Vladimir Putin es, para muchos, el nuevo zar ruso. Al mando de la Federación de Rusia desde hace dos décadas, el ex agente de la KGB soviética postuló un escenario internacional similar al que se vivió durante la Guerra Fría. Para ello, desde su llegada al poder tejió una red de alianzas con un objetivo principal: establecer un contrapeso real a Estados Unidos.
El comportamiento geopolítico del Kremlin ha respondido más a cuestiones estratégicas que ideológicas. Moscú sabe que, para contrarrestar la influencia de las potencias occidentales -en particular la de Estados Unidos-, necesita zonas de influencia y líderes que respondan a sus intereses.
En ese afán, Putin se aseguró tener una gran influencia en países donde lo que prima es la inestabilidad y el conflicto, como los casos de Siria, Venezuela y Bielorrusia, entre otros.
Millones de sirios y venezolanos huyeron de sus países en los últimos años. Los primeros escapando de una guerra que ya lleva más de nueve años. Los segundos, como consecuencia de un drama humanitario prácticamente sin precedentes en la historia moderna. Ambas dictaduras, comandadas por Bashar al Assad y Nicolás Maduro, gozan de un respaldo vital para su permanencia en el poder: la Rusia de Putin. Alexander Lukhashenko, en tanto, es considerado el último dictador de Europa. Pese a esto, el líder bielorruso también recibe el apoyo incondicional de Moscú.
Poco le importa a Putin que la Siria de Al Assad se desangre hace una década, o que millones de venezolanos abandonen su país escapando de los constantes atropellos del régimen chavista. Tampoco se deja conmover por el desesperado pedido de cambio por parte del pueblo bielorruso, que desde hace meses sale a las calles para denunciar el fraude electoral de Lukashenko.
En todos esos casos, el presidente ruso, a costas del sufrimiento de esos pueblos, obtiene lo que busca: influencia geopolítica, respaldo internacional en su enfrentamiento con Estados Unidos, y negocios millonarios.
Al igual que en Siria, Venezuela y Bielorrusia, en Rusia tampoco se respetan las instituciones, se violan los derechos humanos de forma sistemática, y tanto el Parlamento como la Justicia funcionan a merced del poder. De igual modo, Putin también hace provecho de la inestabilidad en lugares como Ucrania, Nagorno Karabaj y Sudán para avanzar en su plan expansionista.
Bielorrusia, el “hermano menor”
El 20 de julio de 1994 Aleksandr Grigórievich Lukashenko asumió la presidencia de Bielorrusia. En ese entonces, Putin se desempeñaba como vicealcalde de San Petersburgo. Un año después empezó a escalar posiciones durante el gobierno de Boris Yeltsin. Veintiséis años después, el dictador bielorruso considera a Putin como su “hermano mayor”.
“Considero a Putin como mi hermano mayor, y creo sinceramente que es mi hermano (...) No es que uno está al mando como mayor y el otro como menor. Es realmente como un hermano mayor en términos de edad y peso político. El papel de un hermano mayor es ayudar y aconsejar. No para hacerte tropezar, sino para darte apoyo”. Así se refirió el año pasado Lukashenko en una entrevista televisiva, apenas días después de las polémicas elecciones que fueron desconocidas por gran parte de la comunidad internacional y por la oposición bielorrusa.
El 9 de agosto se celebraron unos comicios que ya durante la campaña estuvieron viciados de irregularidades y persecución contra los principales líderes opositores. En apenas unos meses la ex profesora de inglés Sveatlana Tsikhanouskaya atrajo multitudes a sus actos cuando se postuló en lugar de su esposo Sergei, un popular bloguero que fue detenido antes de las elecciones. Tras la jornada electoral, las autoridades anunciaron que el presidente había sido reelecto con el 80% de los votos, frente al 9% obtenido por su principal rival. Esa misma noche miles de bielorrusos salieron a las calles de todo el país para denunciar fraude. Cinco meses después, hoy en día esas movilizaciones persisten, pese a la represión de las fuerzas de seguridad, que provocó miles de detenciones arbitrarias y manifestantes heridos. La comunidad internacional, con la Unión Europea a la cabeza, desconoció los resultados anunciados por el gobierno de Lukashenko y reclamó elecciones libres y transparentes.
