En materia de noticias internacionales, la parsimonia de fin de año se vio alterada por una sesión especial de la Corte Internacional de Justicia, el organismo judicial de las Naciones Unidas, a pedido del país africano -y musulmán- Gambia, contra el asiático y budista Myanmar (también conocido como Birmania o Burma).
El pedido de audiencia especial se vincula con la situación de la minoría Rohingya, un grupo musulmán asentado mayoritariamente en una región fronteriza con Bangladesh. Previamente, diversas misiones de la ONU y organismos de DDHH se han manifestado en contra de las acciones llevadas a cabo por el Ejército de Myanmar contra esta etnia. Incluso, países musulmanes de la ASEAN (el MERCOSUR asiático) presionaron a los birmanos por la situación de la minoría perseguida.
La ONU a través de diferentes enviados logró documentar violaciones, asesinatos (incluyendo a niños), y desapariciones. El gobierno de Myanmar designó una comisión asesora que presidió el ex Secretario General de la ONU, Kofi Annan, quien en un detallado reporte señaló los abusos y la violencia pero desestimando la cuestión del genocidio. Finalmente, hacía recomendaciones para revertir la situación que pronosticaba, empeoraría, si no se producía una decidida intervención estatal. La muerte lo sorprendió cuando debía verificar el cumplimiento del informe.
Myanmar no reconoce a los rohingya como uno de los tantos grupos étnicos nacionales, al punto de no incluirlos en el censo realizado en 2014 ni de concederles la ciudadanía. La relación entre el Estado y la etnia musulmana ha sido conflictiva desde hace décadas pero, durante 2016 y 2017, el Ejército birmano realizó una serie de operativos que culminaron con la muerte de miles de personas y la movilización forzada de 700.000 hacia la vecina Bangladesh. Allí, hasta hoy, se encuentran arrumbados en desesperada situación sin que Myanmar y Bangladesh se pongan de acuerdo en el destino final de esos refugiados.
Un liderazgo democrático en medio del autoritarismo
La audiencia convocada hace pocos días tenía como objetivo obligar a Myanmar a implementar medidas que restringieran acciones que para Gambia son genocidas. El asunto tomó otra dimensión cuando la líder birmana Aung Sang Suu Kyi decidió asumir en persona la defensa de su país, aunque no tuviera la obligación de hacerlo. El impacto se debió a que Suu Kyi, conocida popularmente como the lady, obtuvo en 1991 el Premio Nobel de la Paz por su resistencia contra la dictadura que gobernó Myanmar desde 1962 hasta hace apenas 4 años. Durante ese largo periodo, los militares aislaron el país eliminando toda expresión opositora con muertes, cárcel o exilio prohibiendo hasta el turismo.
Suu Kyi es la hija del héroe de la independencia birmana, Aung Sang, asesinado por los militares en 1948 y también la líder de la Liga por la Democracia, el partido más votado desde su creación en los años 90. Por su liderazgo fue encarcelada en forma domiciliaria –sin teléfono ni internet- durante 15 años en el periodo que va de 1989 a 2010. Por ese motivo, no pudo estar presente en la ceremonia en que se le entregó el premio Nobel. Tras las elecciones de 2015, the Lady, es la líder de facto del país, ya que si bien ocupa el lugar de Consejera de Estado, no es la presidente ni la Primer Ministro.
El inicio del gobierno democrático encontró un Estado escasamente consolidado, con serias deficiencias en la profesionalización de su burocracia y con un severo déficit de infraestructura y servicios. Además, con dificultades para controlar la totalidad del territorio, poblado por grupos étnicos que, en su mayoría, mantienen un brazo militar en combate con el Estado nacional, incluyendo al Ejército de Salvación Rohingya, acusado de perpetrar matanzas entre otras minorías.
Los ataques a los rohingyas se originaron por diversas causas, algunas ancestrales y otras relacionadas con el mismo proceso de democratización y el retroceso del poder militar. A pesar de eso, la prensa internacional, y muchos organismos de DDHH han centrado sus críticas en Suu Kyi. Explicar la violencia teniendo en cuenta solo la figura de la Consejera de Estado resulta simplista y efectista por el sensacionalismo que genera acusar a una premio nobel de la paz de llevar adelante o justificar un proceso de limpieza étnica. Al momento de profundizar, los sucesos son muchos más complejos, ambiguos y contradictorios de lo que una mirada superficial permite sugerir.
