Los shiítas eran casi invisibles en Bagdad durante el régimen de Saddam Hussein. Estaban confinados, casi por completo, en los barrios de Kadhimiya y de Ciudad Sadr. El resto, repartidos por el sur del país. Pero siempre alejados del poder, una mayoría segregada por la minoría sunita. Un año después de la invasión estadounidense de 2003 y la caída del régimen de Saddam, ya se veía en las calles una presencia más visible shiíta. Particularmente, los carteles con la figura de un clérigo muy influyente de cara redonda, barba tupida, turbante negro y unos ojos penetrantes como el acero: Muktada al Sadr. Es el hijo del gran ayatollah Mohamed Sadeq al Sadr, asesinado por la mukhabarat, la policía secreta del régimen. Fue el primero en formar una milicia de autodefensa. Sus seguidores gritaban “Muktadá, Muktadá” y disparaban al aire con sus kalashnicovs. Luego, rezaban en la plaza de Al Firdos y en la avenida Sadoun, ocupando al menos diez cuadras.
Detrás de todo esto estaba Irán. Había sido el gran enemigo del Irak de Saddam, con una guerra devastadora (1980-88) que dejó, al menos, un millón de muertos. El régimen de los ayatollahs volvía a defender a sus hermanos shiítas iraquíes. Comenzaba un largo recorrido que llevó a la creación de varias otras milicias por parte del poderosísimo general Qassam Suleimani, el líder de las fuerzas especiales iraníes. Hasta que Donald Trump ordenó asesinarlo, el viernes muy temprano en el aeropuerto de Bagdad. Una acción que tiene al mundo con el estómago apretado. Una semana antes habían sido una serie de ataques contra el Hezbollah iraquí, una de las milicias organizadas por Suleimani, que dejaron 25 muertos. La respuesta fue una muy violenta protesta frente a la amurallada embajada estadounidense que duró casi tres días. Una escalada que terminó por develar que Irak vuelve a ser el campo de batalla de la guerra sorda que mantienen Irán y Estados Unidos desde la caída del Sha en 1979.
La influencia persa en territorio iraquí es tan antigua como la existencia de ambos pueblos en la región. La represión de la dictadura saddamista, llevó a cientos de miles de iraquíes shiítas a buscar refugio tras la frontera de su vecino. Más de un millón de ellos regresaron a sus casas en el sur de Irak tras la caída del régimen en 2003. Habían estado 25 años bajo la influencia de la revolución islámica. Entre ellos, los líderes del partido Al Dawa, el Consejo Supremo de la Revolución Islámica en Irak (CSRII) y los seguidores del gran ayatollah iraquí Alí Sistani. Fue cuando aparecieron las primeras milicias armadas por los Pasdaram, los guardias revolucionarios iraníes, como las Brigadas Badr, lideradas por el clérigo Abdul Azis al Hakim del CSRII y el Ejército Mahdi de Muktadá al Sadr. Pronto pasaron a controlar a la policía, los consejos municipales, el aparato de seguridad y organizaciones humanitarias como la Media Luna Roja (la Cruz Roja musulmana).
También aparecieron los “asesores”, comandantes de la Guardia Revolucionaria iraní y del Hezbollah libanés (creado, armado y financiado por Irán). La revista Time informaba en 2005 que un grupo de unos 50 milicianos libaneses al mando de Abu Mustafa al Sheibani habían llegado a Nayaf, ciudad sagrada shiíta, para entrenar a los milicianos del Mahdí. Las tropas del Pentágono no tenían tiempo de controlar estos movimientos. Toda su atención estaba sobre la insurgencia que planteaba la red terrorista Al Qaeda al mando de Al Zarkawi. Todo esto era muy favorable a los intereses de Irán que pretendía mantener la unidad territorial iraquí bajo un gobierno shiíta que ellos pudieran controlar desde Teherán y que mantuviera ocupado a Estados Unidos.
Desde 2011, cuando Estados Unidos se retiró después de la desastrosa invasión, la fuerza militar y política de las milicias pro iraníes en Irak no para de crecer. Y en 2014, cuando Irak tuvo que hacer frente a la ofensiva del ISIS, Irán multiplicó su asistencia y apadrinó la creación de las llamadas Fuerzas de Mobilización Popular (PMF), que agrupan a decenas de estas facciones y que cuentan con unos 140.000 milicianos muy bien entrenados y equipados con tanques, artillería y armamento de todo tipo. Dos años más tarde, el parlamento iraquí le dio reconocimiento oficial al PMF como “unidades autónomas” del ejército iraquí y le asignó un fabuloso presupuesto de 2.160 millones de dólares. Los tres principales grupos que conforman estas fuerzas, el Hezbollah, Asaib Ahl al Haq y las Brigadas Badr, tienen a su vez representación parlamentaria. De esta manera controlan varios ministerios y gran influencia sobre el primer ministro. También hacen grandes negocios como el cobro de tasas en las fronteras, las principales rutas y algunos puertos.
El personaje más poderoso de este entramado de milicias era Abu Mahdi Al Muhandis, quien también murió en el ataque estadounidense del viernes. Un político vinculado a Irán desde la década de los 80, condenado a muerte en Kuwait por participar en los atentados contra las embajadas de Estados Unidos y Francia de 1983, elegido parlamentario en 2005 y asesor directo del primer ministro Ibrahim Jaafari. Muhandis era el líder del Hezbollah iraquí y “número dos” de la PMF.