Ante ese contexto, había mucha incertidumbre respecto a la postura de Rusia, que durante semanas se mantuvo en silencio. Finalmente llegaron las señales desde Moscú. Atrás habían quedado las acusaciones pronunciadas por Minsk en los últimos años contra el Kremlin, al que acusó en más de una ocasión de intentos “desestabilizadores”. Incluso durante la campaña se vivió un clima de tensión entre ambos países cuando el dictador bielorruso denunció conspiraciones extranjeras luego de que el KGB bielorruso detuviera a 33 mercenarios rusos en Minsk. En ese entonces, Lukashenko acusó a Moscú de intentar desestabilizar los comicios. “Rusia tiene miedo de perdernos. Después de todo, aparte de nosotros, no le quedan verdaderos aliados cercanos”, lanzó durante un acto de campaña. El escenario cambió por completo tras la revuelta popular contra el fraude electoral: Lukashenko sabe que necesita el respaldo de su “hermano mayor” para permanecer en el poder.
A mediados de septiembre los mandatarios se reunieron en la ciudad rusa de Sochi. Allí el dictador bielorruso le confirmó a su par ruso su intención de modificar la Constitución del país para intentar salir de la crisis política. Putin expresó su apoyo a la iniciativa, alegando que la consideraba “lógica, oportuna y conveniente”.
Pero ese respaldo esconde intereses detrás. Analistas consideran que Moscú intentará rentabilizar al máximo su apoyo al dictador bielorruso, quien a esta altura “es completamente dependiente de Rusia” para sobrevivir políticamente. La versión “renovada” de la Carta Magna podría descentralizar el poder en Bielorrusia. El mismo Lukashenko, que gobierna el ejecutivo desde hace 26 años de manera ininterrumpida, ha concedido que el sistema existente es “algo autoritario”. Esto le permitiría a Moscú mantener a Minsk en su órbita, y que no se repita lo ocurrido en Ucrania o en Georgia. Esta alianza tiene una explicación netamente geopolítica: Rusia pretende conservar a su lado a los países de su “área de influencia” para así evitar una expansión mayor de la OTAN.
Entre el 14 y el 25 de septiembre pasado, las tropas de ambos países realizaron maniobras militares conjuntas en la localidad bielorrusa de Brestski. Si bien las autoridades rusas indicaron que sólo se trató de ejercicios militares, el hecho despertó suspicacias sobre un posible despliegue ruso en la antigua república soviética. Además, Putin llegó a advertir que podría enviar policías a suelo bielorruso si las manifestaciones contra Lukashenko se vuelven violentas.
Por su parte, la dependencia de Bielorrusia también es económica. Tras la reunión con Lukashenko, Putin anunció que su Gobierno había acordado con Minsk la concesión de un crédito por valor de USD 1.500 millones. Rusia es el mayor financista de Minsk: casi 40% de la deuda bielorrusa está en bancos moscovitas. Otros ejemplos de esa dependencia son los créditos blandos que recibe desde Moscú, y las ventas de gas y petróleo a precios muy favorables.
“Si Lukashenko es derrocado, se establecería un precedente muy peligroso para Putin que ya avizora 16 años más en el poder”, escribió Chris Miller en Foreign Policy. Daniel Fried, ex diplomático estadounidense y miembro del Atlantic Council Daniel Fried, opinó: “El abrazo de Putin a Lukashenko refleja una ansiedad más profunda para el líder de Rusia. Después del levantamiento democrático que llevó al exilio al presidente ucraniano Viktor Yanukovych en 2014, Putin no puede soportar una segunda revuelta democrática entre las naciones eslavas. El deseo de Putin de ver fracasar el levantamiento en Bielorrusia es más importante que el de pegarlo a un antiguo cliente que ha buscado la independencia. Si los rusos ven a sus vecinos desafiando a un dictador, podría darles ideas sobre cómo desafiar a los suyos”.
