De las cuarentenas a las mascarillas: ¿por qué no hubo avances en la lucha contra las epidemias desde la gripe de 1918?

“Cordón sanitario. Aislamiento. Cuarentena", enumeró la periodista de ciencia Laura Spinney en "El jinete pálido", un libro de 2018 sobre la gran pandemia del siglo XX que hoy se lee como una espeluznante crónica del COVID-19, con escasas diferencias

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Las polémicas actuales sobre los barbijos no tienen originalidad: “En algunos lugares se recomendaba llevar una mascarilla de gasa sobre la boca, pero las autoridades sanitarias no se ponían de acuerdo sobre si realmente reducía la transmisión”, explicó El jinete pálido sobre la gripe de 1918. (National Archives)
Las polémicas actuales sobre los barbijos no tienen originalidad: “En algunos lugares se recomendaba llevar una mascarilla de gasa sobre la boca, pero las autoridades sanitarias no se ponían de acuerdo sobre si realmente reducía la transmisión”, explicó El jinete pálido sobre la gripe de 1918. (National Archives)

Desde 1918, cuando se produjo la pandemia de gripe más letal —se estimó en 50 millones de muertos, pero podrían ser el doble— hubo varios progresos científicos, industriales y sociales. Una vacuna anual contra el virus, las salas de terapia intensiva, los respiradores, los guantes de látex. Ciudades enteras incorporaron alcantarillado y sistemas de agua potable, que ayudaron a la higiene preventiva. La capacidad de decodificar el genoma, tanto humano como de los microorganismos, permitió acelerar el hallazgo de tratamientos. Y no obstante tantos avances —por no mencionar la llegada del hombre a la Luna o las telecomunicaciones globales instantáneas— hoy la población mundial se encuentra igual que entonces ante el COVID-19.

Sin cura ni vacuna contra el coronavirus —casi 10,5 millones de infectados y más de medio millón de muertos—, las personas usan mascarillas, se encierran en sus casas, mantienen la distancia social en público, se lavan las manos y esperan no desarrollar los síntomas de una enfermedad tan evitable como contagiosa.

Cordón sanitario. Aislamiento. Cuarentena. Se trata de conceptos antiguos que los seres humanos han estado aplicando desde mucho antes de que comprendieran la naturaleza de los agentes de contagio”, escribió Laura Spinney en El jinete pálido, un libro sobre aquella gran pandemia que en muchos sentidos es, sin quererlo, una crónica del presente: las mismas medidas, los mismos costos, los mismos problemas.

Spinney recordó que las prácticas de contención de epidemias son viejas, costosas y agotadoras para las sociedades. (Adrián Escandar)
Spinney recordó que las prácticas de contención de epidemias son viejas, costosas y agotadoras para las sociedades. (Adrián Escandar)

John Dill Robertson, comisionado de salud de Chicago, dijo: “Si lo contraen, quédense en casa, descansen en la cama, manténganse calientes, tomen líquidos y estén tranquilos hasta que los síntomas pasen”. Sus palabras son de 1918, pero funcionan perfectamente igual más de un siglo después. “Después sigan teniendo cuidado, ya que el mayor peligro es la neumonía o algo similar”, agregó.

Spinney consignó que la gripe de 1918 infectó a una de cada tres personas del planeta, es decir 500 millones, y mató “a entre el 2,5% y el 5% de la población mundial, una variación que refleja la incertidumbre que aún la rodea”. Aunque superó a la Primera Guerra Mundial (17 millones de muertos) y a la Segunda (60 millones de muertos), y “fue la mayor oleada de muerte desde la peste negra, tal vez de toda la historia de la humanidad”, no se la destaca en los libros de historia del siglo XX. “No vemos el acontecimiento más dramático de todos, aunque lo tenemos delante de nuestros ojos. Cuando se pregunta cuál fue el mayor desastre del siglo XX, prácticamente nadie responde que la gripe española”.

Acaso eso sea en parte la razón por la cual mucho se vuelve a repetir, incluidas las polémicas científicas, la discriminación de poblaciones y las peleas políticas, en el XXI.

"'¡Ah, venga a decírselo al juez!": en 1918 muchas personas se rebelaron contra el uso de mascarillas. (Biblioteca Estatal de California)
"'¡Ah, venga a decírselo al juez!": en 1918 muchas personas se rebelaron contra el uso de mascarillas. (Biblioteca Estatal de California)

O acaso sea porque “en el origen de toda pandemia hay siempre un encuentro entre un microorganismo causante de la enfermedad y un ser humano”, y este último factor conlleva muchos otros: “Es un fenómeno tanto social como biológico; no se puede aislar de su contexto histórico, geográfico y cultural”, como escribió la periodista británica especializada en ciencia.

