Las 2.700 toneladas de nitrato de amonio que permanecieron seis años en el puerto de Beirut esperando a explotar, no sólo dejaron 200 muertos, 6.000 heridos y 300.000 personas sin casa, sino que pusieron en duda el reparto político-religioso de poder que sustenta al país y abrió el debate para el desarme del Hezbollah. La onda expansiva reveló que la estructura gubernamental diseñada hace décadas para equilibrar el mosaico de religiones y culturas del Líbano se había convertido en una burocracia de camarillas sectarias más interesadas en proteger sus intereses que los del país. También, que la mayoría de los libaneses le perdió el miedo a las hasta ahora intocables milicias shiítas.
Las manifestaciones que se venían sucediendo desde octubre pasado y que habían tenido una tregua por la pandemia, se revitalizaron tras las explosiones del 4 de agosto. Jóvenes sin filiación partidaria volvieron a pedir a los piedrazos “que se vayan todos” y quemaron muñecos que representaban al actual presidente Michel Aoun y al intocable líder del Hezbollah, Hassan Nasrallah. La muerte y la destrucción del nitrato de amonio es para el pueblo libanés obra de la corrupción generalizada y las ambiciones bélicas de la milicia financiada por Irán. Terminó cayendo el gobierno, pero no está claro que podría surgir de este caos. Cualquier arreglo de medianoche entre los líderes tradicionales sólo va a exacerbar la furia de estos chicos que quieren olvidar de una vez por todas la guerra sectaria de sus padres y abuelos.
Exacerbada por la pandemia, la corrupción crónica y el mal gobierno llevaron la economía a la ruina. La inflación corroe todo. El pan y las medicinas escasean, la basura se acumula en las calles, sólo hay electricidad unas horas al día, la libra libanesa perdió el 80 por ciento de su valor desde octubre y la clase media pujante se hundió en la pobreza y la desesperación. “Ellos sabían”, fue una de las consignas de los manifestantes. Se referían al gobierno que había dejado por acción u omisión que semejante arsenal de explosivos permaneciera por años en un depósito. Y al Hezbollah, cuyos milicianos tienen el control de esa zona del puerto. Esa frustración ante el entramado de corrupción y negligencia fue expresada incluso por el Primer Ministro, Hassan Diab, cuando renunció el lunes. Dijo que, después de haber sido testigo del alcance de la corrupción, tenía la intención de unirse a los manifestantes “y librar la batalla por el cambio junto a ellos”.
“El Líbano está experimentando la misma dinámica que otros países árabes desde 2010: la fuerza irresistible de una ciudadanía enfurecida y empobrecida que marcha por las calles para derribar una estructura de poder que se niega a ceder. Sin embargo, al igual que en Sudán, Argelia, Siria, Egipto, Irak y otros países de la región, los ciudadanos libaneses, exhaustos y humillados, han luchado contra un régimen militarizado arraigado que no es fácil de desalojar del poder”, explicó el profesor Rami Khouri de la American University de Beirut.
Este atasco tiene sus raíces en la creación del Líbano moderno en 1943, cuando se decidió que los cargos de poder serían siempre ocupados por representantes de los sectores religiosos. El acuerdo se reafirmó y actualizó al final de la larga guerra civil que finalizó en 1990, cuando los escaños en el Parlamento y varios cargos oficiales se repartieron entre las diversas poblaciones musulmanas, cristianas y drusas. Los shiítas del Hezbollah obtuvieron un poder de veto efectivo sobre el gobierno y llevó al país al centro de las luchas por el poder en Medio Oriente. La división de poder original, que se realizó sobre la base del censo de 1932, imponía que el presidente de la República sea un maronita, el primer ministro un sunnita y el presidente de la Cámara de los Diputados un shiíta, mientras que la proporción en el reparto de diputados queda establecida en 6 cristianos cada 5 musulmanes. El Acuerdo de Taif, de 1989, acomodó un poco las cosas con una nueva proporción poblacional en favor de los musulmanes, pero no solucionó nada más que la repartición de cuotas de poder.