Maduro y Putin, una alianza estratégica
“La influencia rusa es la principal fuerza manteniendo a Nicolás Maduro en el poder. Veo con alarma lo que Rusia está haciendo con Venezuela en términos de personal desplegado y en la diseminación de desinformación”, manifestó el almirante Craig S. Faller, comandante del Comando Sur de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, el pasado mes de agosto durante una conferencia sobre América Latina del think tank Atlantic Council. Esa intervención rusa que señaló Faller también ha sido denunciada en diversos organismos de la región como la Organización de Estados Americanos (OEA) y el Grupo de Lima, entre otros.
Desde que llegó al poder, Putin se empeñó en incrementar la presencia rusa en América Latina. Con la caída de la Unión Soviética esa influencia en la región se había reducido notablemente. En el marco de ese plan, la Venezuela chavista resultaba ideal para los intereses del Kremlin, al tratarse de una nación rica en petróleo y con un profundo sentimiento “antinorteamericano” por parte del Gobierno bolivariano.
Así es cómo Rusia se convirtió en uno de los mayores aliados políticos y comerciales del régimen de Hugo Chávez primero, y luego de Maduro. Moscú es, además, el segundo acreedor de Venezuela, después de China, con unos 7.500 millones de dólares, según una estimaciones de la consultora local Ecoanalítica.
Se estima que en los últimos 18 años, ambos países firmaron cerca de 300 acuerdos de cooperación. Los contratos en el campo técnico-militar rondan los 11.000 millones de dólares, según la prensa rusa. A raíz de esos acuerdos, Venezuela cuenta con al menos 20 unidades operativas del cazabombardero ruso Sukhoi Su-30, cuyas características se consideran similares a las del F-15E Strike Eagle estadounidense, así como con armamento antiaéreo y radares de tecnología rusa. La nación caribeña, pese a la dramática crisis humanitaria, también levantó una fábrica de rifles Kalashnikov, un arma que en la actualidad emplean las Fuerzas Armadas de Venezuela, acusadas de crímenes de lesa humanidad.
La alianza militar también incluyó la movilización de tropas rusas a suelo venezolano, lo que provocó la condena e indignación de los países y organismos regionales que rechazan a la dictadura de Maduro. Ese despliegue se acentuó durante el año 2019, luego de que en enero de ese año la comunidad internacional desconociera la legitimidad de Maduro como presidente de Venezuela tras las elecciones fraudulentas del 2018 y, en su lugar, le expresara su apoyo y reconocimiento como presidente encargado a Juan Guaidó.
Por su parte, algunos de los mercenarios rusos de la compañía Wagner que fueron detenidos en Minsk el año pasado reconocieron que tenían como destino final Venezuela. No obstante, nunca se supo cuál era su misión en la nación caribeña.
Rusia respalda al dictador venezolano aún pese a las enormes deudas que Caracas tiene con Moscú. Pero tampoco es gratis. Tanto Rusia como China -otro aliado importante del régimen- saben que cuentan con la enorme reserva de petróleo que tiene Venezuela -la más grande probada del mundo- como garantía. Por ese motivo, Rosneft, la gigante petrolera rusa, salió al rescate del régimen chavista para ayudarle a hacer frente a las sanciones impuestas contra sus funcionarios y empresas que operaban con Petróleos de Venezuela (PDVSA). Además, los acuerdos firmados también les permitían a rusos y chinos ingresar su tecnología y personal en las abandonadas refinerías de PDVSA.
A mediados del año pasado el gobierno de Rusia divulgó los términos de una reestructuración de deuda acordada previamente con Venezuela. Los mismos establecen que los pagos anuales de Caracas a Moscú se incrementarán en cinco veces a partir de 2023. El país sudamericano le paga a Moscú 133 millones de dólares al año desde 2019 -y hasta 2022-. Esa cifra aumentará a 684 millones de dólares entre 2023 y 2026. El acuerdo prevé el reembolso de 3.120 millones de dólares en capital y pagos de intereses por 217 millones de dólares.
El Kremlin ha actuado como prestamista de último recurso para Caracas, con el gobierno ruso y el gigante petrolero Rosneft proporcionando al menos 17.000 millones de dólares en préstamos y líneas de crédito desde 2006.
