Los vientos cruzados ocasionados por la Primavera Árabe provocan sentimientos ambivalentes. La mayoría de los ciudadanos de los once países que se levantaron contra los dictadores y autócratas que los gobernaban en 2010 no se arrepienten de haber protagonizado esas “revoluciones”. Pero también creen que hoy en día viven en sociedades mucho más desiguales que en la década anterior. Una inédita encuesta realizada por Guardian-YouGov, en nueve de esos países en los que se entrevistó a 5.275 personas de todos los géneros y grupos de edad sugiere que los sentimientos de desesperanza y privación de derechos que alimentaron este turbulento capítulo en Oriente Medio no han hecho más que aumentar, aunque la mayoría de la gente apoya los movimientos de protesta, salvo en los países en los que derivaron en una guerra civil.
Esa misma sensación se vive en Túnez, tal vez el país donde el levantamiento popular fue más exitoso. Allí comenzó todo cuando Mohamed Bouazizi, un vendedor callejero de frutas de 26 años, se inmoló como protesta contra la intransigencia y la represión de las autoridades. Ahora, un boulevard de la capital tunecina lleva su nombre y en su pueblo de Sidi Bouzid, donde ocurrieron los acontecimientos, el edificio de la gobernación está cubierto por una enorme imagen suya realizada en hierro al estilo de la del Che Guevara en La Habana o la de Eva Perón en Buenos Aires. Su familia directa emigró a Canadá. Y un primo, Qais Bouazizi, el único pariente más cercano, aseguró a The Guardian que llevar ese apellido es en este momento “una desgracia”.
La sensación de estar peor que antes de la primavera árabe fue, como era de esperar, mayor en Siria (75% de los encuestados estuvieron de acuerdo), Yemen (73%) y Libia (60%), donde las protestas callejeras dieron lugar a guerras civiles e intervenciones extranjeras que destruyeron a los tres países. La encuesta también abarcó Egipto y Túnez, donde los gobernantes autoritarios de larga data fueron derrocados a principios de 2011, así como Argelia, Sudán e Iraq, que inicialmente sólo presenciaron disturbios de pequeña escala hace una década, pero donde desde entonces han surgido importantes movimientos contra el régimen de turno. Menos de la mitad de los encuestados en Egipto, Irak y Argelia dijeron que estaban en peor situación que antes de 2010; pero en ninguno de los tres casos más de una cuarta parte de las personas dijeron que tampoco estaban mejor.
La inmolación de Buazizi, el 17 de diciembre de 2010, fue el catalizador del descontento y las ansias de mayores libertades que se extendieron por la región. Un mes más tarde, tuvo que huir del país el autócrata presidente, Zine el Abidine ben Alí, que permanecía en el poder desde 1987, y se refugió en Arabia Saudita. A partir de entonces, se desató un caótico proceso que terminó en unas elecciones creíbles y hoy Túnez, se podría decir, que es el país que mejor emergió de la revuelta. Pero también dejó una enorme desilusión. Se manifiesta en estos dos datos: es el país del que más jihadistas per cápita contribuyó a los grupos terroristas; y es el país de mayor cantidad de inmigrantes indocumentados que llegaron a Italia, cruzando el Mediterráneo en botes endebles. Ben Alí murió el año pasado en Ryad por un cáncer de próstata.
Ese primer éxito de las protestas en Túnez rompió con la imagen de inamovilidad de los gobiernos y dio esperanzas de cambio a la población, que salió en masa a las calles para exigir la renuncia de sus líderes o al menos cambios que derivaran en una mejora de su calidad de vida. Las armas más potentes y letales que se usaron fueron las recientemente estrenadas, en esa región, redes sociales. Las protestas se organizaban a través de Twitter y Facebook. El siguiente golpe ocurrió en Egipto. En febrero perdió el poder Hosni Mubarak, tras una represión que dejó cerca de 800 muertos. Las enormes manifestaciones en la histórica plaza de Tahrir, derivaron en unas elecciones que ganaron los Hermanos Musulmanes (la organización islamista más antigua del mundo árabe) y llevaron a Mohamed Morsi al poder. La radicalización del gobierno llevó a nuevas protestas y los militares volvieron al poder con un golpe de Estado que ungió como presidente al general Abdel Fatah al-Sisi. Una victoria pírrica para la primavera egipcia.
