Las noticias se parecen: “Una rave ilegal en la región francesa de Lozère atrajo a casi 10.000 personas en el fin de semana, antes de ser clausurada”, presentó una, sobre una fiesta clandestina realizada el sábado 8 de agosto. “Las autoridades dijeron que pocos de los asistentes usaban mascarillas y que no se implementaron ni siguieron medidas de distancia social”.
Otra, del mes de julio: ”La policía de Ibiza ha intervenido la madrugada de este sábado en una fiesta ilegal que se estaba celebrando en un establecimiento comercial de la ciudad y ha detenido a uno de los participantes. Los hechos han ocurrido a las 5 de la madrugada después de que un vecino comunicara a la policía que no podía dormir por el ruido que provocaba la gente y la música de una fiesta que se estaba produciendo en un bar”.
Y otra más, de junio: “Al menos 22 oficiales de la policía resultaron heridos en el sur de Londres mientras intentaban dispersar a las multitudes que se habían juntado para una fiesta ilegal al aire libre en desacato a las restricciones del coronavirus”.
En Europa es verano, transcurren los meses de vacaciones y la gente joven, luego de confinamientos, cuarentenas, teletrabajo y distancia social, parece haber salido en masa a bailar como si se hubiera diseminado un virus nuevo que amenazara la vida humana, o mejor dicho, como si no existiera tal cosa. Prácticamente todas las policías locales rastrillan las redes sociales en busca de los anuncios de los eventos, que se organizan en línea, e incluso los servicios diplomáticos se han tenido que ocupar: Alemania advirtió que cancelaría todos sus vuelos a las islas Baleares si no se controlaban las fiestas ilegales.
“Llámalas como quieras: raves ilegales o sin licencia, fiestas en la calle, fiestas gratuitas, fiestas flotantes. Lo cierto es que ha habido reuniones masivas de personas en eventos musicales en toda Europa este verano, a pesar de la amenaza de una segunda ola de coronavirus” informó Deutsche Welle (DW). Con los clubes nocturnos cerrados, las reuniones se organizan en establecimientos como bares, en las casas, en el medio de la calle o en parques y áreas semi rurales, de Carrington a Berlín, de Porto a París, y se convierten en focos de transmisión de COVID-19.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) comenzó a hacer advertencias en junio: “La semana pasada, por primera vez en meses, Europa experimentó un aumento en los casos”, dijo Hans Kluge, director regional para Europa. Poco después el director de emergencias sanitarias de la institución, Michael Ryan, aludió directamente a la causa: los jóvenes entre 15 y 25 años eran el eje del rebrote porque no cumplían medidas de prevención como mantener la distancia social y usar cubrebocas en público. “Pregúntense: ¿realmente necesito ir a esa fiesta?”, exhortó.
Algunos sienten que sí, que es una necesidad mental. “La pista es una oportunidad para no pensar demasiado”, dijo la socióloga y musicóloga Beate Peter, quien actualmente no va a esas reuniones pero no ve la hora de poder regresar. “Con mi nivel de conciencia de lo que está sucediendo y de los peligros potenciales no podría llegar a un estado en el que pueda obtener lo que espero de una rave”, dijo a DW. “No se puede realmente mantener la distancia social: en las raves se trata de estar muy cerca”.
A comienzos de agosto, Didier Pittet, del hospital universitario de Ginebra, estimó que entre el 40% y el 50% por ciento de los nuevos casos detectados en la segunda mitad de julio “estuvieron ligados a personas que frecuentaron discotecas y bares, locales para bailar o donde la gente está muy junta”.
El DJ alemán Elias Dore explicó a Reuters: “Creo que la gente simplemente anhela el contacto social”, algo que normalmente sucedería de mayo a septiembre en las fiestas al aire libre de los festivales europeos. “Tengo la impresión de que, más allá de lo que hagan las autoridades, en el verano habrá muchas raves secretas e ilegales por todas partes”.
