Gulbahar Haitiwaji vive en Francia desde hace 10 años. En 2016, su antiguo empleador la engañó para traerla de vuelta a Xinjiang, en China. Ahí comenzó un calvario que duró casi tres años.
Su libro Rescapée du Goulag chinois (Sobreviviente del gulag chino), que escribió con la periodista Rozenn Morgat y que publica la editoral Équateurs, muestra que China está persiguiendo a los uigures hasta en Francia.
RFI conversó con ella en su casa.
“Los que como yo salen de los campos ya no saben quiénes son, son sombras, almas muertas”. Eso es lo que escribe en el libro. Usted, la mujer uigur, la madre de familia parisina, se ha convertido en la prisionera “número 9”, filmada las 24 horas del día. ¿Se considera una sobreviviente?
Sí, por supuesto.
¿Qué imagen le viene a la mente cuando piensa en su celda de la prisión de Karamay, donde pasó los primeros cuatro meses de su detención?
Cuando pienso en esa prisión, pienso en todas esas noches sin dormir, en el frío, con los pies encadenados. Pienso en la malnutrición, porque nos alimentaban muy poco. Todos los días, nuestros guardias nos obligaban a salir, aunque hiciera 30 grados bajo cero. Nos pasábamos los días aprendiendo el reglamento interior y canciones patrióticas.
¿De qué se le acusaba durante los interminables interrogatorios?
Me decían que mi marido era un terrorista y que había criado a niñas terroristas. Yo, como ciudadana china, tenía la responsabilidad, decían.
Le mostraron una foto de su hija Gulhumar en una manifestación de la diáspora uigur en la plaza del Trocadero de París. ¿Con esta única prueba la acusaron de terrorismo?
Me acusaron de tener una hija terrorista y de no haberla educado bien.
Le dijeron que “cometió un crimen irreparable al dejar Xinjiang para vivir en Francia”. En realidad, ¿fue su culpa?
Creo que China me hizo pasar por todo esto para vengarse de mi marido. Porque cuando volvimos juntos a China, en 2012 y 2014, a mi marido, que tiene nacionalidad francesa, se le exigió que facilitara a las autoridades chinas información sobre la comunidad uigur en Francia. Y él se negó a hacerlo.
Después de cuatro meses en prisión, la enviaron a un campo de reeducación. ¿Cómo es la vida cotidiana en estos campos, que los chinos presentan como simples escuelas? ¿Qué se enseña allí?
Aunque no hay cadenas en esa escuela, las condiciones son extremadamente difíciles. Nos sientan en una aula durante once horas al día. Tomamos clases de chino, de derecho, de política e historia china. Con exámenes todos los viernes. Debíamos memorizar canciones patrióticas y el reglamento interno. No nos alimentaban mejor que en la prisión. Había luces de neón encendidas día y noche y cámaras de vigilancia por todas partes. Las condiciones eran tan malas como en la prisión. Incluso para ir al baño teníamos que cumplir con los horarios.
Sus días estaban llenos de desfiles militares y canciones patrióticas. ¿Todavía recuerda la letra de esas canciones a la gloria del presidente Xi Jinping?
Todavía las recuerdo muy bien. Antes de cada comida, antes de cada clase, debíamos recitar nuestro agradecimiento a la Gran China, al Partido Comunista Chino y a Xi Jinping.
Usted escribe en su libro que ahí entendió el significado de la expresión “lavado de cerebro”.
Sí, incluso nos prohibían hablar entre nosotros en uigur. No podíamos respetar nuestras tradiciones ni practicar nuestra fe. China realmente está tratando de asimilarnos. Nos imponen su propia cultura, entonces sí se trata de lavado de cerebro.
“Hacer desaparecer a una persona es fácil en Xinjiang”, dice usted. ¿Sabían las mujeres que compartían su celda por qué estaban allí?
Las mujeres que estaban encarceladas conmigo no tenían ninguna culpa. Algunas estaban allí porque llevaban el velo o porque habían viajado a Turquía, o porque tenían familia en el extranjero.
Un día le hicieron una inyección. La enfermera dijo que era una vacuna contra la gripe, pero a usted le pareció sospechoso.
Nos hicieron inyecciones dos veces al año. Vi a muchas jóvenes dejar de menstruar. Era muy preocupante porque querían tener hijos más adelante. En aquel momento tuve sospechas, pero no tenía pruebas. Cuando regresé a Francia me enteré de que habían revelado la existencia de esterilizaciones masivas en Xinjiang.
El investigador Adrien Zenz reveló efectivamente que las autoridades chinas están llevando a cabo campañas de esterilización en Xinjiang. Además, la prensa china se complace con ver que las mujeres uigures dejan de ser “máquinas de hacer bebés”. ¿Cree que Usted y sus compañeras fueron sometidas a esa esterilización forzada?
Por supuesto.
El 23 de noviembre de 2018, un guardia llegó a su celda y gritó: “¡Número 9, le toca!” Su juicio no duró ni 10 minutos y se le condenó a siete años de rehabilitación. ¿Qué le produjo este veredicto?
No era un juicio de verdad, ni siquiera eran jueces de verdad, sólo policías en uniforme. Al final, el juez dijo que, aunque tenía siete años de rehabilitación, podían reducir mi pena. Me dijo que dependía de mí y que si me comportaba bien, podrían liberarme antes. Me dijo que podía estar contenta de seguir estudiando y no tener que volver a la cárcel. Que le diera las gracias al partido chino. Todo me parecía muy desesperante, porque me preguntaba cuándo terminaría todo.
“Cien veces pensé que venían a dispararme”, escribe. Cuando le cortaron el cabello con una máquina de afeitar Usted temió que la estuvieran preparando para la silla eléctrica. ¿No estaba segura de cuánto tiempo iba a estar encarcelada?
El 23 de diciembre de 2018, me trasladaron del campo de reeducación a una segunda prisión. Me pusieron cadenas en los pies, esposas en las muñecas y una capucha en la cabeza. Allí pensé que me iban a ejecutar. Después de 30 minutos de viaje, llegamos a la prisión. Me quitaron la capucha y me afeitaron el pelo. Estaba desesperada porque sentía que nunca saldría de esa pesadilla. Mi situación había empeorado.
Gracias a la ayuda de su hija Gulhumar y a las presiones del Ministerio francés de Asuntos Exteriores, la liberaron al fin y volvió a Francia en 2019. Hoy busca “gritar tu verdad”. ¿Por qué es tan importante para Usted testificar?
Quería revelar lo que eran estos campos a todo el mundo. Nada de lo que cuento es exagerado. Sólo digo lo que he vivido. Algún día, la verdad saldrá a la luz y espero que mi libro ayude a la causa uigur.
¿Teme por su familia allá?
Me preocupan mi madre, mis hermanas y mis hermanos.
¿Tiene noticias de ellos o es imposible contactarlos?
Puedo llamarlos a través de la aplicación WeChat una vez a la semana, pero estas conversaciones son muy breves. Logro saber de mi madre enferma. No hay mucho que pueda comunicar con ellos.
¿Le preocupa que sus comunicaciones estén siendo vigiladas?
Creo que China está observando todo lo que hacemos. Por eso siempre tengo mucho cuidado.
Nota publicada originalmente en RFI
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