Hasta hace unas semanas, Svetlana Tikhanovskaya, era apenas la mujer de un bloguero disidente de Bielorrusia sin ningún interés en política, más allá de acompañar a su marido. Cuando el régimen de Aleksandr Lukashenko, el último dictador de Europa, envió a la cárcel al bloguero, Svetlana tomó una decisión extraña para todos: asumió el lugar de su esposo como candidata presidencial. Se unió a Maria Kolesnikova, una productora musical que trabajaba en la campaña de otro disidente encarcelado, el banquero Viktor Babryka, y con Veronica Tsepkalo, esposa de un ex embajador bielorruso en Washington ahora exiliado en Moscú. Las tres mujeres se propusieron terminar con una dictadura de 26 años, la última de la periferia europea.
Tikhanosvskaya terminó en el exilio, en Lituania, después de denunciar un fabuloso fraude en las elecciones del 9 de agosto en las que Lukashenko dijo haber obtenido más del 80% de los votos. Pero dejó el Caballo de Troya en Minsk: un pueblo movilizado en forma masiva por primera vez en décadas que exige la renuncia del dictador. El domingo pasado se manifestaron más de 200.000 personas en el corazón de la capital bielorrusa. La protesta estuvo encabezada por mujeres vestidas de blanco, descalzas, que entregaban flores a los soldados preparados para la represión. En la semana se sucedieron duros enfrentamientos que terminaron con al menos 10 muertos y casi 7.000 presos. Lukashenko se mostró desafiante hasta que fue a hablar a un grupo de trabajadores de una fábrica dominada por el sindicato oficialista y todo se le dio vuelta. Lo abuchearon hasta que se tuvo que ir y se inició una huelga que comenzó a tener un efecto dominó hasta que esa misma noche, el set del noticiero de la televisión estatal apareció vacío ante la audiencia. Los periodistas se unieron al paro.
Lukashenko jugó la misma carta de siempre: una amenaza externa indeterminada mientras hace equilibrio entre una Rusia que no quiere perder un aliado importante y una Europa que busca sumar a Bielorrusia a su mercado único con un gobierno democrático. El dictador ordenó a la KGB (Bielorrusia es el único país de la antigua Unión Soviética que no cambió el nombre a sus servicios secretos) que identifique los “canales de financiación de los disturbios”. Asegura que las movilizaciones ciudadanas se impulsan desde el exterior. El Ejército se encuentra en “plena preparación para el combate” y desplegado en todas las fronteras, incluida la de Rusia. Es, según el régimen, para “controlar cualquier entrada de tropas o armas” y para “prevenir cualquier provocación”. “Si alguien piensa que el gobierno se inclinó y se tambaleó, está equivocado”, dijo el dictador en una de sus apariciones televisivas. “No vacilaremos”.
El futuro de los bielorrusos, sin embargo, pasa en cierto modo por Moscú o por Bruselas. El escenario pareciera ser similar al de la crisis de Ucrania de 2014 cuando Rusia invadió Crimea como respuesta al acercamiento del gobierno de Kiev a la Unión Europea. Pero aquí aparecen otros elementos particulares. Los bielorrusos se sienten mucho más cerca de las posturas y la cultura de Moscú que las de los europeos. Quieren deshacerse de un dictador, pero no perder su identidad eslava. Buscan una mayor libertad. La pandemia de la covid-19 y la crisis económica que provocó, encendieron aún más el deseo de cambio.
Pero el factor geoestratégico mantiene al país dentro de la grieta de la puja entre la UE y Rusia. Bielorrusia tiene grandes lazos económicos y políticos con Moscú, pero también históricos con algunos socios europeos, como Polonia y Lituania. Para Putin, Bielorrusia es la pieza más occidental de la Unión Económica Euroasiática, el remedo del mercado común que Moscú promueve desde hace años sin demasiado éxito. Desde la invasión de Crimea, Lukashenko se distanció abiertamente de algunas de las políticas de Putin. Bruselas aprovechó el hueco y potenció la relación con Minsk dentro del llamado Partenariado Oriental de la UE, un marco de relaciones del que también forman parte otras áreas de fricción con Putin como Ucrania, Moldavia, Georgia o Armenia. “El pueblo de Bielorrusia tiene derecho a decidir su propio futuro. No debe haber interferencias externas”, dijo el presidente del Consejo Europeo, tras la cumbre entre la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Emmanuel Macron en la que acordaran imponer sanciones contra los dirigentes bielorrusos a los que se considera responsables de la manipulación de las elecciones y de la violencia contra las manifestaciones. Con palabras casi idénticas a las de Bruselas, se expresó el Kremlin.
Lukashenko utilizó desde siempre las tensiones ruso-europeas, pasando de la retórica anti-rusa a la antioccidental para conseguir descuentos en los precios de la energía rusa de la que depende. Todo esto enfureció a Vladimir Putin y a principios de este año, anunció que Bielorrusia comenzaría a pagar por el petróleo y el gas rusos a precios globales después de que el presidente bielorruso resistiera la presión de Moscú para seguir adelante con la unión entre los dos países. En 1999, Lukashenko había firmado un acuerdo con el entonces presidente ruso Boris Yeltsin para la creación de una unión política y económica, en la que los dos países tendrían instituciones y una moneda en común. El acuerdo nunca se aplicó plenamente, pero los estrechos vínculos con Moscú aseguraron el flujo de petróleo y gas rusos baratos, lo que impulsó la economía del país e impidió la necesidad de privatizar las empresas estatales y la apertura política.