Clifford Stott, psicólogo social de la Universidad de Keele, analizó que estas reuniones masivas también funcionan como un canal de conexión con lo que la gente percibe como sus derechos fundamentales. “¿Por qué no reunirse? Antes del coronavirus lo hacíamos todo el tiempo. Pero algunas personas lo hacían más que otras: principalmente, los jóvenes. Tengamos en cuanta que ahora mismo no hay ningún lugar para que los jóvenes se reúnan. No pueden ir a los clubes nocturnos, están todos cerrados”.
Así, aunque la pandemia de COVID-19 no haya terminado, en las redes aparecen anuncios como: “Acompáñanos en esta travesía mágica por el bosque”, tal el título de la convocatoria a una fiesta en una playa escondida al oeste de Lisboa. “Juntémonos y compartamos un poco de amor, onda y música”. Algunas de estas fiestas podrían estar montadas —sospechan las autoridades británicas— por organizaciones criminales para llegar a una suerte de público cautivo para drogas como el MDMA (o éxtasis). Pero otras son expresión de esos deseos, que ignoran el alto costo que se paga, y muchas veces, pagan otros: los jóvenes no son la población más vulnerable al SARS-CoV-2.
Eso causó algunas controversias, como cuando un especialista en enfermedades de transmisión, Eric Caumès, del hospital Pitié-Salpétrière de París, dijo, luego de una enorme rave clandestina en el Bosque de Vincennes: “Dejemos que los jóvenes se infecten. Lo ideal sería que todos los menores de 30 se inmunicen de forma natural y que protejamos a los mayores de 50 hasta que haya una vacuna o un tratamiento eficaz”.
Los jóvenes perciben “las reuniones y la socialización como algo fundamentalmente importante para su identidad”, agregó Stott a DW. “Estas fiestas libres se dan en un contexto de restricción y, por supuesto, por definición, constituyen una afirmación de resistencia a esas medidas restrictivas”. La gente va a una plaza para protestar por una medida de gobierno, puso como ejemplo. Ir a una rave sería algo similar: “Quiero salir y las autoridades dicen que no puedo. Pero ¿sabes qué? Me vale madre, voy a salir”, ilustró. “En ese gesto hay una afirmación de poder”, concluyó, “y eso causa mucha alegría”.
Según The New York Times, el centro del debate sobre las fiestas clandestinas está en Berlín donde, con la caída del muro y el hallazgo de grandes espacios vacíos, surgió el movimiento de música electrónica en la década de 1990, con el acid house. La cámara de comercio que reúne a los clubes nocturnos solicitó a las autoridades locales que destinen espacios públicos a la organización de fiestas “en condiciones que aseguren que se mantengan las medidas de higiene”.
Ramona Pop, funcionaria superior de la alcaldía, ha escrito a distintas autoridades de los distritos para solicitar que encuentren espacios públicos para realizar eventos al aire libre que podrían incluir aquellos de la escena tecno de Berlín, completó DW. Si bien las cifras de COVID-19 se mantienen relativamente bajas, se ha notado un incremento en las semanas recientes y las fiestas se convirtieron en el centro de la pelea política sobre cómo impedir que se malogre el éxito del país contra la pandemia.
“¿Somos demasiado imprudentes?”, tituló Der Spiegel la tapa de su primer número de agosto, sobre una foto de una rave en Hasenheide. En una de las notas de la revista, Karl Lauterbach, legislador federal social demócrata, opinó que los asistentes a las fiestas que ignoren la distancia social “deben ser penalizados con multas de cientos de euros”.
La policía de Berlín aumentó su presencia en los parques. En diálogo con la radio RBB, el vocero del organismo, Thilo Cablitz, dijo que no sólo acompañan las reuniones más grandes, sino también las de menos gente, y en particular durante la noche, cuando los jóvenes “se juntan a celebrar sin prestar atención a las normas del coronavirus”. Agregó que en las últimas semanas requisaron equipos de música y que enviaron efectivos adicionales para que hablen con los asistentes. “Pero la policía no puede reemplazar el sentido común”, opinó.
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