A mediados del siglo XVI, el monje ortodoxo Filoféi proclamó que Rusia sería la Tercera Roma. “Dos Romas cayeron, la tercera se mantiene en pie, y no habrá una cuarta”, aseguraba. Su particular visión geopolítica decía que la Primera Roma, el centro del cristianismo, había caído por la apostasía; que Constantinopla ortodoxa se convertiría en la verdadera capital del cristianismo y sería la Segunda Roma; pero ésta también caería, esta vez en manos de los otomanos, y entonces Moscú florecería como la primera gran ciudad ortodoxa independiente, que unificaría las tierras rusas, la Tercera Roma. Fue la base filosófica que acompañó al gran expansionismo y la creación del Imperio Ruso. En 1542, conquistaron Siberia Occidental, en 1620 la Central, y en 1650 la Oriental. En 1671, llegaron al océano Pacífico y, en 1742, cruzaron el estrecho de Bering, dando inicio así a la exploración de Alaska. Y más allá de algunos retrocesos, la idea imperial marcó el rumbo la nación hasta su final en 1991 cuando se disolvió la Unión Soviética. Vladimir Putin vino a restaurar ese sentimiento y 30 años más tarde, Rusia está nuevamente en plena expansión global. “Una parte importante de la sociedad rusa todavía está unida a la idea de tener una especie de imperio”, dice el analista de política internacional Konstantin von Eggert.
El último zarpazo del oso se produjo hace apenas unos días en Nagorno-Karabakh, el enclave disputado por Armenia y Azerbaiyán, las dos ex repúblicas soviéticas. El Kremlin apoyaba la posición de Armenia hasta que los azeríes, con la ayuda de Turquía lograron recuperar parte del territorio del enclave. Fue cuando Vladimir Putin propuso un acuerdo de paz y envió a las tropas rusas a imponerlo. El jueves, el gobierno azerí festejó la victoria con un gran desfile patriótico. Pero el verdadero triunfador es Rusia. El enclave disputado ahora está controlado por las fuerzas enviadas por Moscú. Y su principal interés no es mantener la paz en esta zona del sur del Cáucaso sino contener el avance turco. Turquía ya es un rival del llamado “patio trasero” de Moscú. El nacionalismo represivo del régimen de Erdogán pretende restaurar las glorias y la influencia que tuvo el Imperio Otomano en el Cáucaso.
Los intereses de Rusia y Turquía también se entrecruzan en Siria. En febrero de este año estuvieron a punto de enfrentarse militarmente cuando un bombardeo ruso en la zona de Idlib, el último bastión de la oposición al régimen de Bashar al Assad, mató a 33 soldados turcos. La aviación rusa opera en favor del régimen sirio y el ejército turco intenta contener allí a sus aliados dentro de la guerra siria y evitar una nueva ola de refugiados. En Turquía ya hay 3,7 millones de desplazados que están creando inestabilidad social y económica. Para disuadir a los turcos, el Kremlin envió dos buques de guerra equipados con misiles de crucero a aguas sirias en el Mediterráneo. Y todo terminó en un acuerdo de mayor cooperación entre las tropas para evitar nuevos episodios de este tipo. La realidad es que ambos bandos se mantienen en la mira.
Rusia comenzó su operación militar en Siria el 30 de septiembre de 2015. Según el presidente Putin, el objetivo era combatir al ISIS y destruir su Califato. Una operación que se convirtió en el mayor y más largo despliegue en el extranjero del Ejército ruso desde el colapso de la Unión Soviética. Inicialmente, sólo la Fuerza Aérea debía apoyar al Ejército sirio. Pero Moscú mandó luego infantes de marina y miles de mercenarios del denominado Grupo Wagner, un ejército de paramilitares controlado por el Kremlin. Pero el objetivo final de Rusia no era sólo apoyar al régimen de Al Assad. Así lo explica Markus Kaim, de la Fundación Ciencia y Política (SWP), con sede en Berlín: “El primer objetivo era el regreso a Medio Oriente. Después del fin de la Unión Soviética, Rusia desapareció de la región. Ahora está en Siria y Libia. El segundo objetivo era impedir lo que Moscú consideraba ‘una revolución ilegal’ en su patio trasero, es decir, el intento de la oposición de derrocar a Assad. Y el tercer objetivo era demostrar que Rusia era capaz de realizar operaciones militares de envergadura. Esto también fue un éxito. Muchos nuevos sistemas de armas han sido ensayados con éxito”. Rusia tenía otro interés muy importante para su influencia en la región: resguardar la base de Tartus, la única que posee sobre el Mediterráneo.