Recientemente, Venezuela firmó un acuerdo con Rusia para comprarle millones de dosis de su cuestionada vacuna Sputnik V contra el coronavirus. Moscú ya alcanzó acuerdos similares con otros países como Argentina, México y Bolivia, pese a la desconfianza que reina sobre esa vacuna, ya que fue aprobada por las autoridades sanitarias rusas sin haber completado la tercera etapa. Venezuela, por ejemplo, fue uno de los países donde se probó en los últimos meses la inyección rusa.
De esta forma, Putin se aseguró negocios millonarios, logró posicionarse fuertemente en la región, y alcanzó una gran influencia sobre el petróleo venezolano. Todo esto, pese a la dramática situación humanitaria que está atravesando el pueblo venezolano ante la falta de alimentos y medicinas, una economía dañada con una inflación que se cuenta de a miles, y un régimen que persigue, reprime y encarcela, a todos aquellos que se animan a expresarse en su contra. Todo esto llevó a más de cinco millones de venezolanos a buscar un mejor futuro en otro país: un registro sólo comparable con el flujo migratorio sirio. Con la diferencia de que esta nación está en guerra hace casi una década.
Siria, el objetivo de Rusia en Medio Oriente
Tras el estallido de las protestas antigubernamentales en marzo de 2011, se desató en Siria un conflicto armado que perdura hasta el día de hoy. El dictador Bashar al Assad respondió con mano de hierro contra la oposición. Sin embargo, después de un par de años de enfrentamientos, los rebeldes pusieron en jaque al mandatario. En ese momento, una vez más, Rusia aprovechó la oportunidad e intervino en el conflicto en rescate del dictador.
El 30 de septiembre de 2015, Moscú anunció una operación militar en Siria. Putin alegó que el objetivo era combatir a la organización terrorista del Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). La presencia rusa en el país árabe se mantiene hasta la fecha, en la que ya es la mayor operación militar en el extranjero del Ejército ruso desde el colapso de la Unión Soviética. En un principio, el apoyo sólo sería a través de la Fuerza Aérea. Pero luego el Kremlin envió militares que actúan como policía militar. Asimismo, también hay informes sobre unidades paramilitares privadas. Específicamente las que responden al Grupo Wagner.
Si bien Rusia no lo reconoce, activistas opositores que investigan desde hace años la participación de mercenarios en las guerras de Ucrania y Siria aseguran que centenares de rusos combaten al lado de las tropas gubernamentales sirias. Según los activistas, estos mercenarios eran miembros de una compañía militar privada llamada Wagner, que tiene una base de entrenamiento en el sur de Rusia y que coordina sus operaciones con el Ministerio de Defensa.
Sumado al apoyo militar, Rusia también actúa como el gran defensor de Siria ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Desde el inicio de la guerra, Moscú ha vetado todos los intentos de las potencias occidentales de condenar al régimen de Al Assad.
Analistas sostienen que el primer gran objetivo de Rusia ante el estallido del conflicto sirio era regresar a Medio Oriente. Como ocurrió en América Latina, Rusia no tenía presencia en esa región después de la caída de la Unión Soviética. Hoy en día, Moscú está en Siria y Libia. Además, muchos especialistas consideran que Putin buscaba demostrar que su país era capaz de realizar complejas operaciones militares.
Pese a las justificaciones de Rusia respecto a su colaboración en la lucha contra el terrorismo, el Kremlin y el régimen de Al Assad han sido acusados de perpetrar ataques contra la población. El pasado mes de octubre Human Rights Watch (HRW) denunció que cientos de civiles murieron en la ofensiva militar efectuada por las fuerzas de la dictadura siria con apoyo de Rusia entre abril de 2019 y marzo de 2020 para recuperar el control de Idlib, último bastión de Siria controlado por los rebeldes.
En su informe “Atacando la vida en Idlib”, la organización denunció decenas de bombardeos y ataques terrestres por parte de las fuerzas de Siria y Rusia contra hospitales, escuelas y mercados durante ese periodo. Además, identificó a diez altos cargos militares y civiles sirios y rusos implicados en estos crímenes de guerra por su responsabilidad de mando. Entre los posibles responsables de los abusos cometidos en el período analizado están Al Assad y Putin, en su calidad de jefes del Estado Mayor de sus respectivas Fuerzas Armadas.
