“¿Alguna vez has mirado al infinito? Sin saber que te depara. A un horizonte, azul, inmóvil, esperando que algo aparezca, surjan las ondas que irrumpen la calma, una barcaza, una luz que asoma en el Mediterráneo”. Jesi es voluntaria, belga, de unos 21 años, armada con unos prismáticos es unas de las vigilantes que se encarama en los riscos de Lesbos, una isla perdida de Grecia. Buscan botes de gente desesperada, procedentes de Afganistán, Siria y otros países devastados por la guerra. Su avistamiento puede ser vital en el rescate, los segundos cuentan.
Del otro lado Admuh, sirio, intenta que la lancha no vuelque. Un gamón naranja alquilado a traficantes. Apenas se mantiene a flote. Solo les dijeron, sigue al faro. Otra mentira después de una travesía que casi le cuesta la vida a su familia. Están empapados. Rezan a su dios Alá, para llegar a buen puerto. El trayecto es corto pero casi naufragan, de hecho la fragilidad de la barcaza hace que varios vuelquen, nadie vuelve por ellos.
Las olas aprietan “el caparazón de madera”, como tentáculos de pulpo. Las grietas se agrandan. El agua entra por todos lados, los gritos pueden oírse desde la otra orilla. El barco empieza a hundirse cuando aparece el equipo de Refugee Rescue posicionándose junto a la patera. Trasladan primero a los más pequeños que lloran mientras, medio sumergidos, son alzados por los rescatistas hasta su lancha. Ya en la costa, Admud llora desconsolado. “Creí que perdía a mis hijos, alguien piensa que hacemos esto por placer, que tenemos otra opción” exclama.
Las playas del norte de Lesbos se han vuelto “fantasmagóricas”, lejos del bullicio de Mitilene la capital, una especie de Ibiza venida a menos. En el norte apenas algunos establecimientos semivacíos, casa blancas de techos azules, botes de pescadores artesanales y pequeños restaurantes con olor a pescado fresco. Los gatos negros ocupan el espacio dejado por los turistas. Apuran las espinas y raspas. Como sombras. Tan solo algunos vecinos, periodistas y voluntarios frecuentan los dos tabernas frente al mar. Después de dos días todos nos conocemos. De fondo repican las campanas de una pequeña “ermita ortodoxa” que se erige entre las rocas. Velas e incienso. Rezos. En el puerto solitario nos recibe Pat Wallace, coordinadora de Refugee Rescue: “Somos una de las dos organizaciones que se dedican al salvamento en la zona, solo dos. El Estado nos abandonó. En lo que va de año han muerto al menos 65 personas” resalta.
Los siete kilómetros que separan la isla griega de las tierras turcas se han convertido en “una trampa mortal”, lo cual no evita que continúe el éxodo. Unas 400 personas siguen arribando al día después de que el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan haya abierto “las puertas” del Egeo, de nuevo. Es “su venganza” ante la falta de negociaciones con Europa en temas como los kurdos, derechos humanos y la inclusión en la UE.
La “cruel sátira” no termina, apenas empieza al tocar tierra. Los inmigrantes llegan desesperados a las costas pero tras recobrase del susto y casi morir en el intento, recuperan la sonrisa. Como si lo peor hubiera pasado. “Salam Alekum” –qué la paz sea contigo-, dicen mientras son trasladados a centros transitorios. Es una victoria agónica y pírrica. Todavía no saben que el destino les depara “otro infierno” de dimensiones diferentes. Esta vez es “Europa”, “el sueño civilizado” por el que arriesgaron sus vidas, quien “alquila la jaula”.
El bosque sin salida
Ariassa de Afganistán vaga perdida junto a sus cuatro hijos, confundida entre “el laberinto de olivos y carpas” que inundan la “jungla”. Este lugar también conocido como “el bosque” es una campo de refugiados informal, el cual rodea a Moria; El centro más grande de Europa originalmente fue construido para albergar a los inmigrantes pero con 15.000 personas adentro y capacidad para 3000, se encuentra desbordado. Por tanto quienes llegan no tiene otra opción que acampar en los alrededores, bajo condiciones aun más infrahumanas que los instalados dentro de las rejas.
