Ahora que se acerca el fin de año, parece inminente un alto al fuego parcial y breve en la guerra comercial de Donald Trump contra el mundo. EEUU y China podrían firmar un acuerdo el próximo mes; pero no se equivoquen: el impulso proteccionista detrás de la guerra comercial sigue siendo imposible de erradicar.
Tampoco se debe olvidar que el nacionalismo económico ha guiado el destino de los principales países desde el siglo XIX.
De acuerdo con los prejuicios ideológicos del presente, construidos sobre casi cuatro décadas de globalización, el libre comercio y la desregulación representan el orden natural de las cosas. La historia, sin embargo, nos dice que EEUU ha sido una potencia proteccionista durante la mayor parte de su existencia y que los aranceles fueron un factor crucial para destronar a Gran Bretaña como el líder de la economía mundial a principios del siglo XX.
En palabras de William McKinley en 1890: "[L]ideramos a todos los países en agricultura; lideramos a todos los países en minería; lideramos a todos los países en manufactura. Estos son los trofeos que traemos después de 29 años de aranceles proteccionistas".
El argumento del nacionalismo económico en contra de un gigante de la manufactura como Gran Bretaña era simple. Los partidarios británicos del libre mercado aseguraban que su ideología estaba en mejor posición para llevar paz y prosperidad al mundo. Sus críticos en los países menos económicamente desarrollados que Gran Bretaña, como el alemán Friederich List, el teórico de la economía más influyente del siglo XIX, argumentaban que el libre comercio solo podría ser una meta, no el punto de partida del desarrollo moderno.
El fortalecimiento económico de cada país les exigía proteger su industria naciente hasta que fuera internacionalmente competitiva.
Pese a la retórica británica, amplificada por periódicos como The Economist, el país había alcanzado el libre comercio a través de una política arancelaria exitosa. También utilizó su poder militar con el fin de adquirir mercados extranjeros para sus superávits de bienes y capital.
A finales del siglo XIX, un aspirante a potencia tras otro desafió a los británicos; los estadounidenses no estaban solos. Italia, en un esfuerzo por modernizar su economía, impuso enormes aranceles a Francia. Alemania y Japón apoyaron a sus fabricantes nacionales, a la vez que intentaban protegerlos de la competencia extranjera.
Incluso Gran Bretaña, siguiendo el ejemplo de sus colonias Australia, Canadá y Sudáfrica, abandonó el libre comercio en 1932. El proteccionismo estadounidense tuvo su máximo con la célebre Ley de aranceles Smoot-Hawley de 1930.
EEUU se movió rápidamente hacia el libre comercio después de la Segunda Guerra Mundial, solo porque sus industrias manufactureras, que dominaban las economías del mundo devastadas por la guerra, necesitaban acceso a los mercados internacionales.
Incluso entonces, las urgencias diplomáticas y militares de la Guerra Fría convirtieron a Estados Unidos en un improbable protector de las industrias manufactureras de Japón, a medida que eran reconstruidas para convertirse en las mejores del mundo. Las practicas comerciales que Trump considera injustas hoy en día —desde los préstamos y los subsidios a los conglomerados nacionales a las restricciones sobre las importaciones— fueron clave para el ascenso, no solo de Japón, sino de los "tigres" asiáticos como Corea del Sur y Taiwán.
En un esfuerzo, aunque mucho menos exitoso, de construir una industria manufacturera, India impuso algunos de los aranceles más altos. Luego de un corto experimento de liberalización de mercado, que dio como resultado un déficit comercial de USD 53.000 millones con China, actualmente India ha retrocedido a su posición proteccionista.
Es difícil pensar en otra opción. El ascenso de China como potencia manufacturera ha hecho que incluso EEUU renuncie a la postura de cooperación internacional que asumió después de la Segunda Guerra Mundial.
Las instituciones multilaterales como la OMC, que EEUU ayudó a establecer, ya no parecen cumplir su propósito. Además, el argumento —escuchado ampliamente por primera vez durante las negociaciones del TLCAN en la década de 1990— que el libre comercio enriquece a los ricos a expensas de los pobres y la clase media, por no mencionar el medio ambiente, ha ganado mucha más fuerza en el plano político.
Hoy en día está claro que los defensores del libre comercio ignoraron por mucho tiempo los volátiles problemas políticos que surgen del estancamiento de los salarios y la desigualdad de ingresos. Con la ley económica de la "ventaja comparativa" como estandarte, también lograron subestimar la ley más alta que rige las relaciones económicas internacionales: la del más fuerte.
En seguimiento al “imperialismo del libre comercio” británico, los países poderosos han practicado consistentemente lo que denuncian de otros. Por ejemplo, EEUU, aunque insiste en que otros países reduzcan la intervención estatal, ha apoyado la industria de la alta tecnología con métodos que violan los acuerdos en el marco de la OMC (y se ha protegido de las sanciones con el débil argumento de los requisitos de defensa).
La farsa del libre comercio, recriminada a Gran Bretaña en el siglo XIX por un EEUU en proceso de industrialización, queda expuesta nuevamente a medida que China aspira a convertirse en el nuevo hegemón del siglo XXI. El libre comercio resulta ser algo que ayuda a una gran potencia a ascender, hasta que deja de hacerlo, y que la mayoría de los países asegura practicar mientras intenta revertir sus principios tanto como sea posible.
Por supuesto, las guerras comerciales de Trump son peligrosamente descuidadas en un mundo más interconectado que nunca. Sin embargo, han ayudado a ver con claridad el desafío por delante: diseñar instituciones multilaterales que reconozcan el proteccionismo, no el libre comercio, como la realidad más profunda y persistente de la historia económica global.
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