Fiebre, tos y falta de aire son los síntomas principales del coronavirus. O no, o más o menos: un estudio halló que siete de cada 10 personas que necesitaron ser hospitalizadas no presentaba fiebre y otro estableció que tres de cada 10 no tosían y el rango de los que no sufrían falta de aire variaba entre entre seis y nueve de cada 10. Y sin embargo, todos los pacientes de esas investigaciones estaban tan enfermos de COVID-19 —aunque no presentaran fiebre, tos o falta de aire— que necesitaron ser ingresados al hospital.
Más grave aun, hay síntomas que no se asocian habitualmente a la enfermedad que causa el SARS-CoV-2, como accidente cerebro-vascular (ACV) o síndrome del shock tóxico y que, sin embargo, han aparecido en algunos casos, de manera lo suficientemente repetida como para llamar la atención e ingresar al conjunto de factores que los médicos deben considerar como señal.
A casi seis meses del comienzo de la pandemia, con más de tres millones de personas infectadas en el mundo y más de 215.000 muertes, una crisis económica global sin precedentes y medidas de distanciamiento social con alto costo psíquico, el coronavirus se vuelve cada día más mercurial. Los políticos ensayan distintas formas de reapertura en los países más golpeados como España y los Estados Unidos, con criterios tan dispares que preocupan a los infectólogos por temor a una segunda ola de contagios, pero tampoco los científicos tienen más certezas.
“En los inicios de la epidemia, se creía que el coronavirus era una variante de una familia de enfermedades conocida, no un mal misterioso, aunque sí infeccioso y preocupante”, recordó la revista New York. Pero el perfil de una enfermedad respiratoria predecible “se vuelve menos claro cada semana”. La publicación citó a Carl Zimmer, prestigioso periodista especializado en ciencia de los Estados Unidos, quien tuiteó “Virólogos, ¿existe en el mundo algún otro virus que sea así de extraño en cuanto a su rango de síntomas?”.
Según las directrices de clínica y tratamiento que el Hospital Brigham and Women’s de Boston, vinculado a la Universidad de Harvard, compila y ajusta en tiempo real, el rango de fiebre en los pacientes con síntomas de COVID-19 oscila entre el 44% y el 94%, el de tos entre el 68% y el 83% y el de falta de aire, entre 11% y 40%, con otros secundarios como náuseas y diarrea (3% a 17%), confusión (9%) y dolor de cabeza (8% a 14%). “El hecho en sí de que los rangos sean tan amplios indica que la enfermedad se presenta de maneras muy diferentes en distintos hospitales y poblaciones de pacientes, lo que lleva a que algunos médicos y científicos a teorizar que el virus podría atacar el sistema inmunológico como lo hace el VIH, mientras que muchos otros consideran que la enfermedad desencadena una suerte de respuesta opuesta, una reacción excesiva del sistema inmunológico”, sintetizó el medio.
La confusión mayor que ha presentado hasta ahora la enfermedad se ubica precisamente en lo que parecía el blanco del SARS-CoV-2, el sistema respiratorio.
En general es muy predecible qué pasa cuando un virus ataca la función pulmonar y los niveles de oxígeno en sangre. “Pero desde hace semanas que los médicos en la primera línea han manifestado confusión porque muchos pacientes de coronavirus presentaban niveles de oxígeno en sangre letalmente bajos, mientras que, según los indicadores más comunes, parecían estar bien”, presentó New York. “Es una de las razones por las cuales comenzaron a reevaluar el foco clínico inicial en los respiradores, que por lo general se recomiendan cuando la oxigenación de los pacientes cae debajo de cierto nivel, pero luego de semanas parecieron de beneficio dudoso para los pacientes de COVID-19, que podrían haber evolucionado mejor con formas más leves o diferentes de suplemento de oxígeno”.
De hecho, el 88% de los pacientes que requirieron un respirador en Nueva York murieron. Una cifra similar a la experiencia de China, 86 por ciento.
Richard Levitan, un médico de emergencias, escribió en The New York Times una explicación posible al fenómeno de los pacientes aparentemente estables que sin embargo tienen niveles mortalmente bajos de oxígeno en sangre: la hipoxia silenciosa, que sucede cuando los alvéolos colapsan, no cuando se endurecen o se llenan de fluidos como sucede en la neumonía. Su trabajo se basaba en la experiencia que tuvo en el hospital Bellevue, pero para comprobar que ese sea un comportamiento del SARS-CoV-2 hace falta un estudio general.
