Luego de la explosión en el puerto de Beirut la pasada semana, la crisis política, el estado de parálisis y de completa incoherencia del régimen político predominante en el Líbano parece desmoronarse ante las movilizaciones y los reclamos de la ciudadanía.
El Gobierno libanés ha dimitido en su totalidad. El primer ministro Hassan Diab hizo lo propio y denuncio en el comunicado de su renuncia a la corrupción de la élite dominante como obstáculo insalvable para gobernar el país.
Sin embargo, para comprender la actualidad libanesa, es necesario recorrer brevemente los últimos treinta años de la historia política del país. El presente del Líbano era predecible y no se debe exclusivamente a la mediocridad de sus dirigentes políticos, a la corrupción o la crisis económica por la que transita desde la última década. El problema central que ha llevado al actual estado de cosas tiene su origen en un sistema político que aun se basa en lo que fue conocido como el Acuerdo de Taif, que otorgó al país un sistema político escandaloso y negativo para la propia democracia libanesa y lo catapultó a la decadencia y devastación actual.
Desde 1990, momento en que el acuerdo de Taif -que lleva el nombre de la ciudad saudita donde fue firmado- entró en vigencia, supuestamente para poner fin a la guerra del Líbano (1975-1990), muy pocos han sido los Gobiernos occidentales y los analistas que se han percatado de los peligros de ese acuerdo y su impacto negativo en la vida política libanesa. En consecuencia, el Líbano llegó a este presente de caos por el apoyo que su clase dirigente le otorgó al acuerdo en favor de sus intereses sectarios y personales, no del país.
La cláusula más importante del acuerdo indicaba que todas las organizaciones armadas que participaron de la guerra libanesa debían entregar sus armas, todas lo hicieron menos Hezbollah que incumplió el acuerdo y nunca entregó su armamento, contrario a ello, acrecentó su poder militar y a partir de él fue devorando las instituciones democráticas para crear un Estado ilegal dentro del Estado libanés legal.
Tampoco Taif modificó el sistema de cuotas de presencia sectaria en el reparto de poder en el Parlamento o el Poder Judicial, la presidencia continuó en cabeza de un dirigente que, inexorablemente debía ser cristiano. Estas falencias no resolvieron las causas del conflicto libanés con ese acuerdo, por el contrario, lo exacerbaron.
Hoy, el país se encuentra en un enorme callejón del cual virtualmente es imposible salir airoso en el fortalecimiento de las instituciones democráticas y las libertades públicas, donde el pretorianismo emerge peligrosamente amenazando con una nueva confrontación sectaria que puede llevar al Líbano a los años de la guerra. Mientras que la clase política aún defiende ese vetusto acuerdo bendecido por la Liga Árabe, y los políticos prosirios y proiraníes continúan repitiendo discursos obsoletos y distanciados de la realidad en tanta ocasión como les resulta posible.
Lo cierto es que los hechos demostraron que el pueblo libanés no tuvo opinión ni decisión en ese acuerdo, y el consenso estuvo en manos de un reducido círculo de parlamentarios de ese tiempo, pero que habían perdido su calidad representativa después de que una enmienda constitucional que habían propuesto fuera rechazada por el 50 % de la ciudadanía y por el resto de dirigencia política libanesa, por tanto, se encontraban deslegitimados en ese punto para representar la voluntad del pueblo libanés.
El Acuerdo de Taif no concluyó con ninguna guerra interna y llevo al Líbano a la situación actual de estado fallido. Quienes defienden ese Acuerdo han colaborado con este presente sombrío en lo político, económico y social del país, la realidad es totalmente diferente por varias razones, entre ellas: a) la guerra libanesa no era una guerra civil, fue una guerra delegada por Siria a los grupos palestinos contra Israel. En consecuencia, no hay error si comparamos a Hezbollah y su estado de guerra actual contra el Estado de Israel a la guerra de los grupos palestinos apoyados por Siria a finales de los 70 y principios de los 80. b) El final de la guerra se debió a la bárbara y aplastante invasión siria del 13 de octubre de 1990 y a la eliminación de los últimos focos de la resistencia libanesa, tomando siria el completo control del Líbano, especialmente en todas regiones en que la resistencia cristiana se mantenía rechazando tanto a siria como a los palestinos y demás grupos árabes prosirios y proiraníes; y c) también algunos analistas sostienen erróneamente que el acuerdo devolvió un frágil equilibrio a las deterioradas instituciones libanesas, cuando el hecho real es que causó una profunda fractura en esas instituciones, particularmente en el nivel de las tres presidencias, presidencia de la nación (ejercida por un cristiano maronita), primer ministro (musulmán sunita) y presidencia del Parlamento (musulmán chi’ita) y profundizó más de lo que atenuó los conflictos sectarios y confesionales como vemos hoy, además estimuló un sistema oligofrénico de poder que podemos calificar como la troika predominante, por no mencionar el hecho de que se estableció formalmente la interferencia definitiva de Siria en los asuntos internos libaneses hasta 2005 en que fue reemplazado por el poder de Irán.