Inmediatamente después de las protestas de El Cairo, vinieron las de Siria. Allí, el dentista transformado en dictador Bashar Al Assad, lanzó una represión que derivó en una guerra civil. En principio fueron las fuerzas pro democráticas apoyadas por Occidente contra las fuerzas del ejército del régimen. Pero pronto, aparecieron nuevos actores que terminaron con la esencia de la revuelta. Decenas de grupos jihadistas se disputaron el territorio. Hasta que apareció el novedoso ISIS, un remanente de la red terrorista Al Qaeda de Osama bin Laden unidos a ex agentes del régimen iraquí de Saddam Hussein, que en pocos meses construyeron un “califato” con cuatro millones de habitantes y borraron la frontera entre Siria e Irak. Cuando los kurdos, apoyados por las fuerzas especiales estadounidenses, terminaron con el Califato, la anarquía fue aún mayor. Aparecieron varios otros poderes con ansias de protagonismo regional: Rusia, Turquía, Irán, el Hezbollah libanés. El resultado es que la guerra civil aún sigue su curso, con al menos 400.000 muertos y cinco millones de desplazados, y que Bashar al Assad continúa en el poder en Damasco.
En Libia todo comenzó el 17 de febrero de 2011. La “yamahiriya”, el gobierno del brutal y extravagante Muammar al-Gaddafi se enfrentó militarmente contra diferentes grupos opositores organizados en el llamado Consejo Nacional de Transición que tenían el apoyo, principalmente Francia, y los países de la OTAN. Los rebeldes se hicieron fuertes en la ciudad petrolera de Bengasi. En agosto, Gaddafi y su familia abandonaron Trípoli y se refugiaron en Sirte. La aviación aliada bombardeó la zona por casi dos meses hasta que el dictador intentó otra huida el 20 de octubre. Los misiles lanzados desde drones estadounidenses alcanzaron la caravana. El resto lo hicieron unos milicianos de que venían de la ciudad de Misrata. Gaddafi fue el único líder depuesto en morir en manos de los rebeldes. Había gobernado con mano de hierro por 42 años. En 2015, el proceso libio derivó en una guerra civil que continuó hasta ahora, más allá de un cese al fuego que rige en este momento, y que también atrajo la atención de varios países de la región y Europa. Un remanente del ISIS mantiene campamentos en las zonas desérticas del país.
También, decenas de miles de yemeníes salieron a protestar contra el desempleo y exigir la dimisión del presidente, Alí Abdulá Salé, que cedió el poder en 2012 a su vicepresidente. Fue cuando se hicieron fuertes las milicias rebeldes de los huthis, apoyados por Irán, que en 2014 sumirían al país en una guerra civil con tintes regionales. Saleh sobrevivió con graves heridas a un atentado en su residencia y unos meses más tarde murió en un segundo atentado. Yemen ya era uno de los países árabes más pobres del mundo y la guerra provocó una mayor hambruna. La organización Save the Childen cree que unos 85.000 niños menores de 5 años murieron en los últimos tres años por malnutrición aguda.
Bahréin fue otro de los países en los que las protestas tuvieron especial importancia, encabezadas por shítas que denunciaban discriminación a manos de la gobernante dinastía sunita –aunque también fueron apoyados por sectores de la comunidad suní-. Y allí jugó la ancestral división de los musulmanes (entre las dos escuelas, la shiíta y la sunita), y Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (UAE) tomaron partido. El rey Hamad bin Isa al-Khalifa, se mantuvo en el poder y desde entonces funciona como tapón de las ambiciones expansionistas de Irán.
La “Primavera” también tuvo repercusiones en Marruecos, Argelia, Mauritania, Kuwait, Omán, Irán y Arabia Saudita, pero en estos casos los gobiernos lograron dominar la situación con reformas cosméticas y promesas de una mayor lucha contra la corrupción. Posteriormente, las protestas se replicaron en Argelia y Sudán, donde Abdelaziz Buteflika y Omar Hasán al Bashir, respectivamente, cayeron en 2019 ante la presión de las movilizaciones. Las manifestaciones en Argelia estallaron en 2019 cuando Buteflika, quien se encontraba impedido tras sufrir un derrame cerebral en 2013, anunció que se presentaría a un quinto mandato. Tuvo que renunciar y se llamó a nuevas elecciones en las que el opositor Abdelmayid Tebune se impuso en medio de una baja participación. La caída de Al Bashir, quien llegó al poder en 1989 a través de un golpe de Estado, tuvo lugar en una nueva asonada tras meses de manifestaciones por la crisis económica y la represión de las fuerzas de seguridad y grupos paramilitares. La transición abierta tras el acuerdo entre la junta militar y la oposición permitió alcanzar un cese al fuego con varios grupos rebeldes y la anulación de leyes discriminatorias, como la que regulaba la forma de vestir y el comportamiento público de las mujeres.
El Líbano fue otro de los epicentros. Allí, las manifestaciones provocaron la renuncia de Saad Hariri en octubre de 2019 en el medio de una crisis económica, social y política, y la sectarización del poder en el país. Las explosiones del 4 de agosto en el puerto de Beirut provocaron nuevas protestas que causaron la dimisión de su sucesor, Hasán Diab, quien sigue en funciones hasta que Hariri -designado nuevamente- logre armar un nuevo gobierno.
Irán, que es musulmán shiíta no árabe, también tuvo miles de personas en las calles de Teherán protestando por la mala situación económica, en gran parte provocada por las sanciones occidentales por el incumplimiento del pacto nuclear. El régimen de los ayatollahs respondió con brutalidad salvaje y dejó cientos de muertos. La represión fue la más sangrienta desde que la Revolución Islámica se hizo con el control del Estado hace 40 años. Las manifestaciones comenzaron en noviembre del año pasado por el aumento en el precio de la nafta. Los iraníes consideran que la nafta barata es casi un “derecho de nacimiento”. Las marchas sorprendieron al régimen teocrático por su inusitado apoyo y extensión a lo largo del país. Tuvo que bloquear Internet por varios días para doblegar a los jóvenes que salían a las calles convocados a través de las redes sociales y en forma sorpresiva.
Irak también tuvo su escenario de violencia en octubre de 2019. Aquí también fue provocada por la corrupción rampante de todo el espectro político y la muy mala situación económica. Las movilizaciones, que se saldaron con cientos de muertos, provocaron la renuncia del primer ministro, Adel Abdul Mahdi. Su sucesor, Mostafá al Kazemi, se comprometió a investigar la muerte de manifestantes e impulsar una serie de reformas.
Más allá del sentimiento popular de que el sacrificio en las protestas no llevó a una mejora sustancial en la calidad de vida, el efecto más importante de la Primavera Árabe es que derribó el llamado “muro del miedo” ante los regímenes autocráticos. Los levantamientos acabaron con la sensación de pasividad y conformismo que transmitían las sociedades árabes. También hay un sentimiento generalizado de que los líderes de las protestas fueron abandonados o incomprendidos por los países europeos, temerosos de que por la rendija del cambio se colara el islamismo radical y eso afectara a su seguridad. En igual o parecida medida, Estados Unidos mantuvo una actitud expectante, preocupada la Casa Blanca por la posibilidad de que la protesta social cambiara el ecosistema político árabe de forma radical y ello amenazara a Israel. Por no hablar del miedo generalizado en Occidente a que la movilización afectara a la estabilidad de los precios del petróleo y a la fluidez del suministro. Todo indica que ésta primavera política de diez años apenas está viendo crecer unos pocos brotes y que tendrá muchos más capítulos.