En su prolongada permanencia en el poder —única en la historia del Reino Unido desde que hay elecciones—, Margaret Thatcher tuvo incidencia directa en dos conflictos internacionales: la Guerra Fría y la Guerra de Malvinas. En ambos casos, estableció vínculos personales que no parecían encajar con el perfil de una conservadora convencida del estado de derecho. Entre ellos se destacan sus amistades con Mijaíl Gorbachov, el último líder de la Unión Soviética, y Augusto Pinochet, el dictador de Chile.
Si bien los hechos de Malvinas se desarrollan en los tomos previos a Herself Alone, el reciente cierre de la trilogía en la que Charles Moore hizo sobre la vida de Thatcher (From Grantham to the Falklands y Everything She Wants), en el periodo que va desde 1987 a la muerte de la política británica, en 2013, ella tuvo un protagonismo notable en la defensa de su aliado durante la guerra en el Atlántico Sur, Pinochet, a quien una orden de captura internacional encontró en Londres. A diferencia de Leopoldo Galtieri, el dictador argentino que intentó recuperar las Islas Malvinas, Pinochet le caía sinceramente bien.
Su visión de la política exterior tenía un centro territorial: “Deberíamos haber detenido a Hitler cuando ingresó a Renania”, repetía las opiniones del hogar de su infancia, y citaba como ejemplo de éxito su “experiencia al lidiar con Galtieri”, en alusión al breve tiempo que tardó el Reino Unido en ganar la guerra. Pero más allá de esa generalidad, lo despreciaba en lo particular.
Cuando comenzaron las masacres en la ex Yugoslavia, por caso, calificó al genocida Slobodan Milosevic como “un Galtieri socialista”, que al igual que el militar argentino “avanzará todo lo que pueda, hasta que lo detengan”. Cuando debía ilustrar el concepto de enemigo, solía recurrir al argentino. En la víspera de la Guerra del Golfo, dijo que “tenía la certeza de que Saddam Hussein no saldría de Kuwait a menos que lo echaran”, “la misma conclusión a la que había llegado sobre el general Galtieri durante el conflicto de Malvinas”.
En cambio, se había hecho amiga de Pinochet. Aunque no lo había conocido en persona hasta mucho después de la guerra de 1982, en 1994, se mantenía regularmente en contacto con él. Tanto que, días antes de su arresto, el ex dictador había ido a tomar el té a casa de Thatcher.
La gran estratega de la Guerra Fría
Según Moore, pocos líderes occidentales merecen tanto crédito como ella por el fin de la Guerra Fría. “Fue ella quien mostró la comprensión más clara de la arquitectura de la victoria”. Además de una primera etapa de defensa militar (ella “resistió los cantos de sirena de la distensión nuclear”), Thatcher “mostró decisión y tenacidad” y así se ganó “el respeto de Gorbachov”, lo cual “le dio un papel crucial a la hora de persuadir a otros, sobre todo a [Ronald] Reagan, de que él era un hombre ‘con el que se podía negociar’. Apoyó sus reformas desde el comienzo, cuando otros las desestimaron como propaganda, y pudo vislumbrar que tendrían efectos amplios y duraderos”.
Su mano está detrás de acuerdos históricos como el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio que Reagan y Gorbachov firmaron en 1987 para eliminar un grupo importante de misiles. Pero la apertura de la glasnost y la perestroika inevitablemente debilitaron al mandatario de la Unión Soviética, algo que su amiga no supo ver.
En mayo de 1989 un nuevo parlamento ruso mostró una deferencia definitivamente reducida por Gorbachov. Thatcher lo llamó para felicitarlo porque lo que “claramente es un hito en tu programa de democratización”. Pero también se mantenía al tanto de los complots para matar al líder soviético y de los enormes problemas que pronto emergerían con las distintas nacionalidades y repúblicas que aglomeraba la URSS. “El pobre está en problemas”, le dijo al embajador británico en Moscú, Rodric Braithwaite, quien arregló un gesto de apoyo de ella: una escala para visitar a su amigo del Kremlin camino a Japón, en un viaje inminente. Para ella también era importante apoyar, por medio de ese gesto hacia Gorbachov, a los países del bloque del este europeo, donde también surgían protestas y movimientos.
La “cuestión alemana”
Aunque era prácticamente tabú hablar de “la cuestión alemana” —como se refería al objetivo declarado de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) de reunificar Alemania—, el tema debió abrirse paso en el encuentro.
Ya Gorbachov le había dicho al canciller de Alemania occidental, Helmut Kohl, al conocerlo en 1988, que la cuestión alemana no entraría en el temario entre ellos por los siguientes 25 años. “Pero el ritmo del cambio en el bloque del este, sin embargo, comenzaba a acelerarse", indicó Moore. "En Washington, muchos de los nombrados por Bush, en particular James Baker y su auxiliar cercano, Bob Zoellick, desafiaron la presunción del statu quo de que Estados Unidos no debía meterse en el asunto”.
Había ya cambios en Polonia, donde Tadeusz Mazowiecki se convirtió en primer ministro del primera gobierno no comunista en 40 años, y en Hungría, donde Miklós Németh promovía la liberalización política en las mismas sendas que Gorbachov en la URSS. Pero en la República Democrática Alemana (RDA), Erich Honecker vivía en la más completa negación, mientras los alemanes orientales comenzaban a movilizarse. Como podían viajar a Hungría, iban allí y se instalaban frente a la frontera con Austria, donde reclamaban acceder a Occidente. Al comienzo los devolvían, pero como eran decenas de miles, Németh se negó a hacerlo.
¿Iba a intervenir la URSS? “Thatcher buscó la respuesta de Gorbachov”, se explicó en Herself Alone.
