Los resultados de las elecciones generales de Taiwán celebradas el sábado pasado no fueron sorpresivos, en tanto las encuestas de las últimas semanas preanunciaban la victoria de la candidata oficialista, la actual presidente Tsai Ing-wen del Partido Demócrata Progresista.
Tampoco sorprendieron los análisis que abundaron al respecto. La mayoría de los expertos interpretaron los resultados a luz del conflicto que Taiwán (cuyo nombre oficial es República de China) mantiene con la República Popular China, y que se remonta a la guerra civil que finalizó en 1949 con el triunfo comunista y la derrota y exilio de los nacionalistas en la isla de Taiwán.
Una histórica y conflictiva relación
Desde el fin de la guerra civil ambos bandos reivindicaron la representación sobre la totalidad del territorio del gigante asiático, pero solo la China comunista posee el reconocimiento oficial de la comunidad internacional para hacerlo. Por ello, el asiento en la ONU les pertenece y mantiene el reclamo por la soberanía de Taiwán, a quien considera parte innegociable de su territorio.
Este conflicto, sumado al de la ex colonia británica Hong Kong –que a diferencia de Taiwán, pertenece a China– y el diferendo sobre el Mar de China Meridional –que China mantiene con Vietnam, Malasia, Filipinas, Indonesia y Brunéi–, deben alertar sobre la importancia de potenciales problemas geopolíticos en las fronteras inmediatas de China y sus consecuencias para el mundo.
Un termómetro para medir la realidad de la región
Tal como sucedió con las elecciones locales de Hong Kong en noviembre pasado, en que el campo pro-democracia ganó el 81% de las bancas, el Partido Demócrata Progresista taiwanés, escéptico respecto a China, obtuvo más del 57% de los votos en las elecciones presidenciales. En ambos casos hubo un aumento marcado de la participación: +24 puntos en Hong Kong y +8.5 puntos en Taiwán.
No solo los ciudadanos de estos territorios votan cada vez más contra Beijing, también lo hacen más masivamente, indicando un interesante aumento de la confianza en las instituciones democráticas que va a contramano de lo que se ve en el resto del mundo.
Sin dejar de reconocer la magnitud de China, es necesario también tomar en cuenta los procesos que ocurren en los otros países de la región. Estos países, de diferente modo, también son poderosos y poseen tradiciones e historias milenarias. La tendencia a analizar lo que ocurre en Asia reduciendo todo a la relación con el régimen de Xi Jinping perjudica la capacidad de entender fenómenos sociales y políticos que también ocurren en la región. En especial, en los territorios reivindicados por la República Popular China, como Hong Kong y Taiwán.
Los análisis electorales acotados a la dicotomía “pro-democracia versus pro-Beijing” en el caso hongkonés, y a “pro-independencia versus pro-reunificación” en el caso taiwanés, son insuficientes para dar explicaciones sobre el comportamiento electoral de los votantes. A la vez ignoran una gran cantidad de variables sociales y políticas que se ponen en juego cada vez que se concurre a las urnas.
Taiwán no votó por la reelección de Tsai solo para mandarle un mensaje a Xi. Tampoco por considerarla a ella como una gobernante excepcional. De hecho, en 2018 su partido perdió las elecciones locales y ella debió renunciar como presidenta del mismo. Hasta mediados del año pasado muy pocos creían que sería capaz de ganar las elecciones, mucho menos por el margen con el que finalmente lo hizo.
Pero las encuestas preelectorales mostraban que el desgaste que arrastraba la mandataria no significaba directamente una ganancia para el partido rival: el Kuomintang, el viejo partido que promueve relaciones más cercanas con la República Popular China. Por el contrario, las primeras encuestas parecían favorecer a un tercer aspirante, el candidato independiente, Ko Wen-je. Pero las cosas no salieron como inicialmente se esperaban.
Procesos que avanzan más rápido que la solución de los conflictos nacionales
Que los votos de la presidente Tsai no fueran al pro-chino Kuomintang, se puede explicar –en parte– a que la mayoría de los taiwaneses no se siente chino. Según una encuesta de la Universidad Nacional Chengchi publicada en julio del año pasado, casi el 57% de la población se percibe así misma como taiwanés, menos del 4% como chino, y el resto de ambos modos.
Que el porcentaje que se identifica a sí mismo como taiwanés sea tan similar al obtenido por la presidente Tsai en las elecciones no es una simple coincidencia. Más aún cuando el voto legislativo que obtuvo su partido fue solo del 34% sobre el total. Entre los votos que el Partido Demócrata Progresista obtuvo para presidente y los logrados en las boletas que elegían legisladores hubo una diferencia positiva de 23 puntos. Este hecho reclama un análisis más detallado.
¿De dónde salieron esos más de 3 millones de votos de diferencia? De taiwaneses, que votaron a alguno de los 17 partidos minoritarios para el parlamento, pero a la hora de elegir entre un candidato a presidente que se define chino (el del Kuomintang) y una candidata que busca la soberanía taiwanesa, la sociedad taiwanesa se decantó por esta última.
La cuestión sobre la identidad taiwanesa no es nueva. Aunque la masividad de la participación electoral en esta elección revertió la tendencia previa. En 2018 se realizó un referéndum junto a las elecciones locales para decidir sobre diversas temáticas, entre ellas sobre el nombre que representaría al país internacionalmente. Oficialmente, es la República de China, pero solo 14 países lo reconocen como tal. Para el resto de los países no posee embajadas sino “oficinas comerciales y culturales de Taipéi”. Por su parte, el Comité Olímpico Internacional reconoce al país como “China Taipéi”.
En el referéndum se consultó sobre la posibilidad de competir en deportes internacionalmente bajo el nombre “Taiwán”. La propuesta perdió con 5.8 millones de votos en contra y 4.7 millones a favor, pero con solo el 56% de participación. Casi 20 puntos menos que la registrada en las estas últimas elecciones. Ahora, los 4,7 millones que en aquella ocasión votaron a favor –y perdieron- se reforzaron con más de 3,4 millones de votantes que no habían participado en el referéndum y que, seguramente, también se vieron influidos por los acontecimientos sucedidos recientemente en Hong Kong.
La “grieta” taiwanesa va más allá de si se quiere una relación más o menos cercana con China. Conlleva en sí misma la pregunta por la identidad de la sociedad. Pasado tanto tiempo de la guerra civil, una parte muy importante de la población se siente cada vez más taiwanesa, y está cada vez más movilizada para enfatizarlo.
El fin de esta historia queda aún entre signos de interrogación. Lo mismo que la de Hong Kong y el diferendo por el Mar de China Meridional. Todos ellos estarán vinculados a cómo China decida procesar y resolver estos conflictos y cuánto prefiera mantener el statu quo o imponerse de manera disruptiva. Esta última solución, de no poder eludirse, no solo afectará el futuro de la zona y de los actores nacionales en disputa.
Lo que ocurra en Asia es hoy un asunto global.
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