Pese a que este despliegue militar le significa una gran inversión económica, para Putin es de suma importancia estratégica la presencia de Rusia en Siria. Actualmente, el país euroasiático cuenta con dos bases militares, ambas en el oeste de Siria: en Tartus (Marina) y Hmeimim (Fuerza Aérea). En mayo pasado, Estados Unidos acusó a Rusia de desplegar cazabombarderos de su propia fuerza aérea en Libia, en apoyo de los mercenarios rusos que ya están peleando junto a las fuerzas del Ejército Nacional Libio (LNA) de Jalifa Haftar, una de las dos fuerzas que combaten en la guerra civil en ese país. Las aeronaves se habrían trasladado desde la base Hmeimim en Siria.
Mientras Putin alimenta su obsesión expansionista, Siria lleva años desangrándose. Y los balances de la guerra -que aún no termina- hablan por sí solos. Se estima que la cifra de muertos se ubica entre los 300.000 y los 470.000. Asimismo, como consecuencia del conflicto armado y la crisis humanitaria, en 2016 cerca de 11 millones de sirios -la mitad del total de la población- se vieron obligados a huir.
Tropas rusas en Nagorno Karabaj y Sudán
El más reciente conflicto armado se originó en ese territorio en disputa entre Armenia y Azerbaiyán. 44 días de enfrentamientos dejaron centenares de civiles y militares muertos en ambos bandos.
Las partes llegaron a un acuerdo para poner fin a los enfrentamientos, con la mediación de Rusia. Para vigilar que se respeta este pacto, que consagra la victoria de Bakú en importantes territorios y prevé la evacuación de los armenios de algunas zonas, Moscú comenzó a desplegar estos últimos días una fuerza de “mantenimiento de la paz”.
El pasado 11 de noviembre el Ejército ruso anunció que sus fuerzas de paz tomaron control del corredor de Lachin, zona que une Armenia con la región de Nagorno Karabaj. El despliegue incluye dos mil soldados de las fuerzas rusas, 20 aviones, 90 vehículos armados y 380 automóviles y equipamiento especial.
Las fuerzas se desplegarán por un plazo de 5 años, con la prolongación automática por otro lustro, si las partes no expresan el deseo de denunciar ese artículo. Según los cálculos de Putin de finales de octubre, la nueva guerra se había cobrado 5.000 vidas desde que estallara el 27 de septiembre.
Turquía, aliada de Azerbaiyán, ha extendido su influencia en la región. Oficiales rusos y turcos firmaron documentos para crear un centro conjunto de supervisión que garantice el cumplimiento del acuerdo de paz.
Este despliegue de tropas rusas fue visto con recelo y desconfianza por parte de Occidente, ya que garantizar a Moscú una presencia militar en la zona por varios años. Tras el acuerdo alcanzado, Francia pidió a Rusia aclarar las “ambigüedades” sobre el cese al fuego en Nagorno Karabaj. El ministro de Relaciones Exteriores, Jean-Yves Le Drian, sostuvo que “se deben aclarar las ambigüedades sobre los refugiados, sobre la delimitación del cese al fuego, sobre la presencia de Turquía, sobre el regreso de los combatientes, y el inicio de negociaciones sobre el estatuto del Alto Karabaj”.
Otra zona que está en la mira de Rusia es África. Allí prevé la creación en Sudán de una basa naval en el Mar Rojo para abastecer su flota, según un proyecto de acuerdo con este país del noreste de África.
El documento firmado por ambas partes contempla el establecimiento de “un centro de apoyo logístico” en el que se realizarán “reparaciones, operaciones de abastecimiento y descansarán los miembros” de la marina rusa. La base acogerá a un máximo de 300 soldados y personal civil y en ella podrán acostar cuatro embarcaciones, incluso buques de propulsión nuclear.
Durante los últimos años, Rusia, con una presencia creciente en África, estrechó sus vínculos con Sudán tanto en el ámbito militar como en proyectos de energía nuclear para producir electricidad. Moscú y Jartum pactaron en mayo un acuerdo de cooperación militar de siete años.
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