Más allá de su impacto sanitario y económico, que recién empieza a insinuarse, la pandemia de coronavirus pasará a la historia por haber expuesto más que cualquier otro evento ciertos rasgos de la sociedad global que ya estaban presentes, pero que pasaban desapercibidos para el gran público. Uno de ellos es hasta qué punto buena parte de la humanidad siente terror ante la sola idea de la muerte.
YouGov realizó encuestas en diversos países preguntando a las personas si tenían miedo de contraer el virus y encontró que, en la mayoría, más de la mitad de la población manifiesta mucho o algo de temor a infectarse. Es comprensible que en Italia, donde murieron más de 30.000 personas de Covid-19, el 75% haya llegado a expresar miedo en la primera semana de abril, proporción que bajó a 69% en la última medición, de la mano de la desaceleración de los contagios.
Pero hay casos que son llamativos. En Japón, donde se registraron 590 decesos y la tasa de mortalidad es de apenas 0,5 cada 100.000 habitantes —frente a 50 de Italia—, el 86% de los consultados dice tener miedo. En Arabia Saudita, donde murieron 229 personas —la tasa es de 0,7—, el 75% manifiesta temor.
Es cierto que hay otros países en los que no hay tanto miedo. En Finlandia, que tiene una mortalidad de 5 cada 100.000, diez veces superior a la japonesa, solo el 32% se muestra preocupado. En Alemania, cuya tasa asciende a 9 cada 100.000, con más de 7.500 muertos, el 40% teme al contagio. Pero estos parecen casos excepcionales.
“La situación actual hace más difícil de ignorar el hecho de que todos vamos a morir. Para la mayoría de nosotros, el coronavirus aumenta solo muy ligeramente nuestras probabilidades de morir. Pero hace que la muerte sea más visible y, debido a que nuestro odio hacia ella es tan grande, causa una reacción exagerada e irracional. En este sentido es similar al terrorismo: aunque la probabilidad de ser asesinado por un terrorista es muy pequeña, los ataques crean un miedo completamente desproporcionado. Es mucho más probable que te mate una picadura de abeja que un terrorista, pero solo alguien con una alergia grave teme más a las abejas que a los terroristas. La personas no son completamente racionales”, explicó Eric T. Olson, profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Sheffield, consultado por Infobae.
Solo la enorme angustia que genera la perspectiva del contagio masivo y la eventual muerte propia y de seres queridos puede explicar que sociedades democráticas y abiertas hayan apoyado masivamente el recorte de sus libertades para evitar la propagación del virus. Por ejemplo, a pesar de que Italia impuso uno de los confinamientos más severos de Europa, una encuesta publicada a principios de abril por la consultora SWG mostró que el 63% estaba dispuesto a aceptar medidas incluso más duras.
Algo similar ocurre en Francia, donde el 57% reclamaba que las medidas del gobierno no eran lo suficientemente estrictas y apenas el 3% afirmaba que eran demasiado drásticas, de acuerdo a un sondeo de BVA. Pero el caso más claro es el Reino Unido, donde el primer ministro Boris Johnson trató de llevar adelante una estrategia más flexible, como la sueca, pero la presión de la opinión pública lo forzó a cambiar de curso. Según una encuesta de Opinium para The Observer, el 56% considera que el Gobierno no actuó lo suficientemente rápido y cerca del 80% está en contra de que se relajen las restricciones impuestas.
“Si no aceptar la muerte significa hacer cosas para prevenirla, entonces tiene consecuencias positivas. Hace que la gente viva más tiempo. Pero esto puede ir demasiado lejos. Creo que los médicos a veces se centran en posponer la muerte a expensas de la calidad de vida. Es el caso de algunos cánceres. Pero realmente no hay una razón comparable para no tratar de prevenir las muertes por coronavirus, porque las personas que se recuperan a menudo vuelven a una vida normal, y porque la mejor manera de evitar las muertes es tratar de que la gente no contraiga la enfermedad. Debemos tener cuidado de no cometer el error de pensar que la muerte es la única cosa mala de la que preocuparse, pero parece ser lo más importante en este momento”, dijo a Infobae el filósofo Ben Bradley, profesor del Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad de Syracuse.
Es cierto que la idea de la muerte fue siempre traumática para los seres humanos. Como animales conscientes de su propia existencia, la noción de dejar de ser es inimaginable e intolerable. Por eso, a lo largo de la historia, una de las razones de ser de las religiones fue darle sentido a la muerte, mostrando que no es el fin sino el pasaje a otra instancia. Pero en una era en la que la fe ha ido perdiendo terreno y, simultáneamente, la ciencia médica avanzó al punto de extender la vida a niveles inimaginables un siglo atrás, la muerte se volvió algo cada vez más difícil de aceptar.
