña o cuando más tarde llega a Roma a la espera del pasaje hacia América Latina— en los que el lector se sorprende a sí mismo deseando que las cosas le salgan bien al criminal, que no le pillen quienes imaginamos que son sus perseguidores, que se salga con la suya”.
Lotte también estaba enamoradísima de su esposo: “Con su abrigo negro de las SS con solapas blancas sobre el uniforme de las SS se veía espléndido”, escribió en la correspondencia que sirvió de base a Sands. Ella lo ayudó con mapas y alimentos mientras se escondió en los Alpes; se reunió con él en la clandestinidad en el verano de 1948, para que viera a sus hijos, y él se escabulló en Salzburgo esa Navidad para pasarla en familia.
Luego de la guerra, Lotte y sus hijos vivieron en el ostracismo; Horst debió preguntarse, al crecer, si su padre había sido el monstruo que todos describían. Su madre no lo pensaba. Él la amaba y fue quien la cuidó en sus años finales. Agobiadas por el peso de la historia, sus hermanas habían dejado Austria; él prefirió “dejar la normalidad”, como le dijo a Sands, y ver a su padre bajo una luz amable.
“Hizo una distinción: el padre como un individuo, como un mero engranaje en un sistema poderoso, parte de un grupo criminal más amplio. Horst no negaba los horrores de un holocausto, de millones de personas asesinadas. Había sucedido y estaba mal, punto. ‘Sé que el sistema era criminal, que mi padre era parte del sistema, pero no pienso que él haya sido un criminal’”, le dio voz Sands, también profesor de University College of London. Curiosamente, la mayor parte de las cartas y diarios que lo probaban, destacó, le fueron entregados por el propio Horst.
Sands también encontró tres documentos cruciales en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, que lo inspiraron a elegir un segundo epígrafe para su libro sobre la existencia del mal: “Con sus arcos traspasarán a los jóvenes; no se apiadarán del fruto del vientre ni tendrán compasión de los hijos”, citó el Libro de Isaías.
Uno de los documentos, un memo que Wächter envió días antes de llegar a Lemberg, puso en marcha “la deportación de los judíos económicamente improductivos” de la ciudad. El segundo, de marzo de 1942, creó “límites estrictos para el trabajo que los judíos podían realizar en Galitzia”: quienes quedaran fuera, serían “transportados” al campo de exterminio de Belzec.
El tercer documento es una carta de Heinrich Himmler, quien visitó a Wächter en Lemberg en agosto de 1942, luego de una masacre de 40.000 personas, y le ofreció un cargo en Viena, cerca de su familia. Wächter lo rechazó. Es decir que el brigadeführer podría haber dejado de ensangrentar Galitzia, podría haberse reciclado detrás de un escritorio y acaso aspirar a reescribir su historia. Pero prefirió seguir allí.
Sands le cedió la palabra a Eli Rosenbaum, quien dedicó tres décadas de su vida en el Departamento de Justicia estadounidense en la búsqueda y imputación de criminales de guerra nazis: “El caso de Wächter es el único que he conocido en el que a alguien realmente le ofrecieron la oportunidad de trasladarse, de cesar su implicación en crímenes, y la rechazó”.
Ruta de escape reflexionó sobre el asunto: “¿Cómo explicamos que personas con alto nivel de educación, inteligencia y cultura puedan involucrarse en asesinatos de masas? En mi opinión, no es correcto etiquetarlos como monstruos, simplemente. Es mucho más complejo, y en estas cartas y diarios se tiene la sensación de que Otto von Wächter tenía una identidad doble. Por un lado fue alguien que participó en los crímenes más atroces, pero por otro lado fue un padre y un esposo increíblemente cariñoso”.
Una parte importante del libro sobre la vida, los crímenes, el romance y la muerte de Wächter, analiza eso desde la perspectiva del hijo. Como una subtrama, Ruta de escapae cuenta la extraña y gran relación que se creó entre Horst y Sands mientras el autor avanzaba en su investigación.
Se conocieron durante la escritura de Calle Este-Oeste, cuando Sands habló con el hijo del nazi Frank, Niklas, quien le dijo sobre el juicio de Nuremberg: “Estoy en contra de la pena de muerte, excepto en el caso de mi padre’”. Niklas Frank repudió los crímenes de su padre y escribió un libro, Der Vater, que fue un ajuste de cuentas con su memoria. Pero si Sands quería entender la aniquilación de los judíos en Galitzia tenía que estudiar también a Wächter, sugirió. Y se ofreció a presentarle al hijo. “Con una suave advertencia: a diferencia de él, que tenía una perspectiva negativa de su padre”, recordó Sands en el libro, “Horst se afirmaba a una mirada más positiva del suyo”. Luego los reuniría en el documental My Nazi Legacy.