Spinney recordó que las prácticas de contención de epidemias son viejas, costosas y agotadoras para las sociedades.

“El término cuarentena lo inventaron los venecianos en el siglo XV cuando obligaron a los barcos que llegaban de Levante a permanecer fondeados durante 40 días, una cuarentena, antes de permitir desembarcar a quienes viajaban a bordo”, escribió. “No obstante, el concepto es mucho más antiguo. ‘Si es una mancha blanquecina en la piel pero no aparece más hundida que la piel y el pelo no se ha vuelto blanco, el sacerdote aislará al enfermo durante siete días. Al séptimo día lo examinará; si comprueba que la llaga se ha estabilizado, sin extenderse por la piel, el sacerdote lo mantendrá aislado otros siete días’, afirma la Biblia (Levítico 13, 4-5)”.

La utilidad de las medidas tradicionales, como el uso de tapabocas, ha sido materia de controversia en muchos lugares. (REUTERS/Sergio Flores)
La utilidad de las medidas tradicionales, como el uso de tapabocas, ha sido materia de controversia en muchos lugares. (REUTERS/Sergio Flores)

De hecho otros expertos, como la historiadora de la medicina Ana María Carrillo Farga, de la Universiada Nacional Autónoma de México (UNAM) subrayan la arbitrariedad —el pensamiento mágico— alrededor del número de días: como hace seis siglos se desconocía la raíz biológica de las enfermedades, y se ofrecían explicaciones religiosas, el aislamiento se fijó en una cifra bíblica: 40 fueron los días en los que Jesús realizó su travesía espiritual por el desierto.

Spinney mencionó el cordón sanitario, la demarcación de una línea alrededor de una zona infectada para que nadie pueda salir de ella, que describió como “eficaz pero brutal”. Dio el ejemplo del pueblo inglés de Eyam, que quedó bajo cordón sanitario en el siglo XVII por la peste. “Cuando lo levantaron, la mitad de los lugareños había muerto, pero la infección no se había propagado”, ilustró.

En el siglo XX, con progresos como las vacunas que lograron eliminar completamente una enfermedad, la viruela, los cordones sanitarios “cayeron en desgracia”, explicó, pero regresaron “durante la epidemia de bola en África occidental, cuando tres países afectados establecieron uno alrededor de la zona en que convergen sus fronteras, ya que creían que se localizaba allí la fuente de la infección”. Y el 23 de enero de 2020, se puede agregar ahora —El jinete pálido se publicó en 2018, por el centenario de la gripe— se cerró la ciudad de Wuhan por el SARS-CoV-2.

“Cordón sanitario. Aislamiento. Cuarentena", enumeró Spinney las mismas medidas que se tomaron contra la gripe en 1918 y contra el COVID-19 hoy. (Library of Congress/Harris & Ewing/Handout via REUTERS)
“Cordón sanitario. Aislamiento. Cuarentena", enumeró Spinney las mismas medidas que se tomaron contra la gripe en 1918 y contra el COVID-19 hoy. (Library of Congress/Harris & Ewing/Handout via REUTERS)

El aislamiento forzoso en sus propias casas de los enfermos o sospechosos de estarlo se mostró durante mucho tiempo “costoso en términos de vigilancia”. Eso ahora se soluciona, en algunos países asiáticos, con una app telefónica para monitorear que algunas personas permanezcan aisladas los 14 días que se calculan como incubación del COVID-19. Pero antiguamente “se construyeron ‘lazaretos’ u hospitales de cuarentena, cerca de los muelles o en islas cercanas”, siguió la autora.

La dimensión local comenzó a perderse en el siglo XIX, desde que en 1851 se realizó la primera Convención Internacional Sanitaria, en París, con la idea de proteger a los países de las epidemias sin afectar demasiado al comercio y el tránsito de las personas. Por entonces se había avanzado en el estudio de los contagios, lo cual dio base científica a la cuarentena a partir de conceptos como el periodo de incubación.

En el siglo XX, cuando los viajes aumentaron en medios y en frecuencia y las ciudades llegaron a millones de habitantes, se crearon organismos como la Oficina Internacional de Higiene Pública, que en 1907 se abrió en París para registrar centralmente los datos sobre enfermedades en Europa y acordar normas comunes para las cuarentenas de los barcos.

Al igual que hace un siglo, se crearon áreas especiales en los hospitales para separar a los pacientes de COVID-19. (West Asia News Agency/Ali Khara via REUTERS)
Al igual que hace un siglo, se crearon áreas especiales en los hospitales para separar a los pacientes de COVID-19. (West Asia News Agency/Ali Khara via REUTERS)

Muchos países hicieron obligatoria la notificación de enfermedades como la viruela, la tuberculosis y el cólera. No la gripe, sin embargo.

“La gripe española cogió al mundo por sorpresa”, escribió Spinney. Hubo informes locales de brotes, “pero prácticamente ninguna autoridad central tenía una visión general de la situación”. Su descripción se podría aplicar a los primeros meses de 2020: “Incapaces de unir los puntos, ignoraban la fecha de llegada, el punto de entrada y la velocidad con que avanzaba”. Cuando comenzaron los preparativos, ya la pólvora estaba encendida.

Cuando se reconoció que la gripe española era una pandemia, se tomaron medidas de distancia social que, un siglo más tarde, no han sido reemplazadas por métodos más eficaces: se cerraron las escuelas, los teatros, los templos; se restringió el uso del transporte público; se prohibieron las reuniones multitudinarias. “Se impusieron cuarentenas en los puertos y las estaciones de ferrocarril y se trasladó a los pacientes a los hospitales, que instalaron pabellones de aislamiento para separarlos de los pacientes no infectados”, agregó: exactamente igual se hace ahora.

Las campañas de información pública parecen calcadas: “Se recomendaba a la población que usara pañuelos cuando estornudara y se lavara las manos con regularidad; que evitara las aglomeraciones pero mantuviera las ventanas abiertas (ya que se sabía que los gérmenes se reproducen en los ambientes cálidos y húmedos)”.

Tampoco las polémicas actuales sobre los barbijos tienen originalidad: “En algunos lugares se recomendaba llevar una mascarilla de gasa sobre la boca, pero las autoridades sanitarias no se ponían de acuerdo sobre si realmente reducía la transmisión”.

En aquel entonces Émil Roux, director del Instituto Pasteur, llegó a discutir el sentido de la desinfección de las estaciones de metro y los teatros de París: “Introduzca a 20 personas en una habitación desinfectada y meta a un paciente de gripe. Si estornuda, si una salpicadura de sus mocos nasales o de su saliva alcanza a la personas que tiene al lado, se contaminarán por mucho que la habitación esté desinfectada”, dijo a la prensa para gran escándalo.

Quedarse en la casa: una publicidad de 1918 elogia los beneficios del teléfono en tiempos de cuarentena.
Quedarse en la casa: una publicidad de 1918 elogia los beneficios del teléfono en tiempos de cuarentena.

Algo similar sucedió con el cierre de las escuelas. Se creía que los niños eran vectores y víctimas; sin embargo, algunas voces argumentaron “que los niños en edad escolar no eran los objetivos de aquella gripe en concreto y que, incluso cuando enfermaban, no estaba claro dónde habían contraído la enfermedad, si en la casa, en la escuela o en algún lugar intermedio”. Es decir que, si no había seguridad de que sucediera en las escuelas, ¿para qué cerrarlas si el fin era proteger a los niños (de hecho, podían estar mejor controlados en una institución) y frenar la propagación?

Aunque hoy la desconfianza de una vacuna contra el COVID-19 se asocia al crecimiento del movimiento opositor, también hace un siglo las discusiones más acaloradas giraron en torno a la vacunación. Se habían creado vacunas contra bacterias como el bacilo de Pfeiffer, que bloquearon las infecciones secundarias pero no la gripe, que es un virus. Alguna gente mejoraba, porque sufría infecciones bacterianas en el tejido ya dañado por el H1N1, pero otra seguía el curso de la enfermedad hasta la muerte.

“Los médicos interpretaron los resultaron en función de su propia teoría favorita sobre la gripe”, contó El jinete pálido. “Unos señalaron que las vacunas eficaces eran una prueba de que el bacilo de Pfeiffer era el culpable. Otros comprendieron instintivamente que las vacunas solo actuaban contra las complicaciones, no contra la enfermedad subyacente, cuya naturaleza aún se les escapaba. Hubo insultos y desautorizaciones públicas. La Asociación Médica Estadounidense aconsejó a sus médicos que no confiaran en las vacunas y la prensa informó sobre ello”.