Entre el pánico y la ilusión
La evolución de la expectativa de vida es la mejor manera de dimensionar el impacto que tuvo la medicina moderna en el mundo a partir del siglo XX. Entre 1960 y 2017, creció 20 años el promedio mundial, de 52 a 72 años, según las estadísticas del Banco Mundial.
En Hong Kong, que registra una de las máximas esperanzas de vida del planeta, pasó en el período de 67 a casi 85 años. En China, que es hoy una de las dos grandes potencias económicas, era apenas 43 años en 1960. En Yemen, que ni siquiera llegaba a los 30, creció más del doble y alcanzó los 66 años en 2017.
Este avance sin precedentes hizo que la muerte se convirtiera en algo lejano para los sectores de la población global que no viven en zonas de conflicto y que tienen satisfechas sus necesidades materiales básicas. Con el agregado de que los constantes progresos médicos fomentan la ilusión de que una enfermedad que hoy es letal deje de serlo en el futuro, permitiendo extender la vida cada vez más.
Esta combinación vuelve especialmente angustiante a la actual pandemia. Que se trate de un virus desconocido, sobre el que los médicos mantienen más dudas que certezas, y que además es en algunos lugares capaz de saturar hospitales y funerarias, genera pánico. Y el efecto se multiplica por la velocidad con la que circulan imágenes y noticias de todos partes.
“Nuestra actitud hacia la muerte ha cambiado durante el último siglo más o menos —dijo Olson—. La muerte se ha vuelto más remota, como resultado de que nuestras vidas son más seguras. Hace un siglo era mucho más común que personas de todas las edades murieran repentina e inesperadamente por accidentes, guerras, enfermedades infecciosas. Gracias a los avances en la medicina, la sanidad y la alimentación, ahora es mucho menos común, y la gente tiene muchas más probabilidades de sobrevivir hasta la vejez. La muerte es ahora menos visible para aquellos de nosotros que no somos ancianos: rara vez vemos morir a gente de nuestra edad. Esto puede aumentar nuestro miedo hacia ella y hacer que nos resulte más difícil aceptar plenamente que todos vamos a morir”.
Este fenómeno explica que, para muchos, la única respuesta posible sea encerrarse hasta que la ciencia descubra una vacuna o una droga capaz de exterminar al virus. Porque exponerse al virus sería demasiado peligroso. Y porque hay una confianza casi ciega en que, tarde o temprano, la cura va a llegar.
“Creo que es posible que la gente de los países desarrollados haya llegado a pensar que las intervenciones médicas avanzadas pueden ayudarnos a evitar muertes que habrían matado a muchas personas en tiempos pasados. Basta pensar en todas las enfermedades que mataban a personas hace cientos de años, pero que ahora pueden ser evitadas con un antibiótico o una cirugía. Así que tal vez algunos ven como algo especialmente preocupante cualquier caso en el que una persona joven y aparentemente sana muera. Pueden pensar que en este mundo moderno seguramente debería ser posible para los médicos prevenir tales cosas. Tal vez esto hace que ciertos tipos de muerte sean más difíciles de aceptar”, sostuvo Fred Feldman, profesor emérito del Departamento de Filosofía de la Universidad de Massachusetts en Amherst, en diálogo con Infobae.
No obstante, la historia demuestra que la ciencia no es omnipotente. Hay muchas enfermedades que afectan actualmente a millones de personas a las que no se les encontró una cura. Y, si bien hay tratamientos que permiten mejorar las posibilidades de sobrevida en esos casos, sus alcances son limitados.
Por otro lado, durante gran parte de la historia de la humanidad, las personas se acostumbraron a convivir con la muerte. El hecho de que cualquier peste fuera potencialmente mortífera, sumado a los peligros constantes un mundo sin las comodidades ni las regulaciones que caracterizan al actual, forzaba a todos a convencerse de que la vida era efímera y podía concluir en cualquier momento. En ese contexto, las religiones desempeñaban un rol decisivo.
La secularización de la muerte
En sociedades en las que la muerte era habitual, corriente, resultaba imperioso un marco conceptual que diera sentido a esas vidas dominadas por la incertidumbre. La separación entre cuerpo —perecedero— y alma —inmortal— es una forma de aceptar que ese paso transitorio por este mundo es solo una pequeña parte de la vida. Es una idea recurrente en diferentes religiones.
