Mi hijo fue el primero en pasar el detector de metales del aeropuerto. El aparato emitió un breve sonido y, con amabilidad pero con firmeza, lo apartaron del resto de los pasajeros y le ordenaron que se quedara quieto. Enseguida llegó una mujer con barbijo y guantes de látex que empezó a pasarle un algodón o algo parecido por las manos y las puntas de las zapatillas. Me acerqué, les dije que era el papá y pregunté qué pasaba en una mezcla extraña de italiano y portugués. Me respondieron que era un control de rutina, que no tocara nada. Estábamos a punto de abandonar Roma y yo no podía dejar de recordar que Manuel había dicho la noche anterior que se sentía cansado y le dolía un poco la cabeza.
Lo alejaron unos metros y otra mujer con las mismas medidas de seguridad empezó a pasar algo como una curita por la campera y la mochila de mi hijo. Intercambió algunas palabras con su compañera y recién ahí nos dijo que estaba todo bien, que podíamos seguir camino al avión. Un poco más calmo volví a preguntar por qué había sido el control, por qué habían elegido a mi hijo. Me explicaron que era algo habitual en Italia y que la elección había sido “aleatoria”. “¿Es por el coronavirus?”, consulté. La que parecía la jefa me respondió con una sonrisa burlona mientras negaba con su cabeza. “¿Drogas?”, insistí. Me volvió a decir que no, pero abrió los ojos bien grandes y mirándome fijo me dio la respuesta que le había pedido: “Explosivos”. Nunca lo hubiera imaginado, pero recién en ese momento me quedé verdaderamente tranquilo.
Nos íbamos de Roma después de dos días y medio inolvidables: una ciudad increíble -que solo había conocido durante la cobertura de un viaje presidencial de Cristina Kirchner en pleno conflicto con el campo-, un clima ideal y poca gente en las calles, museos y restoranes. Claro que no habíamos podido escapar del todo a la psicosis generalizada.
A nuestra llegada a Roma, en Fiumicino, nos esperaban con un control de temperatura corporal a distancia. Lo superamos con éxito, pero la excitación nos jugó una mala pasada: salimos del aeropuerto sin retirar el equipaje. Tuvimos que conseguir una autorización por escrito para volver a entrar a buscar las valijas. Las encontré a las dos dando vueltas solas sobre la cinta.
El tren y el subte que nos llevaron al hotel estaban semivacíos. No teníamos con qué comparar, pero era evidente que el movimiento era escaso para un día de semana en un horario pico.
El hotel nos recibió con un cartel que indicaba que a cada persona que entrara se le tomaría la temperatura con un scanner. Al otro día, una de las recepcionistas nos explicó que en caso de que la máquina detectara algún huésped con fiebre ella recibiría un mail con la alerta y se activaría inmediatamente un protocolo sanitario. No quisimos saber nada más.
A las pocas cuadras, la farmacia de una las calles más angostas del centro de Roma nos dio la mejor noticia que podíamos esperar. A diferencia de otras que habíamos visto en el camino con papeles pegados en las vidrieras anunciando que no tenían más barbijos (mascarillas) ni alcohol en gel, esta ofrecía todo lo que necesitábamos para nuestra estadía. Pagamos resignados 6 euros cada frasco de 100 mililitros para desinfectar nuestras manos. De hecho, tuvimos que volver dos días después para reponer nuestro stock. Alcohol antes de comer y después de tocar billetes, barandas y picaportes. Al entrar o al salir. Al subir o al bajar. Los envases se vaciaron uno tras otro.
En las calles no vimos nada muy extraño, así que poco a poco nos fuimos tranquilizando. Almorzamos en un restorán desierto y enfrentamos la primera “aglomeración” en una heladería famosa por sus 150 sabores. Pese a que fue el lugar donde encontramos más gente, no pudimos evitar volver los días siguientes.
Desde la Argentina llegaba la preocupación de familiares, amigos y compañeros de trabajo. Resultaba difícil mantenerse indiferentes. Pero si no había logrado frenarnos el dólar “solidario” tampoco lo iba a conseguir, a mitad de un viaje soñado hace años y programado hace meses, la alarma por un virus.
Rápidamente adquirimos un control especial sobre nuestros cuerpos: amanecimos con el cuello duro y la culpa fue del colchón. Los dolores de piernas eran por los 25 kilómetros de caminata diaria y los de cintura por cargar las valijas y, probablemente, también por la edad. No tuvimos, al menos hasta el momento, ningún síntoma de gripe. Aunque, debo reconocerlo, en algún momento sentí que los tenía todos. Pero como no soy el único hipocondríaco de la familia, me cuidé mucho de que nadie lo advirtiera.
Recorrimos las calles y plazas sin problemas. Hicimos filas de menos de 50 personas para entrar al Coliseo y al Vaticano. Con Manuel realizamos un viaje en colectivo para conocer el estadio de la Roma y fuimos testigos de un gracioso diálogo entre una mujer de origen oriental que llevaba barbijo y una señora que le hablaba tapándose la cara con su pullover.
Nos falta una escala más antes de volver a la Argentina. Queremos regresar sanos por nosotros y, sobre todo, por todos los que veremos a nuestra vuelta. Y también queremos volver algún día a Roma. Sin coronavirus. Ojalá sea suficiente el deseo que pedimos entre los cuatro al tirar una moneda de diez centavos de euro a la Fontana di Trevi.