Esto se ve en la actual encrucijada en la que los partidos como el Movimiento Patriótico Libre del Presidente Aoun y el Movimiento Futuro de Saad Hariri sólo pueden gobernar con el respaldo del Hezbollah, que es militarmente más poderoso que el Estado y políticamente más cohesionado que cualquier otra organización o partido. La milicia shiíta también tiene un sistema propio de alianzas ligadas con Irán, Siria y otros partidos militantes en un frente de “resistencia” regional contra Israel. Dentro del país, Hezbollah opera principalmente en las sombras y a través de alianzas cambiantes con los principales grupos cristianos, shiítas y suníes en los sucesivos gobiernos que fue apoyando. En este momento, aparecen como los dos actores más poderosos de la crisis ese Hezbollah ambiguo, que juega al mismo tiempo a la política y a la guerra, y el movimiento de protesta descoordinado, pero probablemente imparable, que domina las calles y quiere sustituir la actual estructura de poder por un sistema de gobierno más democrático y basado en el estado de derecho.
Los jóvenes rebeldes que se levantaron de los escombros de la explosión quieren negociaciones para acordar una nueva ley de elecciones no sectarias que lleven a un sistema de gobierno fuera del reparto actual. Para ellos, lo ideal sería que la crisis fuera gestionada por un gobierno de emergencia transitorio de tecnócratas respetados, centrado en la estabilización de la economía y en el combate del hambre. De acuerdo al profesor Khouri de la American University “muchos de la ahora desacreditada élite sectaria se opondrán a esto, pero Hezbollah probablemente lo aceptaría si cumpliera ciertos criterios. La milicia no permitirá que el Estado libanés se desmorone y no quiere gobernar el Líbano por su cuenta; al mismo tiempo, sin embargo, no entregará sus sofisticadas armas y capacidades que obligaron dos veces a Israel a cesar el fuego y han logrado la disuasión en la frontera entre Israel y el Líbano”.
Aquí aparece la pregunta que se hacen los libaneses y los analistas de toda la región: ¿pueden los manifestantes prooccidentales y Hezbollah llegar a un acuerdo que permita la formación de un gobierno de transición que pueda iniciar el renacimiento del país, manteniendo al mismo tiempo el poder militar del Partido de Dios y sus alianzas regionales fuera de la mesa de negociaciones por ahora? Y si esto llegara a ocurrir, y llega el día en que el pueblo libanés exige al Hezbollah que renuncie a su capacidad militar autónoma, ¿es posible que las milicias se incorporen al aparato militar del Estado y se comprometan a no participar en conflictos fuera de las fronteras del país en forma autónoma?
La Era de lo Impensable se apoderó del mundo. La idea de armar un gobierno serio y aceptable para todas las partes y un desarme de las milicias ya no aparece como algo descabellado. A la élite política no le queda nada que robar a su pueblo, el pueblo ya no tiene paciencia y quiere colgar a todos los líderes políticos, y Hezbollah debe definir una nueva estrategia o aventurarse a otra guerra civil. En este nuevo escenario se necesita la buena voluntad de Irán e Israel. El apoyo financiero y político de Francia. Y también del régimen sirio de Bashar al Assad si, finalmente, logra tomar control del territorio tras nueve años de guerra. El acuerdo histórico entre los Emiratos árabes e Israel de este jueves, puede ayudar. Aclarando que todo esto está basado en el supuesto de que la aviación israelí no tuvo nada que ver con las explosiones del puerto. Las especulaciones sobre el origen de la tragedia siguen siendo numerosas.
Las 2.700 toneladas de nitrato de amonio destruyeron mucho más que el centro histórico beirutano –tan fantásticamente reconstruido en los últimos años-. El hongo rojizo de la explosión parece haberse llevado los acuerdos mafiosos y el miedo de los libaneses a meterse con los milicianos shiítas de Hassan Nasrallah. Y éste no es un mal punto de partida para la reconstrucción de los cimientos del país.