Los uigures son un grupo étnico que vive en las regiones del noroeste de la República Popular China, principalmente en la zona de Xinjiang. También se encuentran en países como Kazajistán, Kirguistán y Uzbekistán. En el gigante asiático son casi 12 millones. En su mayoría, musulmanes sunitas.
El nivel de persecución en su contra es extremo. Pese a algunas denuncias, el régimen chino durante mucho tiempo montó un complejo sistema represivo, con campos de concentración incluidos. En 2018, Beijing pasó de negar la existencia de esos centros clandestinos de reclusión, a llamarlos “centros de educación y formación profesional”.
En diciembre pasado, las autoridades de Xinjiang anunciaron que los campamentos se habían cerrado y que todos los detenidos se habían “graduado”. Naciones Unidas, no obstante, ha dicho que cuenta con informes creíbles que confirman que un millón de musulmanes han sido detenidos -y forzados a trabajar- en esos campos, donde además se les obliga a denunciar su religión y su idioma y se les maltrata físicamente, al punto de que ha habido reportes sobre esterilizaciones forzadas.
Documentos oficiales filtrados, imágenes satelitales, y los relatos de los propios sobrevivientes desnudaron ante la comunidad internacional lo que ocurre en China desde hace años.
En un artículo publicado esta semana, The Economist fue contundente respecto a esta situación: “La persecución de los uigures es un crimen contra la humanidad”. La revista británica justifica esa opinión indicando que en el gigante asiático existe “traslado forzoso de personas, encarcelamiento de un grupo identificable y desaparición de individuos”. Una estructura represiva “impuesta sistemáticamente por un gobierno”. La calificó, además, como “la violación más extensa en el mundo actual del principio de que los individuos tienen derecho a la libertad y la dignidad simplemente porque son personas”.
“El régimen está decidido a aterrorizarlos hasta la sumisión y forzarlos a asimilarse a la cultura Han dominante”. Los propios reclusos han denunciado que en los campos de concentración se les enseña a “renunciar al extremismo” y a poner su fe “en el pensamiento Xi Jinping”, en lugar del Corán. Si algún prisionero reconoce la existencia de un Dios, es golpeado por los guardias chinos. “El objetivo es aplastar el espíritu de todo un pueblo”.
El argumento del régimen es que el objetivo de esos centros de reclusión es eliminar cualquier pensamiento extremista en la región. Las autoridades sostienen que el refuerzo de la seguridad y “las clases anti extremismo” han hecho de Xinjiang un lugar más seguro. Pero los hechos marcan otra realidad. Si bien ha habido un puñado de ataques extremistas -el último en 2017-, las fuerzas de seguridad del régimen en lugar de atrapar a los pocos violentos, han puesto a todos los uigures en una prisión al aire libre.
Incluso los que están fuera de los campos tienen la obligación de asistir a sesiones de adoctrinamiento. Las familias, por su parte, deben vigilar a otras familias, y reportar comportamientos sospechosos.
Las evidencias señalan que cientos de miles de niños uigures han sido separados de sus padres. “Muchos de estos huérfanos temporales están en internados, donde son castigados por hablar su propio idioma”, indica The Economist.
Las reglas contra el exceso de hijos también se aplican de forma estricta contra las mujeres uigures. Algunas, de hecho, son esterilizadas. Los datos hablan por sí solos: la tasa de natalidad de los uigures en China cayó más del 60% entre 2015 y 2018. Sumado a esto, las mujeres son instadas a casarse con hombres de la etnia Han.
A raíz de esto, “China se encuentra en el extremo de una tendencia preocupante”. En ese sentido, la publicación británica recordó que, a nivel mundial, la democracia y los derechos humanos están en retroceso.
The Economist sostiene que “China está trabajando en los foros internacionales para redefinir los derechos humanos como algo que tiene que ver con la subsistencia y el desarrollo, no con la dignidad y la libertad individuales”. Esta semana, y pese a las innumerables denuncias, el gigante asiático fue elegido para el Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
El artículo insta a la comunidad internacional a “actuar” frente a la persecución contra la población uigur: “Los países deberían ofrecer asilo a los uigures y, al igual que Estados Unidos, aplicar sanciones específicas a los funcionarios abusivos y prohibir los bienes fabricados con mano de obra uigur forzada”.
El pasado mes de septiembre Washington anunció que prohibirá las importaciones de distintos productos elaborados en la región occidental china de Xinjiang, alegando que estos artículos se producen con trabajos forzados de la oprimida minoría musulmana Uigur.
“El gobierno chino abusa sistemáticamente al pueblo Uigur” y a otras minorías, dijo a la hora de realizar el anuncio Mark Morgan, el comisionado interino del Servicio de Aduanas y Protección de Fronteras (CBP, por su sigla en inglés). “El trabajo forzado representa un abuso atroz de los derechos humanos”, agregó.
Entre los artículos alcanzados hay algodón, ropa y dispositivos electrónicos de cinco compañías específicas en la región. También prohibió cualquier producto vinculado al “Centro de Educación y Entrenamiento de Habilidades número 4 del condado de Lop”, que el subsecretario interino de Trabajo, Ken Cuccinelli, dijo que funciona como un centro de trabajo forzado.
“No es un centro vocacional, es un campo de concentración donde minorías étnicas y religiosas son sometidas a abusos y forzadas a trabajar en condiciones horribles sin libertad alguna. Es esclavitud moderna”, expresó.
El CBP puede detener envíos en caso de tener sospechas de que se hayan dado trabajos forzados, en aplicación de leyes destinadas a combatir la trata de personas, el trabajo infantil y otros abusos a los derechos humanos. Un evento de esta naturaleza tuvo lugar a principios de julio, cuando la agencia confiscó alrededor de 13 toneladas de productos confeccionados con cabello humano provenientes de Xinjiang.
No obstante, no todos los países han reaccionado de la misma forma.
“China tratará de convencer a otros países de que la franqueza moral les causará daños económicos. No obstante, las democracias liberales tienen la obligación de llamar gulag a un gulag”, concluyó The Economist.
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