La mujer de mediana edad ataviada con un manto negro, no encuentra lugar para desmontar la carpa color pistacho, que le han dado al entrar. “El suelo es seco, árido, no podemos fijar los clavos. Tampoco tenemos palets de madera para fabricar una especie de suelo que nos proteja, aísle de la humedad y del frio, como otros vecinos que ya empezaron a talar árboles. Mi marido murió en el viaje, ahogado. Tendremos que sobrevivir al invierno, mis hijos son chicos, todavía débiles. Ni siquiera tenemos herramientas, y mucho menos, fuerza” explica.
Alrededor los niños juegan entre la basura, la cual no se recolecta desde hace días. Dependiendo de la temperatura el hedor y las moscas se multiplican. Hay un par de puestos de agua, unas fuentes donde las mujeres frotan con fuerza la ropa y llenan los galpones. Reciben una comida al día. La policía deambula por los laterales, más pendiente de los muros de Moria que de “la selva”. El campo de refugiados se ha convertido en una prisión donde los inmigrantes empiezan a perder la paciencia. Hace meses hubo un motín que acabó en incendio y dos muertos. Es “una olla a presión” que estallará en cualquier momento. “La mecha” está encendida.
El Parlamento griego aprobó el pasado noviembre la nueva ley de asilo del Gobierno conservador, que pretende acelerar los exámenes de asilo y las devoluciones a países de origen, y ha generado una ola de críticas entre las organizaciones sociales por las trabas que pone para obtener protección internacional.
Desde la firma de la declaración conjunta Unión Europea-Turquía en 2016 hasta ahora se han realizado cerca de 2.000 devoluciones. El Gobierno liderado por Kyriakos Mitsotakis ha prometido deportar a 10.000 personas hasta finales de 2020.
El gobierno griego argumenta que la mayoría de las personas que llegan a Grecia son inmigrantes económicos que deberían ser deportados y que Grecia ya no enfrenta una crisis de refugiados. Según ACNUR, sin embargo, el 85% de las personas que llegan son de Afganistán, Siria, la República Democrática del Congo, Irak u otros países que siguen sufriendo conflictos violentos.
Los niños perdidos
Berin es afgana, apenas tiene 18 años aunque su rostro denota más edad. Su marido falleció a manos de talibanes en un combate acontecido la región de Marja, la batalla interminable. Un lugar rocoso donde la guerra es infinita, como la pobreza y el sufrimiento. Trajo a su bebe en el vientre sorteando arena, mareas, tempestades. “La odisea” terminó en esta isla. Ella nunca vio el mar antes, al principió la fascinó con las suaves olas y ese olor a sal, color azul como sus ojos. Ahora lo odia, la rodea, atrapa. Los recuerdos marchitos y una leve lagrima que recorre su mejillas son interrumpido por la tos de su hijo. Emmanuel de tres meses sufre bronquitis, le ponen unas mascara que parece engullir su pequeña cabeza, como si fuera un casco transparente. El oxígeno que apenas inhala inunda la sala. Nos envuelve en una “niebla suave” que pronto desaparece.
Angeliki Kosmatopoulou pediatra que asiste a Emmanuel aclara: “Vemos muchos chicos con enfermedades crónicas como asma, o bronquitis, diarreas, la piel…”
Cuatro años después del primer éxodo, la respuesta humanitaria y médica sigue dejándose en manos de organizaciones que reemplazan las responsabilidades del Estado. De hecho 25.000 hombres, mujeres y niños están atrapados en las islas griegas en terribles condiciones, mientras que las autoridades griegas y europeas los desatienden deliberadamente. Más de un tercio de la población son menores. Muchos llegan incluso sin padres, huérfanos o abandonados.