Debe observarse también que Siria en ese tiempo fue quien apoyó ese acuerdo a través de su vicepresidente Abdel Khadam, quien luego se volvió contra el gobierno de Assad y se refugio en París, desertando del régimen en 2005, y murió en Francia en circunstancias extrañas, Khadam fue quien supervisó cada palabra en el borrador previo del Acuerdo de Taif.
Mucho he escrito sobre Taif en el pasado. De modo que volviendo a nuestros días, nadie escapa que la solución ideal a la problemática libanesa de este tiempo, es un regreso a la Acuerdo Nacional de 1943 que hace las veces de Constitución Nacional, pero con una clara separación del Estado de las sectas religiosas representativas de las diferentes comunidades para establecer el Federalismo como sistema político que permita superar definitivamente la crisis endémica libanesa. Quienes se oponen al federalismo como sistema de gobierno alternativo, claramente lo hacen desde posiciones prebendarias y beneficios personales o sectarios.
Para superar la actual situación y ser un Estado moderno, el Líbano debe dejar de ser un Estado confesional. Un país cuyo presidente debe ser siempre cristiano maronita, su primer ministro sunita y el presidente del Parlamento chiita, no puede funcionar en armonía institucional. En consecuencia es necesario acordar un nuevo Pacto Nacional con la participación de la sociedad civil y política preservando la herencia sociocultural para facilitar la manera lógica de complementar “modernidad y tradición”.
Si la clase dirigente que suceda al renunciado primer ministro Hamid Diab desea formar un Gobierno que salga del atolladero debe buscar reconstruir el Estado en una entidad que ofrezca equidad, justicia e igualdad a todos sus ciudadanos. Para que eso suceda, es esencial que el Líbano adopte un sistema federal de Gobierno y deje de lado la tradición del poder sectario y tribal.
La fórmula estructural del pacto de 1943 definió la política libanesa y estableció el marco de coexistencia entre las comunidades cristianas y musulmanas. Sin embargo, hoy debe ser reconsiderado, fue quebrantado por los últimos treinta años debido al nacimiento y proliferación de grupos extremistas confesionales que demostraron actuar como sicarios de las instituciones democráticas. La necesidad es concreta y emerge del resultado de experiencias históricas, sociales y políticas del país e indica que el federalismo, ofrecería las bases fundacionales apropiadas que permitan el desarrollo de un sistema político dinámico y con interacción entre todas las comunidades religiosas, nadie debe quedar al margen de las decisiones nacionales.
La relación intercomunitaria actual está contaminada por completo por un marco ideológico atormentado por complejos sociales y barreras psicológicas desde la guerra de 1975, y esos elementos son explotados sectariamente por grupos ilegales armados cuya lealtad no esta con el país sino en el extranjero.
Puede que el federalismo no lleve una solución mágica y definitiva a los problemas de la administración y control en las diferencias entre comunidades religiosas. Sin embargo, brindaría varias soluciones a necesidades urgentes y ayudaría a distender tensiones entre las comunidades religiosas actuando como una red de contención al factor de tensión política ante la posibilidad que uno de los grupos pueda interferir en asuntos autónomos del otro y viceversa.
El federalismo aparece como la única alternativa posible que tendería puentes y brinde objetivos posibles de ser cumplidos con éxito entre las diferentes comunidades y el Estado.
Ya no es posible que una comunidad religiosa proyecte una idea elitista y propia que constituya superioridad sobre las demás, ello conducirá inevitablemente a la confrontación y la violencia.
Un adecuado sistema político es el que se funda sobre la voluntad de unidad de los ciudadanos en torno a las instituciones que organicen su convivencia sin negar a las comunidades religiosas su existencia autónoma. Los libaneses transitan un tiempo en el que el país debe dejar de ser una entidad constituida por voluntades individuales que fue destrozado por una clase dirigente sin escrúpulos en demasiadas oportunidades.
La explosión del puerto de Beirut ha sido un punto de inflexión. La elección del pueblo libanés hoy es dejar de vivir de forma sectaria para no ser gobernados por la secta, y están demostrando su deseo de renunciar definitivamente al pensamiento tribal para no ser gobernados como tribu. Si los libaneses pueden lograr esto, podrán marchar unidos a la modernidad bajo un sistema que los incluya a todos sin negar las tradiciones históricas ni postergar a ninguna comunidad constitutiva de su identidad.
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