Antes de la votación del 9 de agosto, el presidente bielorruso acusó repetidamente a Rusia de apoyar a la oposición. El 29 de julio, las autoridades bielarrusas arrestaron a docenas de ciudadanos rusos, alegando que eran mercenarios del contratista militar privado más conocido de Rusia, Wagner, que estaban preparando un complot para desestabilizar el país. Cuando se hizo evidente que la represión no era eficaz para terminar con las protestas, Lukashenko pasó a la retórica antioccidental. Acusó a la oposición de planear unirse a la OTAN y a la Unión Europea, prohibir el idioma ruso y establecer una iglesia ortodoxa independiente del Patriarcado de Moscú –una medida que tomaron los nacionalistas ucranianos y que llevó a la anexión de Crimea.
Desde las elecciones, Lukashenko tuvo varias comunicaciones telefónicas con Putin para discutir la ayuda rusa en caso de una “amenaza extranjera”. El 18 de agosto habló por tercera vez con el presidente ruso, quien le informó de sus conversaciones con la canciller Merkel y el presidente Macron sobre la situación. Ese mismo día, los medios de comunicación rusos informaron de que un avión perteneciente al servicio de seguridad ruso FSB y que utiliza frecuentemente su director, Alexander Bortnikov, había aterrizado en Minsk. Se supone que hubo allí una reunión de muy alto nivel con una dura negociación de por medio. Anton Barbashin, investigador del Consejo Atlántico, cree que, si bien “hay un profundo desagrado del Kremlin por el presidente bielarruso, eso no significa que el escenario de una invasión rusa esté próximo. Cualquier acción militar sería muy costosa para los intereses rusos en todo el mundo. Significaría un mayor deterioro de las relaciones con Occidente y sanciones más severas”.
“Aunque Lukashenko está tratando de despertar el temor al sentimiento anti-ruso y a las acciones de la oposición, las protestas bielorrusas no han adoptado ninguna narrativa nacionalista contra las comunidades de habla rusa en el país ni fomentan un apoyo local a la acción militar rusa”, explicó Barbashin. También recuerda que “aunque Bielorusia entra en la esfera de influencia rusa y en el cálculo de la seguridad regional, no tiene una base militar rusa importante, a diferencia de la península de Crimea en Ucrania”.
En opinión de Barbashin, un “escenario armenio” es más probable que uno ucraniano. En 2018, un movimiento de protesta nacional derrocó al Primer Ministro armenio Serzh Sargsyan después de que éste tratara de mantenerse en el poder a pesar de las promesas anteriores de renunciar. Aunque Sargsyan mantenía lazos estrechos con Moscú, el gobierno ruso no se opuso a las protestas, que no habían expresado ningún sentimiento antirruso.
Los manifestantes bielorrusos y la candidata de la oposición Svetlana Tikhanovskaya dijeron repetidamente que no quieren un “Maidan” en Bielorrusia, refiriéndose al movimiento de protesta de Ucrania en 2013-2014, con epicentro en la plaza que lleva ese nombre en el centro de Kiev. En una conferencia de prensa del 18 de agosto del comité de coordinación para la transferencia del poder, formado por la campaña de Tikhanovskaya, sus miembros expresaron el compromiso de mantener relaciones estrechas con Rusia. Sentimientos similares fueron mostrados por los manifestantes que, a diferencia de sus contrapartes ucranianas, no ondearon la bandera de la UE durante las manifestaciones ni pidieron la integración euroatlántica.
Aunque la intervención militar de Rusia sigue siendo improbable, la renuncia de Lukashenko también está lejos. Tiene las manos demasiado manchadas de sangre y billetes. Aleksey Bratochkin, historiador y profesor del Colegio Europeo de Artes Liberales de Bielorrusia, lo que dificulta su salida es su temor a ser procesado. “Durante sus 26 años de mandato se cometieron muchos delitos que podrían dar lugar a investigaciones penales, entre ellos la desaparición forzada de varios políticos, empresarios y periodistas. Hay muchas demandas contra Lukashenko de varios grupos políticos. No es un presidente que se retiraría pacíficamente”, dijo Bratochkin en una entrevista con la cadena de televisión Al Jazeera.
Aunque la presión de las calles se mantiene desde hace dos semanas, los cimientos del gobierno de Lukashenko todavía parecen intactos. Hubo algunas renuncias entre los funcionarios de bajo rango y miembros de las fuerzas de seguridad, pero no se produjeron deserciones significativas de la élite política. El dictador rechazó las negociaciones con Tikhanovskaya, calificando la formación del comité de coordinación como “un intento de tomar el poder”. También está de pie todo el aparato represivo del régimen que controló brutalmente cualquier disidencia por más de un cuarto de siglo. La opción más viable que se baraja para derrocar a la dictadura tendría que provenir del propio entorno de Lukashenko. Un cambio de dictador para imponer una “dictablanda”. Un “hombre fuerte” decidido a realizar las reformas que vayan liberalizando el país y mantenga una cierta “independencia” tanto de Moscú como de Bruselas, mientras se fortalecen las fuerzas democráticas.
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