Creer que muchas de las cosas que ocurren y son muy difíciles de explicar, y de tolerar, forman parte de un plan superior, sosiega la angustia y permite sobrellevarla mejor. La idea de que el mundo es un lugar caótico en el que cualquier desastre es posibles puede resultar ser insoportable.
Pero si bien la religión sigue siendo muy importante, perdió mucho terreno en los últimos años. Millones de personas dejaron de ser creyentes y muchas de las que continúan profesando una fe no lo hacen con la misma intensidad que sus antepasados. Claro que no es un fenómeno lineal. También han nacido nuevas corrientes religiosas en las últimas décadas y sigue habiendo muchos fieles fervorosos en todas partes.
“Vivimos en sociedades negadoras de la muerte, con el deseo de esconderse de ella y de pasar nuestro tiempo en la falsa inmortalidad de la vida cotidiana. Las razones son muchas, pero entre ellas está la disminución de las creencias religiosas. Independientemente de lo que uno pueda pensar del cristianismo, y yo no soy cristiano, al menos la muerte está presente como una preocupación en la vida de las personas y hay rituales colectivos conectados con ella. La muerte se ha convertido en algo obsceno que tenemos que esconder”, dijo a Infobae Simon Critchley, profesor de filosofía de la New School for Social Research.
El discurso religioso, que siglos atrás tenía la hegemonía moral y de sentido en la mayor parte de las sociedades, perdió ese lugar y, en el mejor de los casos, ahora lo comparte con otros. Y ahí sobresale el discurso científico por encima de cualquier otro. La evidencia más clara de cómo se antepuso al religioso es que en todos los países, las distintas instituciones religiosas se sometieron a las indicaciones de distanciamiento social, que impidieron hacer con normalidad los ritos más sagrados.
Lo dramático de la ciencia es que ofrece muchas herramientas para combatir y postergar eficazmente a la muerte, pero no da ningún consuelo ante ella. Por el contrario, la necesidad de seguir sus pautas llevó a algunos gobiernos al extremo de forzar a muchas personas a morir solas, sin permitirles a sus familiares despedirse de ellas.
Hay otro rasgo de las sociedades contemporáneas que hacen más difícil afrontar la finitud de la vida: el declive de las identidades colectivas. Una forma de aceptar la muerte en paz es pensar que la vida continúa de alguna manera a través de otros que fueron significativos para la persona que se va. Pero ese bálsamo desaparece cuando los vínculos comunitarios y familiares se debilitan, y hay cada vez más gente sola.
“No creo que la pandemia haya cambiado la forma en que la gente se siente respecto a la muerte —dijo Bradley—. Sin embargo, hay características de ella que son muy difíciles. En primer lugar, la gente no solo teme morir, sino morir de ciertas maneras. La muerte en soledad es especialmente aterradora, y las personas que fallecen a causa del virus no pueden tener a sus seres queridos presentes en sus últimos días y horas”.
En muchos sentidos, es una buena noticia el profundo miedo a la muerte que reveló la pandemia. Nadie podría estar en contra de que se haya vuelto excepcional. Y cierto temor es saludable, porque lleva a las personas a cuidarse y a evitar riesgos innecesarios. Pero, al mismo tiempo, es problemática la excesiva dificultad para lidiar con la irrevocabilidad del fin de la vida. Sobre todo, cuando lleva a un miedo paralizante, que impide ver que el valor de la vida depende mucho de lo que cada uno pueda hacer con ella.
“Epicuro, Lucrecio y sus seguidores sostienen que la muerte no es algo malo para el que muere, precisamente porque dejamos de existir cuando morimos. El argumento de Epicuro es que ‘mientras existimos la muerte no está con nosotros, pero cuando llega, entonces no existimos’. Es decir, mi muerte no puede perjudicarme antes de que ocurra, porque antes de morir sigo vivo y bien, y una vez que ocurre, estoy fuera de su alcance. El argumento de Lucrecio es que mi muerte es similar a mi ‘inexistencia prenatal’”, dijo a Infobae Jens Johansson, profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad de Uppsala.
“Personalmente —continuó—. encuentro ambos argumentos poco convincentes. Pero hay otro punto a destacar aquí. Al menos una parte de nuestro miedo a la muerte parece deberse a una especie de egocentrismo. ¿Por qué es tan importante que mi flujo de conciencia continúe? ¿Por qué es tan importante que tenga experiencias en el futuro, mientras pueda haber experiencias valiosas de otros? Si pudiéramos deshacernos de al menos parte de nuestra constante fijación en nosotros mismos, podríamos llegar a temer menos a nuestra propia muerte”.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: