“Han dado la espalda al feminismo pre MeToo. Han declarado la guerra de sexos y, para ganarla, todos los métodos son buenos, incluso la destrucción moral del adversario. Los matices ya no existen”. Son algunas de las acusaciones que lanzó Elisabeth Badinter en una tribuna pública en Le Journal du Dimanche, contra las nuevas generaciones de feministas muy radicalizadas en su discurso.
Badinter, cuyo nombre está asociado desde hace décadas a la lucha feminista, señala el hecho de que el movimiento MeToo y la ola de denuncias de abusos que desató han pasado por encima de principios tan universales como la presunción de inocencia y el derecho a la defensa.
“Armadas con un pensamiento binario que ignora la duda, se preocupan poco por la búsqueda de la verdad, compleja y muchas veces difícil de cernir”, escribió. “A ese primer dualismo -siguió diciendo- se agrega un segundo, igualmente discutible: las mujeres, pase lo que pase, son víctimas inocentes -y lo son muchas veces, pero no siempre-, los hombres, predadores y agresores en potencia”.
Badinter apuntó en particular contra la activista LGTB Alice Coffin, de quien citó dos frases muy representativas de la ideología que la inspira: “No tener marido, me expone más bien a no ser violada, no ser asesinada, no ser golpeada”. La segunda fue su invitación a las mujeres “... a hacerse lesbianas y a prescindir de la mirada de los hombres”.
No es original Coffin. Ya la directora del Instituto de la Mujer de España, Beatriz Gimeno -también activista LGTB-, había escrito en un paper que: “La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino que es una herramienta política y social con una función muy concreta que las feministas denunciaron hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres”.
Por lo tanto, sigue, “las feministas lesbianas defendemos que el lesbianismo es una opción de vida”. Y casi un camino de liberación.
Para esta corriente, sólo cabe el separatismo, porque el hombre es la mayor amenaza para la mujer
Para el feminismo radical, escribió Elisabeth Badinter, “las perversas, las mentirosas y las vengativas no existen”. Llevadas al extremo las premisas de ese movimiento, “sólo cabe el separatismo, porque el hombre es la amenaza más peligrosa para la mujer”, deduce.
“Evocar la violencia femenina está prohibido -escribe Badinter-. Cuando se insiste, se recibe siempre la misma respuesta: si hay violencia femenina, es para defenderse de la de los varones. La violencia física no está inscripta en el genoma de las mujeres. La violencia psicológica tampoco. Tal vez se estén olvidando un poco rápido las violencias conyugales que sufren los hombres, y que son objeto de una negación colectiva”. La filósofa cita en apoyo las estadísticas oficiales de Francia del año 2019 que indican que “más de un cuarto -28%- de las víctimas de violencia conyugal física o sexual autodeclarada son hombres”.
“Hablar de esto sería relativizar la violencia de la que son víctimas las mujeres, y en consecuencia traicionar su justa causa. Por las mismas razones, se finge ignorar la parte de responsabilidad materna en las violencias infligidas a los niños. Si la pedofilia es esencialmente masculina, los golpes y otros maltratos, incluso sexuales, se operan frecuentemente con la complicidad de la madre”, señala Badinter. Pero en esos casos “a lo sumo se habla de no asistencia a persona en peligro”.
Para estas feministas ultra, sigue diciendo Badinter, como “la palabra de las mujeres es sagrada (…), se puede prescindir del filtro de la justicia”.
“El linchamiento mediático y la puesta en la picota se aplican de inmediato. Las acusadoras, sólidamente apoyadas en las redes sociales” juzgan “con la velocidad de un clic”, describe. “Las consecuencias son abrumadoras para el acusado puesto en el banquillo. Es una muerte social, profesional y a veces familiar. Ya no es mirado de la misma forma, se vuelve sospechoso y todo intento de explicación y de defensa será vano”.
Badinter cita el caso de tres hombres “arrojados a los perros antes de que la justicia los lavara de las acusaciones formuladas” y señala que “las manifestantes que reclaman la ‘tolerancia cero’ para los acusados de agresión sexual no tienen nada que decir de quienes han mentido o fabulado”.
Y sobre esto concluye: “Esa diferente vara es consecuencia de una lógica bipolar y de un sorprendente desconocimiento de los seres humanos. Sospechando a unos de todos los vicios y cubriendo a otros con el manto de la inocencia, las activistas neofeministas nos llevan directamente a un mundo totalitario que no admite ninguna oposición”.
Por último, la filósofa se burla de “la solución propuesta” de “hacerse lesbianas o apartarse de la mirada de los hombres”. “No puede más que desatar una gran carcajada. No valdría la pena mencionarla si no fuese la expresión abrupta de un odio a los varones que algunas no están lejos de compartir. Este neofeminismo guerrero conlleva el riesgo de deshonrar la causa del feminismo (...). Todos habrán perdido, en primer lugar las mujeres”, sentencia.
Fueron varias las que se pusieron el sayo. Pero las réplicas no estuvieron a la altura de la crítica, sino que apuntaron a la descalificación personal -"es una mujer blanca (sic), rica, poderosa, no necesita el feminismo para proteger su estatus social"-; otras calificaron su columna de “ultrajante e imbécil”; o bien echaron mano del pasado señalando que Badinter no apoyó la ley de paridad en política -confirmando que no aceptan el disenso- o su respaldo a Dominique Strauss Kahn durante el escándalo que sacó de la carrera presidencial al ex director del FMI.
Acostumbradas a que nadie las contradiga, especialmente los varones a los que tienen con la espada de Damocles permanentemente sobre la cabeza -una denuncia de abuso no se le niega a nadie-, las neofeministas reaccionaron con furia.
Contra ellas, sólo se animan las Badinter, las feministas de antes, mujeres de otras generaciones, como las que actrices y escritoras -Catherine Deneuve y Catherine Millet, entre otras cien- que en enero de 2018 publicaron un manifiesto en el diario Le Monde denunciando una campaña de delación y de acusaciones públicas contra varones que, sin posibilidad de responder ni defenderse, eran tildados de agresores sexuales.
Las firmantes del texto se mostraban alarmadas por los excesos de esa campaña, que en Francia se llamó #Balancetonporc (“denuncia a tu puerco”), en particular por la amalgama que se hacía entre situaciones de seducción “torpes” o “desubicadas” con la violación. Advertían que estas exageraciones podían crear un clima en el cual ya no se podría “decir más nada” ni tampoco “draguer” (seducir).
Si en un tiempo las feministas rechazaban airadas la chicanera identificación entre feminismo y lesbianismo, hoy las activistas LGTB, que han pasado del orgullo al proselitismo agresivo, copan los titulares y las redes con sus movidas ultra y sus escraches contra una violencia machista de la que todos los varones son culpables.
De estos ataques, no se salvan las feministas tradicionales, a las que ni su militancia de años ni sus logros preservan de la furia lesbo-feminista. Lo experimentó en carne propia la alcaldesa de París, Anne Hidalgo.
Militante feminista y miembro del Partido Socialista, fue la primera mujer en dirigir la municipalidad de la capital francesa, de la que ya había sido funcionaria y justamente a cargo del área de Igualdad Mujeres-Hombres a comienzos de los 2000.
Hidalgo acaba de ser reelecta, y en su campaña este año prometía hacer de París una “capital feminista”. Pero la “nouvelle vague” del movimiento de mujeres tiene pocos puntos de contacto con ese feminismo más tradicional al que pertenece Hidalgo.
De hecho, dos legisladoras de París lanzaron una virulenta campaña para destituir al adjunto de Cultura de Hidalgo, Christophe Girard, forzándolo a presentar su renuncia por supuesta complicidad con un escritor acusado hoy de pedofilia.
En su renuncia, Girard denunció “el clima deletéreo que se vive”, en el que “se pisotea nuestro Derecho y el Código Penal”. Y una indignada Anne Hidalgo le hizo eco: “¿En qué democracia vivimos cuando el derecho es pisoteado por el rumor, las amalgamas y las sospechas?”
Para colmo, las promotoras de la campaña contra Girard pertenecen ambas al partido Europa Ecología - Verdes, aliados de la socialista Hidalgo.
El reproche que se le hacía al ahora ex funcionario es que, en los años 90, cuando estaba en la actividad privada, había sostenido financieramente al escritor Gabriel Matzneff, hoy procesado por “violación de menor”, por un vínculo con una adolescente de 15 años.
Imaginemos el humor de Anne Hidalgo cuando le organizaron una manifestación con carteles que decían “Municipalidad de París: bienvenidos a Pedolandia”.
Una de las organizadoras de los escraches contra Girard, fue justamente Alice Coffin, la activista LGTB citada por Badinter. Sobre ella, la editorialista Elisabeth Lévy, de la revista Causeur, escribió: “Su problema no es sólo el patriarcado, ni siquiera el hombre blanco, que debe ser privado de todos sus privilegios, sino la heterosexualidad”.
Y, más en general, sobre la corriente que encarna, Lévy dijo: “Aunque su enemigo, el patriarcado, ya es ampliamente imaginario, los golpes (de estas feministas) son reales. Cuando clavan sus dientes en una pantorrilla, es para matar. Y con frecuencia lo logran. Ni el confinamiento ni el verano calmaron sus ardores”. “(Coffin) ya consiguió la cabeza de Christophe Girard, culpable de haber almorzado con Gabriel Matzneff”, agregó.
Girard negó conocer los hechos que hoy se le reprochan a Matzneff. Entonces, como esa acusación no parecía suficiente para pedir su cabeza, como por casualidad surgió una denuncia de supuesta pedofilia del propio Girard: un hombre que mantuvo con él "una relación consentida, pero lamentada” (sic), lo acusa de abuso varias décadas después... Como hoy todo se revisa a la luz del totalitarismo de género, hay quienes, a 20 años de los hechos, viven la epifanía de haber sido violados o abusados ...
“Relación consentida y lamentada” es la nueva definición de violación que puede traer mucha cola, ya que le cabe a cualquiera.
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