Puede sonar excesivo, pero lo que no consiguió la gran recesión de 2008 podría conseguirlo un microorganismo que está siendo letal para Europa. La propagación del SARS-CoV-2 y su especial virulencia en nuestro continente parecen síntomas no solo de una alteración epidemiológica, sino de una enfermedad previa que llevase años incubando en la Unión Europea.
César Molinas y Fernando Ramírez Mazarredo ya lo indicaban en su libro La Crisis Existencial de Europa (Ediciones Deusto, 2017):
“La última gran crisis financiera estuvo a punto de romper la Unión Europea, sumió a sus ciudadanos en un pesimismo profundo y alentó los populismos”.
Los autores cerraban su obra abogando por cultivar un verdadero sentimiento de pertenencia a Europa. Ahora, en la gestión europea del COVID-19, no encontramos ningún sentimiento de pertenencia, ni para bien, ni para mal.
La Unión Europea necesita desde hace años un nuevo proyecto que supere una institución ya caduca y que no le deja encarar los problemas globales de su ciudadanía: la del estado nación. Sin embargo, la respuesta al COVID-19 está siendo más nación y menos Europa.
No hay acciones coordinadas para atajar los problemas
La Comisión Europea se ha limitado a dejar que sus estados miembros actúen como consideren conveniente, apelando a la excepcionalidad para suspender el Acuerdo de Schengen o dejando para luego los compromisos de estabilidad macroeconómica y equilibrio de cuentas públicas, especialmente significativos para los países del euro. Se ha limitado a dejar hacer y no ha hecho nada más.
No es casual que el virus se haya concentrado en la vieja Europa. La globalización de finales del siglo XX y principios del XXI lo trajo desde la gran fábrica del mundo y aquí empezó a expandirse, afectando gravemente a los ciudadanos de mayor edad.
Este virus nos enfrenta no solo a una Europa envejecida y que sufre, sino a una Europa (a una Unión Europea) que está perdiendo la carrera por el liderazgo tecnológico en un mundo cada vez más digital.
Porque si algo nos ha enseñado la gestión asiática de la pandemia es la importancia de las nuevas tecnologías. La revolución digital no es sólo una fuente de progreso y competitividad liderada por China y Estados Unidos, sino que se ha mostrado como fundamental a la hora de controlar al virus y dar instrucciones a la población. El móvil ha sido casi más útil que las mascarillas. Pero ni una cosa ni la otra están en la Unión Europea.
¿Podremos hacerlo mejor en la gestión de la crisis?
Todo parece indicar que, como en otras ocasiones, se está jugando a ganar tiempo. Es cierto que de otras crisis hemos aprendido, que las medidas de austeridad se han relajado y que el Banco Central Europeo ha anunciado medidas sin precedentes. Pero no solo hay que hablar de política monetaria.
Las previsiones sobre el indicador de la actividad productiva (PMI) presentadas este 24 de marzo por analistas financieros muestra tres cosas:
El COVID-19 ha generado la caída más grande de este índice desde que hay registros, Mucho mayor que la que experimentó con la crisis de 2008. En marzo, toma un valor de 31,4, según el Flash del Índice PMI Compuesto de la Actividad Total de la Zona Euro de IHS Markit frente al 51,6 registrado en febrero. Es la mayor caída mensual de la actividad empresarial desde que se comenzaron a recopilar datos comparables en julio de 1998.
Este índice de expectativas no sólo muestra la caída en este mes sino el deterioro sobre la evolución futura, indicando que la contracción puede durar más tiempo que el shock inicial si los agentes económicos no ven respuestas de política económica adecuadas.
Hay un impacto fuertemente asimétrico entre los países europeos, en un patrón de centro-periferia muy claro.
La Europa de los tres trilemas
Ante estos resultados, renace la pregunta de siempre: ¿cómo va a manejar la Unión Monetaria un shock tan intenso y además de naturaleza asimétrica? Hasta ahora no se ha hablado de política fiscal europea, pero es absolutamente necesario empezar a hacerlo.
En Papeles de Economía Española, n. 141, José M. González-Páramo y María José ÁLvarez Gil hacían un análisis de la estabilidad macroeconómica, la integración y la deuda en el área del euro, definiendo tres trilemas.
- El primero, el trilema macroeconómico que ya puso sobre la mesa Dani Rodrick en La paradoja de la Globalización (Antoni Bosch Editor, S.A., 2012) y que plantea el escaso margen de los Estados nación para llevar a cabo políticas independientes en un mundo global.
- El segundo trilema es el financiero y expone la incompatibilidad de mantener políticas nacionales de regulación y supervisión financieras, con la unión monetaria y las normas de estabilidad financiera de la zona euro. Mientras esto se mantenga, seguirá existiendo una conexión muy fuerte entre el deterioro de la capacidad de endeudamiento de un país y la situación de su propio sistema financiero.
- Relacionado con el punto anterior, aparece el tercer trilema, el político: no se pueden mantener políticas nacionales presupuestarias y fiscales si una unión monetaria y bancaria genuina aspira a tener legitimidad democrática. Y es aquí donde estamos ahora.
Por un lado, los agentes económicos (los mercados) esperan de las autoridades (también de las de la Unión Europea) respuestas claras y contundentes y con cierta anticipación a los hechos. Sin embargo, cuando los gobiernos se reúnen en las cumbres de la UE, hablan pero no actúan.
Las preguntas que Europa no quiere responder
Cuando se empiecen a conocer datos sobre los desequilibrios fiscales derivados del gasto directo provocado por la gestión de la pandemia, o cuando la caída de la actividad productiva deteriore las cuentas públicas, ¿cuál será la respuesta de la Unión Europea? ¿Los mercados estarán tranquilos cuando aumenten las necesidades de financiación de países ya muy endeudados e intenten colocar más deuda? ¿Volverá la prima de riesgo a sobresaltar nuestros mercados?
Sólo hay respuestas nacionales a un problema global. Y lo que Europa necesita son respuestas comunitarias en todos los terrenos, también en el macroeconómico.
La Unión Europea ha relajado los mecanismos de supervisión macroeconómica pero todavía no quiere ni hablar de los sistemas de “mutualización de riesgos”: emisión de deuda conjunta, mecanismos de cobertura europeos… Y es necesario saber cómo se van a pagar las facturas.
Los ciudadanos europeos se merecen una Unión Europea que proteja y no un zombi ausente. El populismo y los nacionalismos euroescépticos acechan y hoy más que nunca se necesita una Unión Europa más fuerte, y más rápida y certera en sus decisiones. Porque tan malo es llegar tarde como no llegar.
Rubén Garrido-Yserte es director del Instituto Universitario de Análisis Económico y Social, Universidad de Alcalá
Publicada originalmente en The Conversation
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