La directiva de Vladimir Putin fue inapelable y no dejó lugar a dudas. Una orden que recordaba las metas que obligaba a cumplir el régimen soviético en épocas de Guerra Fría. Por entonces, no importaba si se trataba de una carrera con vallas, en algunos Juegos Olímpicos, o la carrera para conquistar el espacio. Lo importante era llegar primero a como dé lugar. Ahora, ese tiempo pretérito parece haber vuelto al presente, como un deja vú. Fue en abril, cuando el presidente ruso reunió a los científicos más destacados del país junto a sus funcionarios del área sanitaria y les ordenó que debían desarrollar de forma urgente una vacuna para vencer al coronavirus.
Durante esa videoconferencia no hubo amenazas de confinamientos siberianos, como en épocas de la Unión Soviética cuando ese destino era regido por el Gulag. Pero ninguno de los presentes querría amanecer con la noticia que otro país había creado la pócima que podría terminar con la pandemia del COVID-19. Fue así como cuatro semanas después de aquella reunión, Alexander Gintsburg, director del Instituto para Epidemiología y Microbiología Gamaleya, anunció que ya habían encontrado una vacuna, según publicó The Wall Street Journal. en un artículo firmado por Georgi Kantchev y Thomas Grove.
Gintsburg estaba convencido de la efectividad del descubrimiento que pondría fin al brote de Sars-CoV-2. Fue por eso que ordenó que parte de su staff se inyectara una dosis para demostrar que era segura para la población. Putin, contento, dio su bendición. Demoró unos meses en hacer pública la noticia. El pasado 11 de agosto convocó a los medios y dio el pomposo anuncio. “Esta mañana, por primera vez en el mundo, se ha registrado una vacuna contra el nuevo coronavirus”, dijo Putin. “Sé que es bastante eficaz, que otorga una inmunidad duradera”, agregó. Se sentía victorioso en su carrera contra las demás potencias.
Pero la buena nueva que quiso instalar el Kremlin fue rápidamente cuestionada por organismos serios e internacionales. Alemania, Estados Unidos, Reino Unido y hasta la Organización Mundial de la Salud (OMS) pusieron en duda la seguridad de la vacuna de Putin. Mucho más cuando se filtró un documento del propio gobierno ruso en el que se admitía que las dosis no debían suministrarse a dos grupos etarios claves de la pandemia: los mayores de 60 años y los menores de 18. “Acelerar los progresos no debe significar poner en compromiso la seguridad”, advirtió la OMS. Se refería a que tan sólo había sido probada en 76 voluntarios al momento en que se presentó en sociedad.
Fue tal la importancia que le dio la jerarquía rusa a esta vacuna que la bautizó como Sputnik V, en referencia al primer satélite que la Unión Soviética lanzó al espacio. “Incluso el nombre dice que el objetivo de esto es obtener una ventaja geopolítica, ser el primero. Podría ser una gran vacuna. Pero simplemente no lo sabemos. Es una apuesta con la vida de las personas, una ruleta rusa”, dijo Konstantin Chumakov, un virólogo ruso miembro de Global Virus Network. Chumakov se fue de Rusia hace tiempo y está radicado en los Estados Unidos.
Por su parte, Vadim Tarasov, de la Universidad Sechenov y parte del equipo que supervisó los escasos ensayos de la “solución Putin” para el coronavirus, indicó que la vacuna era segura. “Cuán efectiva es, es otra cuestión”, admitió. Eso sí, se esperanzó: “Si tenemos una nueva ola (de contagios) en otoño, tenemos una herramienta segura que podemos usar”.
Los científicos rusos aceleraron modelos de vacunas que ya tenían estudiados. Se basaron, básicamente en la que estaban desarrollando para combatir el MERS y el ébola. Consiguieron las secuencias genéticas de sus colegas chinos y comenzaron a abocarse de inmediato en la misión que ya les había encargado Putin. El Instituto Gamaleya contaba con 100 investigadores trabajando sin descanso y apoyado por otros de San Petersburgo y Siberia.
Pero estaban atrasados comparados con sus colegas transnacionales del Reino Unido y los Estados Unidos. Mientras estos ya estaban anunciando que probarían sus fórmulas en humanos, los rusos comenzaban a hacerlo en ratones y conejos. Demasiado atrás por tratarse de una carrera. El Kremlin, entonces, decidió darles un empujón. Saltaron a los primates y de inmediato se inyectaron ellos mismos la pócima. Luego a 38 soldados. El Instituto -que tiene 130 años de historia y un gran prestigio internacional- había cometido algunas licencias inéditas para su vida.
Uno de los temores de esquivar todos los procesos de seguridad que requieren este tipo de campañas, es que de no generar inmunidad de largo tiempo o no tener información de cómo podría afectar a pacientes con riesgos previo podría ser un búmeran para combatir la epidemia. Una falsa expectativa podría generar en la gente la sensación de que pueden dejar sus casas sin consecuencias, lo que generaría una expansión del virus aún mayor.
Putin no se conforma y va por más. Ya anunció que una segunda vacuna podría estar lista durante este mes que apenas asoma. Nadie sabe cuántos voluntarios se la inyectaron o cuáles fueron los procesos de seguridad que cumplió. Quizás sea tan minúscula como la que prometió exportar a países de América Latina.
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