Li Lanjuan, investigadora de la Universidad de Zhejiang, China, publicó un ensayo preliminar en el que sostuvo que se ha subestimado la capacidad de mutar que tiene esta nueva enfermedad. A partir del análisis de 11 pacientes, Li y sus colegas hallaron 30 mutaciones. “Las cepas más agresivas podían generar cargas virales hasta 270 veces más grandes que las cepas más débiles”, sintetizó el South China Morning-Post. “También fueron las que destruyeron las células más rápidamente”.
Otra teoría apunta al modo en que el coronavirus afecta la sangre: crea coágulos. The Washington Post informó que la clave se descubrió al estudiar víctimas fatales del COVID-19: “Las autopsias han mostrado que los pulmones de algunas personas se llenan con cientos de micro-coágulos. Los de mayor tamaño se pueden desprender y viajar hasta el cerebro o el corazón, y provocar una apoplejía o un ataque cardíaco".
El artículo también señaló que en el mes en que los Estados Unidos se convirtieron en el epicentro de la pandemia, los médicos “se han convencido cada vez más de que el COVID-19 ataca no solo los pulmones sino también los riñones, el corazón, los intestinos, el hígado y el cerebro”. Una lista que coincide con el análisis que hizo Science: “A pesar de los más de 1.000 estudios que llegan a las publicaciones académicas cada semana, sigue siendo esquiva la aparición de una imagen clara, ya que el virus actúa como ningún otro patógeno conocido por la humanidad”. En una ilustración, la revista de ciencia resumió las áreas afectadas por el coronavirus que se han documentado: “Cerebro, ojos, nariz, pulmones, corazón, vasos sanguíneos, hígado, riñones, intestinos”.
New York reunió algunas de las pruebas: “En Wuhan se descubrió daño cardíaco en el 20% de los pacientes hospitalizados, y el 44% de aquellos en terapia intensiva tuvieron arritmias; el 38% de los pacientes holandeses en cuidados intensivos mostraron una coagulación irregular; el 27% de los pacientes de Wuhan tuvieron insuficiencia renal, y muchos más revelaron señales de daño en los riñones; la mitad de los pacientes chinos mostró daño hepático y, según los estudios, entre el 20% y el 50% de los pacientes tuvo diarrea”.
El Post también informó que adultos jóvenes y de edad mediana, “apenas enfermos de COVID-19, mueren de ACV”. Algunos ni siquiera sabían que estaban infectados, según describió una historia clínica que no presentaba mayor interés a simple vista: “No tomaba medicaciones, no tenía antecedentes de enfermedades crónicas. Se había sentido bien, pasando el tiempo en su casa como el resto del país, cuando de pronto sintió problemas para hablar y mover el lado derecho de su cuerpo. Las imágenes mostraron un bloqueo en el hemisferio cerebral izquierdo". Todo hubiera sido típico de problema cardiovascular si no fuera porque el hombre tenía 44 años —la edad promedio para esos episodios es de 74— y había dado positivo en el hisopado de SARS-CoV-2.
Algo más extraño se vio al hacer la intervención para eliminar el coágulo: los médicos observaron cómo, mientras lo empujaban, se formaban nuevos coágulos a su alrededor. “Estos ACV podrían explicar la gran cantidad de pacientes que mueren en sus casas, teorizaron varios médicos, muchos o la mayoría de los cuales muere de manera súbita", siguió New York. “Según las guías del hospital Brigham and Women’s, solo el 53% de los pacientes de COVID-19 murieron solamente por insuficiencia respiratoria”.
En pocos meses se pasó de creer que no había transmisión asintomática a considerar que probablemente al menos de la mitad de las infecciones no muestran síntomas, de creer que las mascarillas eran inútiles a imponer su uso en público, de creer que los jóvenes no se enfermaban a estimar que eran un poco menos vulnerables. Todo esto —concluyó la revista— significa que el nuevo coronavirus ha causado no solo una crisis de salud pública, sino también una crisis científica. Y para ninguna hay una salida obvia a la vista.
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