Uno de los hogares en cuarentena en Italia, en marzo de 2020: el maestro Marzio Toniolo, su hija Bianca y su esposa Chiara Zuddas. (Marzio Toniolo/via REUTERS)
Uno de los hogares en cuarentena en Italia, en marzo de 2020: el maestro Marzio Toniolo, su hija Bianca y su esposa Chiara Zuddas. (Marzio Toniolo/via REUTERS)

Y hubo también disputas políticas. En muchos países los municipios ignoraron las medidas implementadas desde las provincias o los estados nacionales, para no incomodar a la población o generar una crisis económica. En Sudáfrica, 30 años más tarde se formalizaría el Apartheid, “los programas de vacunación promovidos desde noviembre de 1918 fueron objeto de un amplio boicot”, rastreó Spinney. “Los negros debían de preguntarse por qué los blancos estaban de repente tan preocupados por su salud. Circulaban rumores de que los blancos estaban intentando matarlos con largas agujas que, según los propaladores de rumores, introducían en la yugular”.

Incluso el fenómeno del agotamiento de la población que hoy se ve, a siete meses de una alteración completa de la rutina habitual, se observó en 1918-1919: “La fatiga se apoderó incluso de aquellos que habían cumplido las normas desde un principio. Estas medidas no solo les impedían seguir con sus vidas normales sino que su eficacia parecía ser desigual en el mejor de los casos”.

Hubo políticos que comenzaron a mostrarse sin tapabocas: “El alcalde de San Francisco dejó que colgara su mascarilla mientras miraba un desfile para celebrar el armisticio”. La iglesia católica de Nueva Orleans se quejó porque la ciudad prohibió las misas pero permitió que las tiendas continuaran abiertas. “La gente volvió a sus iglesias, buscó distracción en las carreras ilegales y dejó sus mascarillas en casa. En ese momento, las infraestructuras de salud publica (ambulancias, hospitales, enterradores) empezaron a tambalearse y derrumbarse”, recordó la autora. La segunda ola, que se dio en el otoño boreal, fue la más letal.

La gripe de 1918 infectó a una de cada tres personas del mundo y mató entre el 2,5% y el 5% de la población.
La gripe de 1918 infectó a una de cada tres personas del mundo y mató entre el 2,5% y el 5% de la población.

Tal vez una de las razones por las cuales la memoria de aquella tragedia fue difícil de cristalizar en el desarrollo de medidas más eficaces fue ese silencio que la cubrió apenas terminó. En primer lugar, no se pudo hacer un recuento exacto de los muertos. Los muertos en una pandemia “no visten uniformes, no muestran heridas de salida ni sucumben en u espacio determinado”, ilustró el libro. “Muere un gran número de personas en un corto tiempo, en una vasta extensión espacial, y muchas de ellas desaparecen en fosas comunes, no solo antes de que hayan diagnosticado su enfermedad sino a menudo antes de que sus vidas hayan sido siquiera registradas”.

Y otra puede ser la dificultad de entender la enfermedad, un problema que también presenta hoy el COVID-19: “La gripe española es una pandemia difícil de encasillar. Mató de una manera atroz y causó muchas más víctimas mortales que ninguna otra pandemia de gripe que conozcamos, pero para aproximadamente el 90% de las personas que la contrajeron no fue peor que una gripe estacional”, describió, como si hablara del SARS-CoV-2, Spinney. “En consecuencia, la gente no sabía qué pensar; y aún no lo sabe”.

En los hechos, logros como los antibióticos y las vacunas, a partir de la década de 1950, alentaron además ese olvido. La cuarentena se convirtió en algo del pasado; como señaló Howard Markel, autor de Quarantine! y When Germs Travel, “las intervenciones no farmacéuticas deben ser consideradas para complementar el uso de vacunas, medicamentos y tratamientos profilácticos, aunque solo como un último recurso y solo para infecciones sumamente letales, porque son muy perjudiciales para la sociedad”.

Los varios progresos científicos, industriales y sociales del siglo XX hicieron pensar que las medidas de contención serían historia, pero la crisis del coronavirus recuperó las prácticas antiguas. (Martin BERNETTI / AFP)
Los varios progresos científicos, industriales y sociales del siglo XX hicieron pensar que las medidas de contención serían historia, pero la crisis del coronavirus recuperó las prácticas antiguas. (Martin BERNETTI / AFP)

Y, sin embargo, como una pieza vintage, reapareció con el coronavirus, en 2020. En algunos países como restricciones graduales con la cooperación de los ciudadanos; en otros, como medidas draconianas.

“La cuarentena y otras estrategias de contención de las enfermedades sitúan los intereses del colectivo por encima de los del individuo”, recordó El jinete pálido. Y eso, como en 1918, volvió a generar problemas. “Puede que el colectivo tenga prioridades contrapuestas (la necesidad de ganar dinero, por ejemplo, o de reunir un ejército) y rechace o atenúe los poderes de ejecución de la autoridad”: hoy también sucede, como muestran las protestas contra los cierres de la economía, una medida que causó una crisis sin precedentes y traerá más desempleo, pobreza y hasta hambre.

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