A principios de agosto de 2020, Putin salió a defender a otro aliado, el autócrata presidente de Bielorrusia, Aleksander Lukashenko. Cientos de miles de bielorrusos estaban en ese momento en las calles de Minsk reclamando por el fraude electoral contra la opositora Svetlana Tikhanovskaya, que pronto tuvo que partir al exilio para evitar que la maten. Bielorrusia es esencial para la seguridad rusa. El país limita al oeste con los miembros de la OTAN, Polonia, Lituania y Letonia. Al sur, con Ucrania y al este con Rusia. “Bielorrusia no es neutral como Suiza, Suecia o Finlandia”, comentó a la DW, Gustav Gressel del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR), un think tank de Bruselas. “Pertenece a la alianza militar dominada por Rusia, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), y eso la convierte en un territorio esencial para su defensa”.
Algo parecido sucedió en Ucrania y la anexión de Crimea. La revolución ucraniana de fines de 2013, el Euromaidán (los sectores que querían integrarse a Europa), que culminó con la destitución de Víktor Yanukóvich, creo otro problema de seguridad para el Kremlin. Putin creía que Ucrania no podía salir de su radio de influencia y utilizó el conflicto en el sureste del país, de mayoría rusoparlante, entre algunos prorrusos y opuestos a los eventos ocurridos en Kiev, que reclamaban estrechar sus vínculos o inclusive integrarse con la Federación de Rusia, y los defensores del Euromaidán. Invadió la península de Crimea y la ciudad de Sebastopol que fueron escindidas de Ucrania por una serie de procesos político militares e integrados a la Federación de Rusia.
Y no es sólo en su patio trasero. También hay una fuerte expansión rusa en África donde ya invirtió más e 20.000 millones de dólares. Y donde también está estableciendo bases militares. El año pasado firmó un pacto con Sudán para establecer una nueva base naval en Port Sudán, en la costa del Mar Rojo, y anclar cuatro buques, entre ellos naves de propulsión nuclear, en las costas del país africano. Y en América Latina, particularmente en la Venezuela chavista, se registra el expansionismo ruso. Le provee de armas y apoya al régimen de Nicolás Maduro en los foros internacionales mientras sus empresas hacen grandes negocios en la minería, el turismo y el petróleo. A principios de año, estuvo en Caracas el canciller Serguéi Lavrov quien anunció un acuerdo de cooperación técnico-militar para “incrementar la capacidad de defensa” del país sudamericano frente a posibles “amenazas armadas”. Y en la última semana, después de las elecciones legislativas sin oposición y en las que votó menos de un 30% del padrón, la portavoz de la Cancillería de la Federación de Rusia, María Zajárova, dijo que habían sido “legítimas” a pesar de la opinión contraria generalizada. “El resultado principal de las últimas elecciones en Venezuela fue la formación de un poder legislativo legítimo (...) para los próximos cinco años”.
Y todas estas maniobras rusas tienen un denominador común. No importa con quién sea la alianza si “los intereses nacionales están en juego”. De esa manera, el Kremlin termina apoyando a regímenes autocráticos sin sistema democrático creíble. No existe el respeto a los derechos humanos en Siria, ni en Bielorrusia, ni en Venezuela. Tampoco usa su enorme influencia en promocionar un sistema más participativo. Todo lo contrario. Fracasó cuando invadió Afganistán en 1979 y su retirada en 1992 reavivó la guerra civil y terminó en el ascenso de los talibanes. En Siria, suma acusaciones de matanzas y bombardeos indiscriminados para apuntalar un régimen despótico como es el de Al Assad. En África consiguió los mejores acuerdos en los países con peor calidad institucional. Y en Venezuela, los parapoliciales rusos entrenan a los grupos de choque chavistas, los colectivos. La “Tercera Roma” proclamada por Filoféi padece de los mismos males que las dos primeras.