En septiembre, Muhandis fue destacado en las noticias al firmar un proyecto de ley que instaba a la creación de una fuerza aérea propia de esta nebulosa de milicias, al margen de la aviación iraquí. Poco después viajó a Teherán junto a Qais al-Khazali, líder de Asaib ahl al-Haq, para solicitar el suministro de misiles antiaéreos que permitieran defender sus bases. El jefe teórico de las PMF, Faleh al-Fayadh -un personaje más moderado que intentó acercarse a Washington, a donde viajó en octubre pasado- negó tal extremo, aunque los expertos advierten que las Fuerzas de Movilización Popular distan mucho de mantener una estructura organizada de mando y cuestionan la capacidad de Fayadh para controlar a Muhandis. Tampoco lo puede hacer el primer ministro en ejercicio, Adel Abdul Mahdi, que pese a sus esfuerzos por intentar mantener una posición distante tanto de Washington como de Teherán se encuentra desbordado por las protestas que se suceden en el país desde hace tres meses y tienen su epicentro en la Plaza Tahrir de Bagdad. Precisamente, una de las reivindicaciones de los estudiantes que lideran las manifestaciones es la disolución de las fuerzas paramilitares y el fin de la influencia de Irán y del PMF en la política iraquí.
Desde que Trump rompió en mayo de 2018 el pacto nuclear con Teherán, e impuso severas sanciones, la tensión no cesa entre Estados Unidos e Irán. Con el asesinato de Soleimani llegaron a un punto de no retorno. Una semana antes, las milicias del Hezbollah iraquí habían lanzado un cohete contra una base militar iraquí que mató a un contratista estadounidense e hirió a varios. Era el ataque número 28 de las milicias en los últimos tres meses contra bases militares donde operan los marines. Washington respondió con extrema dureza: cinco bombardeos en Irak y Siria contra la milicia proiraní, que dejaron al menos 25 muertos y medio centenar de heridos. El martes, tras los funerales de los combatientes fallecidos, miles de milicianos y civiles, con la tolerancia de las autoridades iraquíes, atravesaron los controles de entrada a la fortificada Zona Verde de Bagdad y llegaron a la embajada estadounidense al grito de “¡Muerte a América!”. Tiraron bombas molotov, derribaron puertas y ventanas blindadas, y algunos llegaron a irrumpir en el lobby de entrada. Los marines que custodian la sede diplomática respondieron con gases lacrimógenos y tiros al aire. De milagro, no hubo muertos. El Pentágono envío un refuerzo de 120 marines en helicópteros Apache desde Kuwait. El secretario de Defensa, Mark Esper, anunció también que alrededor de 750 soldados serán enviados a la región con carácter inmediato, “en una acción proporcionada y preventiva en respuesta al incremento de los niveles de amenaza”, y que hay tropas adicionales listas para unirse en los próximos días.
Donald Trump responsabilizó del asalto a Irán y conminó al gobierno iraquí a garantizar la seguridad de su personal y sus propiedades. Los milicianos de las FMP, aseguraron que los suyos acamparían indefinidamente junto al perímetro de la embajada hasta que Estados Unidos se retirara de Irak. Pero el primer día del 2020, finalmente, ordenaron la retirada de los manifestantes del fortificado complejo diplomático. Ante las escenas de violencia, en Washington reapareció el fantasma del asalto al consulado en Bengasi, Libia, en septiembre de 2012, en el que un grupo de milicianos irrumpió en la misión diplomática y la incendió, causando la muerte de cuatro estadounidenses, entre ellos el embajador en el país. Los republicanos, y en especial el entonces congresista y hoy secretario de Estado, Mike Pompeo, criticaron entonces con dureza a la administración demócrata de Barack Obama por su respuesta a aquella crisis. Y responsabilizaron del hecho a la entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton. En el medio de la crisis, el propio presidente Trump quiso marcar una explícita distancia con aquel episodio: “¡El anti-Bengasi!”, tuiteó, sobre su respuesta a lo que estaba ocurriendo en Bagdad. El senador Lindsey Graham, fiel aliado de Trump que desayunó con él el martes 31, aseguró en una entrevista que el presidente no busca un enfrentamiento con los iraníes y que confía en que estos den pasos hacia la resolución de la crisis. “El objetivo es desescalar”, dijo, “pero hacen falta las dos partes para hacerlo”. Evidentemente, no es lo que estaba en la mente de Trump. Apenas unas horas más tarde ordenó el ataque contra Soleimani y Al Muhandis.
Claro que nadie podría apostar a que la tensión va a desaparecer. En Teherán están midiendo cuál va a ser la respuesta. No va a ser moderada. Soleimani era un héroe tanto en Irán como en Irak. Había estado varias veces en el frente cuando las milicias shiítas combatían contra el Estados Islámico y es idolatrado por estos milicianos. Era también el líder de la línea más dura del régimen de los ayatollahs. Otro general muy influyente, jefe de la Guardia Revolucionaria, Hosein Salami, citado por la agencia Fasr, dijo que se está desarrollando una “guerra de inteligencia” en la que Estados Unidos tiene las de perder porque “su sistema político está quebrado y perdió fuerza. Tiene aparentemente un cuerpo enorme, pero sufre de osteoporosis”. Claro que el conflicto no se va a dirimir en ningún consultorio médico. Todo indica que la enorme planicie de la Antigua Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates, será el nuevo campo de batalla.
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