Horst lo recibió en el castillo desvencijado del siglo XVII donde vive. Llevaba una camisa rosada y Birkenstocks. Le mostró fotos familiares, las cartas de amor entre sus padres y el diario de Lotte. “La responsabilidad histórica de su padre fue un asunto complejo”, escribió en Ruta de escape. “Otto estaba en contra de las teorías raciales, no veía a los alemanes como superhombres y a los demás como untermenschen. ‘Quería hacer algo bueno, quería que las cosas progresaran, quería encontrar una solución a los problemas de la Primera Guerra Mundial’”, insistió el hijo.
“Su padre era un hombre decente, un optimista que trató de hacer el bien pero terminó atrapado en los horrores que ocasionaron otros”, quiso convencerlo. En los correos electrónicos que intercambiaron luego, Horst le mandó fotos de “una marcha de hermosas niñas en honor de la división Galitzia de las SS que mi padre creó allí” y le propuso que escuchara unos audios que su madre había grabado antes de morir. “Yo era una nazi entusiasta”, la escuchó decir Sands.
Cada prueba era peor que la otra: una tarjeta de felicitación de Heinrich Himmler para su cumpleaños 43; un ejemplar firmado de Mein Kampf; una carta de Otto a Lotte sobre un concierto hermoso, en la que comentaba: “Mañana tengo que hacer ejecutar a otros 50 polacos”.
—”Tengo que” —destacó Horst—. Él no decidió matarlos. Fue algún juez de la Gestapo.
A pesar de todo, Sands pintó un perfil compasivo del hijo de Wächter. “Aunque discrepo de sus conclusiones sobre los hechos y su negación de los hechos, no es un negacionista del Holocausto, no es un antisemita, no es un racista”, dijo a El País. “Es una buena persona, los aprecio”.standartenführer
Así como Ruta de escape es, de algún modo, un spin-off de Calle Este-Oeste, tendrá a su vez su propia derivación, cuya salida se estima en 2024: en el monasterio Vigna Pia, donde Wächter pasó tres meses de paz e ilusión antes de caer enfermo —iba a nadar al Tíber, trabajó como extra en una película y escribió el manifiesto “Quo Vadis Germania?”—, coincidió con Walter Rauff, Standartenführer acusado de la muerte de medio millón de personas en Auschwitz. Rauff había sido detenido por los aliados pero se fugó del campo de Rimini en 1946, ayudado por un sacerdote. Sobre él y sobre su vida en América del Sur, donde trabajó al servicio del dictador chileno Augusto Pinochet, tratará el tercer volumen.
Luego de haber eliminado la h de su nombre Walther, Rauff vivió en el mundo de las sombras. En 1948 viajó a Siria como especialista en inteligencia contratado por Husni al-Za’im, jefe del Estado mayor del ejército de Siria. Allí trabajó para él y para el MI6, del Reino Unido, lo cual fue providencial cuando al-Za’im dio un golpe de estado solo para ser derrocado a los pocos meses: pasó al Líbano y de ahí regresó a Roma para entregarse a su destino sudamericano.
En 1949 llegó a la Argentina —el sueño incumplido de Wächter— y se quedó hasta el golpe de Estado de 1955 contra Juan Domingo Perón. Temeroso de cambios en su protección, pasó a Ecuador, donde trabajó en Mercedes Benz y —más trascendente— conoció a Pinochet. En 1958 se instaló en Chile, donde enseñó en la DINA mientras trabajaba como agente secreto de los alemanes. Cuatro años más tarde, Alemania Occidental pidió su extradición, pero la Corte Suprema chilena la negó, y aun durante el Gobierno del socialista Salvador Allende, Rauff siguió libre en Chile. Con el golpe de Estado de Pinochet se integró a los servicios secretos que realizaban interrogatorios bajo tortura.
Curiosamente, su historia también tiene algo de personal para Sands. Así como Calle Este-Oeste nació de la historia de su abuelo Leon, el cierre de la trilogía —que por ahora solo tiene el título de trabajo Pino Book, El libro de Pino— le toca de cerca porque el escritor y abogado participó en la acusación de Pinochet tras la detención ordenada por el juez español Baltasar Garzón.
Atrincherado en una clínica de Londres, el dictador chileno debió montar su defensa. Garzón lo procesaba por delitos de lesa humanidad y genocidio, los dos conceptos legales que Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin crearon para el juicio de Nuremberg, tal como cuenta Calle Este-Oeste. “Entonces, mi firma de abogados en Londres me llama para decirme que los de Pinochet quieren contratarme”, contó Sands a El País. Su esposa, hija y nieta de republicanos españoles, le dijo: ”Si actúas a favor de Pinochet, me divorcio”.
Sands participó, pero en contra, “Y el tercer libro de la serie será la historia del caso Pinochet en Madrid, en Londres y en Chile, y también la historia de Walter Rauff”, agregó en la entrevista.
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