Myanmar ante el dilema, democracia, dictadura o gradualismo
Los militares birmanos nunca se retiraron del gobierno ni del poder. Más aún, si bien la protesta popular y la presión internacional los obligó a realizar elecciones transparentes en 2015, antes de hacerlo sancionaron una Constitución a su medida. La ley vigente reserva a los militares el 25% de las bancas en ambas cámaras y también en los parlamentos provinciales. Los ministerios de defensa, seguridad e interior también son asignados al Ejército, como el control de la policía y numerosos jueces y fiscales. Además, organizaron su propio partido que, sumado a las bancas militares fijas, le otorgan un poder de veto para evitar la reforma de la Constitución. De esta forma, el partido de Suu Kyi debió aceptar una suerte de cohabitación con el poder militar como paso intermedio en el camino hacia una total democratización del país.
De hecho, Suu Kyi no puede ser presidente a pesar de ganar las elecciones porque la constitución sancionada por los militares incluye un artículo donde prohíbe acceder a los máximos cargos del Estado a quienes estuvieran casados con extranjeros, lo cual aplica a la líder birmana. Al no poder asumir la presidencia –que quedó para un dirigente de su partido designado por ella- Suu Kyi ocupó un cargo creado a su medida, desde donde ejerce una parte del poder, informalmente, sostenida en su gran ascendiente sobre la población y su partido.
El panorama entonces refleja una realidad dividida y que puja por el control del Estado. Mientras las instituciones ligadas al Ejército continúan las políticas represivas, los sectores democráticos buscan gradualmente horadar el poder militar y consolidar una vital sociedad civil, una prensa numerosa y en algunos casos, bastante independiente y activismos de diferentes formatos.
¿Por qué Suu Kyi asume la defensa del país aun sabiendo que debe compartir el costo de una acción sobre la que no tuvo responsabilidad? Porque aspira a que eso la fortalezca internamente y que antes de las próximas elecciones pueda reformar las Constitución y eliminar el poder militar que condiciona toda acción política democrática en el país.
¿Qué debería hacer Suu Kyi según los críticos internacionales? Difícil saberlo. Ordenar la retirada militar u alguna acción similar solo culminaría en un retroceso autoritario y la vuelta a una guerra civil que incluiría a toda la población birmana. Viendo lo que ocurre en el vecindario, un golpe militar no sería algo inusual ni especialmente castigado por la comunidad internacional, menos con los sólidos vínculos que el Ejército mantiene con el gobierno chino.
De hecho, el sector más progresista del partido de Suu Kyi denuncia que el accionar de las Fuerzas Armadas contra los rohingya es parte de un plan para limar una de las fuentes más importante de legitimidad de la Consejero de Estado: el apoyo internacional. Además, las acciones de los militares se nutren del sentimiento nacionalista, muy extendido en la población bamar (la etnia mayoritaria) y también en el propio partido de la líder birmana. El extremismo budista suma tensión al denunciar a grupos islámicos de pretender crear un Estado independiente en la zona habitada por los rohingya.
En ese contexto, pareciera que Suu Kyi es, por ahora, la única opción que tiene Myanmar para encarrilar un proceso democrático que todavía está maniatado por la tutela militar. Apuntarle a ella solo puede redundar en consolidar el poder del Ejército (conocido en Myanmar como el Tatmataw) o liberar las fuerzas nacionalistas que habitan activamente en la sociedad birmana.
Un camino posible es el que ha iniciado la diplomacia de Estados Unidos que aplica sanciones personalizando en los jefes militares, preservando a los políticos que luchan desde 1988 por imponer un Estado democrático en un continente donde este tipo regímenes son contados con los dedos de una mano.
Sin importar cuál sea la posición que se adopte finalmente, lo seguro es que si se pierden de vista las diferentes dimensiones que rodean al conflicto a favor de miradas superficiales, voluntaristas o destinadas a la fama efímera de la corrección política, el problema no se resolverá y los responsables de las matanzas y persecuciones continuarán manejando los hilos del poder y el destino de las personas.
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