Un 10 de mayo, pero de hace 80 años, Winston Churchill se convirtió en el primer ministro de Gran Bretaña. Alemania ya se había convertido en la potencia dominante de Europa continental. Dentro de un mes y 12 días, Francia se rendiría ante ellos y Gran Bretaña se quedaría sola para enfrentar a los nazis, que para ese entonces ya eran percibidos como invencibles. Una combinación de circunstancias y posibilidades llevaría a Churchill a ser elegido como el sucesor de Neville Chamberlain, luego de que éste renunciara.
Stanley Baldwin, un rival político dentro de su propio partido durante la década de 1930, dijo que Churchill iba ser un primer ministro ideal en tiempos de guerra. Y resultó tener razón.
En cierto sentido, ese día de 1940 fue un hito en la historia británica y mundial. La política anterior de apaciguamiento había fallado; Gran Bretaña ahora estaba encabezada por un líder que había advertido sobre las consecuencias y estaba preparado para lidiar con sus repercusiones.
Chamberlain realmente creía que apaciguar a la Alemania nazi aseguraría una paz duradera y estable. La premisa de su política era equivocada. Los medios a los que recurrió para lograr su objetivo eran moralmente cuestionables y pragmáticamente imprudentes. Pensó que al abandonar Checoslovaquia, la única democracia parlamentaria en Europa Central y Oriental, satisfaría las ambiciones territoriales y políticas de la Alemania nazi. Fracasó en comprender la verdadera naturaleza de las políticas de Adolf Hitler e ignoró el potencial poder de una triple alianza formada por Gran Bretaña, Francia y Checoslovaquia. Sus sospechas en torno a la Unión Soviética (bien fundamentadas, sin duda) no le permitieron distinguir entre los diferentes niveles de peligros para el equilibrio del poder europeo.
Hasta marzo de 1939, la política que había adoptado Gran Bretaña respecto a la invasión de lo que todavía quedaba de Checoslovaquia, se basaba en la creencia de que mientras Hitler exigiera territorios habitados por personas de habla alemana -con el pretexto del derecho de autodeterminación nacional-, Gran Bretaña podría consentir. Sin embargo, también hubo esta advertencia: “Alemania debe alcanzar sus objetivos por medios pacíficos”. Esto implicaba una paradoja lógica. Si Gran Bretaña no estaba preparada para oponerse a las demandas de Alemania, ¿por qué necesitaría recurrir a la fuerza?
La diplomacia de Adolf Hitler se basaba en una combinación de amenazas violentas para intimidar a sus rivales y promesas vacías para mitigar. En Chamberlain encontró un socio dispuesto a aceptar mediante diplomacia proactiva lo que sus predecesores solo habrían concedido pasivamente.
Churchill dijo que este apaciguamiento de Chamberlain estuvo mal, porque Hitler no se iba conformar solo con la correcciones del Tratado de Versalles. Churchill, cuyos argumentos estaban basados en una mezcla de moralidad y razonamiento pragmático, temía que el objetivo final de la Alemania nazi no fuera alterar, sino destruir el orden internacional imperante. La Alemania nazi era, por lo tanto, una amenaza para ser desafiada, no un adversario para ser pacificado.
Hubo algo trágico y alentador al mismo tiempo cuando Churchill se convirtió en el primer ministro hace ocho décadas. Su país enfrentaba una gran amenaza. Y se las arregló políticamente para neutralizar a todos aquellos dentro del sistema político británico que abogaban por un acuerdo negociado con Alemania.
Sin duda, Churchill no estaba jugando con el destino de su país, porque estaba seguro de que no había otra alternativa. Un acuerdo negociado no sería honrado por Alemania. La única alternativa al desafío era la rendición. Y entre éstas dos, Churchill optó por el desafío. Su liderazgo singular, su retórica imaginativa y el fervor patriótico del pueblo británico finalmente prevalecieron. Ciertamente, la geografía también ayudó. Ser una isla le brindó a Gran Bretaña un margen de seguridad que no tuvieron sus aliados y amigos continentales.
Churchill demostró que un solo individuo puede dar forma a la historia. Después de todo, Lord Halifax, quien se había desempeñado como Secretario de Relaciones Exteriores bajo la administración de Chamberlain, podría haberse convertido en primer ministro. Si hubiera asumido el poder en lugar de Churchill, la opción de un acuerdo negociado podría haberse perseguido, lo que podría haber conducir a un escenario histórico completamente distinto.
Antes de eso Winston Churchill ya llevaba en el desierto político más de una década, sin cargos políticos hasta septiembre de 1939, cuando Chamberlain lo nombró Primer Lord del Almirantazgo. Con su agudo sentido de la historia, evaluó el presente dentro de un marco histórico más amplio. Creía en el concepto anticuado del equilibrio de poder, tradicionalmente adoptado por Gran Bretaña, según el cual ningún país podía dominar Europa. También tenía fe en la democracia parlamentaria y las alianzas basadas no solamente en intereses compartidos, sino también en valores comunes.
Las perspectivas pueden cambiar. Si Churchill hubiera muerto en 1929, el año en que dejó el gobierno, podría haber sido recordado como un político fracasado. Si hubiera muerto en 1939, el año en que comenzó la Segunda Guerra Mundial, podría haber sido considerado en retrospectiva como un profeta de la fatalidad, que lamentablemente tenía razón.
Debido a que hace hace exactamente 80 años fue elegido para reemplazar a Chamberlain como Primer Ministro, lo recordamos, y con toda razón, como uno de los mejores líderes de la historia moderna.
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