“Cada vez son más y más los niños que dejan de jugar, tienen pesadillas, temen salir de sus tiendas y comienzan a retirarse de la vida cotidiana”, explica Katrin Brubakk, responsable de las actividades de salud mental de Médicos Sin Fronteras en Lesbos. “Algunos dejan de hablar por completo. La situación de los niños se deteriora día a día a causa del aumento del hacinamiento, la violencia y la falta de seguridad en el campo. Para evitar daños permanentes, estos niños deben ser evacuados del campo de Moria de inmediato", alerta la psicóloga.
En la clínica pediátrica hay casi 100 menores con afecciones médicas complejas o crónicas, incluidos niños pequeños con complicaciones cardíacas graves, diabetes y epilepsia, así como lesiones causadas por la guerra. Todos esperan ser trasladados al continente para acceder al tratamiento especializado que necesitan. Al final solo los más afectados pueden salir de la isla. Cuando en realidad la gran mayoría, ya se asoma al abismo. De hecho, ha aumentado significativamente el numero de jóvenes que intentan suicidarse o automutilarse, cuando alcanzan la pubertad.
En conclusión la ausencia de medidas de protección y servicios básicos pone a estas personas en riesgo de sufrir nuevos traumas, mientras que las denuncias de acoso, agresión sexual y otras formas de violencia se han elevado también. Afshan Khan, especial coordinadora para la crisis de refugiados en Europa –UNICEF-, se implica, sufre con ellos. “Cuando vi el barco llegar me sentí parte, esos chicos con los que pase tanto (…)”
Las mujeres de Lesbos
Las mujeres son otro de los eslabones más expuestos en una cadena donde impera la ley del más fuerte. Están en permanente peligro desde que emprenden la travesía en sus países de orígenes, pero también en los campos de refugiados donde el número de violaciones, abortos, maltratos e incluso asesinatos, se ha multiplicado. Además muchas de las madres se ven obligadas a dar a luz en las tiendas bajo temperaturas extremas de calor o frio, según la estación, y en condiciones de higiene lamentables, rodeadas de bacterias, asistidas por parturientas, o incluso solas.
Las ONG denuncian estos casos y juegan un papel fundamental. Isabel Rueda, andaluza, coordinadora de Rowing Toguether y encargada de la atención a las mujeres embarazadas, hace todo lo que puede con la ayuda de Médicos Sin Fronteras. “No tiene nombre lo que está sucediendo aquí, los que deberían dar la cara la giran”. Y añade: “Cada semana tenemos varios casos de violación, la mayoría ocurre en la frontera con Turquía. Aunque en el campo también hay violaciones, de hecho, anoche hubo una”.
Volvemos a la costa. A mirar una última vez al mar. Marie de Camerún aguarda en silencio. Su viaje sin retorno fue otra pesadilla. En su país de origen trabajaba con una señora que le ofreció ir a Turquía para gestionar una tienda. Pero una vez llegó a Estambul la secuestraron y obligaron a prostituirse. Un día recibió la visita de un cliente africano quien la prometió ayudarla a salir. La sacó, la abandonó en la calle, donde vivió meses. Pero un día el falso samaritano volvió y la ofreció llegar a Alemania con unos amigos. Sin embargo, como no tenía dinero se vio obligada a vender su cuerpo como moneda de cambio, para costear el billete.
“Me forzaban a todo” dice. Rechaza nuestra mirada. Cambiamos de tema. “Quiero ser periodista pero quizás esta entrevista sea lo más cerca que llegue” afirma, con una sonrisa medio forzada. Su expediente todavía está en estudio por las autoridades migratorias. Hay tantas víctimas en la lista que los sellos de salida son una utopía, se “pesan en penurias””. Quizás su caso no sea lo suficientemente tormentoso para alcanzar el visado.
Son “historias salvajes” pero reales que caen en el olvido, engullidas por el piélago devorador e impune. Y no cesarán hasta que sea imposible ignorarlas, silenciarlas. Entonces sí, Europa tendrá que mirar hacía “sus entrañas”, asumir responsabilidades y tomar decisiones. El tiempo se agota.
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