Antes de encontrarse con Gorbachov, el 5 de septiembre, “Thatcher vio a Oleg Gordievsky, el doble agente británico más importante del periodo”, contó Moore. Ella solía reunirse con él: la URSS retenía a su esposa y sus hijos y ella quería lograr la reunificación de la familia. Pero ese día también le preguntó por Alemania. “Ella siempre había supuesto que los soviéticos nunca permitirían la reunificación alemana, pero ‘ahora estaba menos segura’. Gordievsky le confirmó que las actitudes podían estar cambiando: ‘Él pensaba que había menos temor a la reunificación en la URSS que en Occidente’. Allí Alemania ‘ya no se veía como una amenaza’".
En la visita de apoyo a Gorbachov Thatcher le manifestó su preocupación por lo que sucedía en la RDA. “Si los acontecimientos de desarrollan demasiado rápidamente, la situación puede explotarnos en la cara”, le dijo. Según Morton, “pidió a Gorbachov su evaluación sobre la RDA, donde se esperaba más democracia. ‘Eso despertaría en algunos sectores los temores de una reunificación de Alemania’, le dijo. ‘Aunque la OTAN tradicionalmente ha hecho declaraciones para apoyar la aspiración alemana a la unión, en la práctica no nos gustaría’”. Ya había hablado del tema con el presidente francés François Mitterrand, ahora necesitaba la opinión de él.
Gorbachov le respondió que “ellos no querían la reunificación alemana más que los británicos”. Y le agradeció por haber sacado el tema. En el Kremlin, muchos interpretaron la gestión de ella como un pedido: ya que la OTAN no podía hacerlo, el trabajo sucio le tocaría a su amigo. Pero, según Moore, no fue ese el caso, ni ignoró ella las aspiraciones de los alemanes. “Ella, más bien, estaba haciendo una advertencia sobre los peligros para el orden internacional (incluida la continuación de Gorbachov en el poder) de una reunificación en el futuro cercano”.
“Una daga en mi corazón”
El 9 de noviembre de 1989, mientras caía el muro de Berlín, un asistente golpeó a la puerta del apartamento en el piso superior de Downing Street 10. “Encienda el televisor”, le dijo a la primera ministra. Pero ella no tenía uno. Debieron bajar a su oficina. “Esto es maravilloso, es lo que siempre soñamos, y lo está haciendo la gente no el gobierno”, dijo. Pero un segundo más tarde agregó: “Dios mío, esto es peligroso… Tenemos que asegurarnos que no se salga de control”. Cuando, al rato, escuchó los versos del himno alemán, “Deutschalnd über Alles”, lo describió como “una daga en mi corazón”: pesaban sobre ella los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial.
En las semanas que siguieron Gorbachov —y al igual que sus adversarios en el Kremlin— ensayaron diferentes perspectivas sobre lo que sucedería. ¿Qué pasaría con las tropas soviéticas destinadas a la RDA? ¿Qué pasaría con el acuerdo de “los cuatro poderes” que operaban en Berlín desde el fin de la guerra?
Luego de una cumbre con Bush, Thatcher le escribió a Gorbachov para decirle que, como ella, el presidente de los Estados Unidos admiraba "tu coraje y tu visión y tu compromiso con las reformas”. Ambos habían acordado que la prioridad de la democratización de Europa del este debía hacerse “en un marco de estabilidad para todas las partes involucradas”, lo cual implicaba preservar las alianzas y las fronteras que existían en el momento. “Al sostener esta posición, Thatcher parecía no advertir la velocidad a la que sus parámetros se alteraban, desde abajo, por el mismo impulso democrático que ella había alentado. Una ‘democracia genuina’ en la RDA marcaría el final de la RDA; una democracia genuina en europa del centro y del este significaría el fin del Pacto de Varsovia”.
De algún modo, Thatcher no podía entender la magnitud de los cambios de los que había sido la partera: “Según Kohl —aunque los registros oficiales no lo confirman— ella gritó [durante la cumbre internacional en Estrasburgo]: ‘¡Dos veces derrotamos a los alemanes! ¡Y ahora los tenemos de vuelta!’”.
Gorbachov, en cambio, reconoció en una conferencia de prensa en Moscú que la reunificación de Alemania era inminente. “En eso creo que Gorbachov se equivocó mucho”, dijo luego a Moore, ya retirada. “Si iba a vender la reunificación de Alemania, podría haber obtenido mucho más. La vendió muy barata”. Ella, por fin, resultó la más renuente en todo el proceso.
Al rescate de su amigo Gorbachov
Tras perder el Pacto de Varsovia a manos de los gobiernos democráticos en Europa del este, Gorbachov debió aceptar que la ex RDA, unida ahora a la ex Alemania occidental, se integrara a la OTAN, archienemigo de Moscú. Él lo llevó con más gracia que su amiga, quien desconfiaba tanto de los alemanes que pensaba que alguna vez podía ser necesario —otra vez, como durante la alianza 1941-1945 entre el Reino Unido y la URSS contra Adolf Hitler— contar con los soviéticos para equilibrar las fuerzas. Tras esa debilitación de su figura en el Kremlin, a Gorbachov lo esperaba el comienzo del fin, que adoptó la forma de la independencia de Lituania. El secretario general del partido comunista ruso estaba sentado sobre un polvorín de identidades nacionales y étnicas.
En marzo de 1990, apenas un mes después de haber anunciado el fin del monopolio político del partido comunista y la creación de una presidencia ejecutiva de la URSS, que ocupó él mismo, que sería electiva, comenzaron las manifestaciones de inestabilidad que causarían la desintegración del país. Fue Lituania pero también se organizaron movimientos separatistas en los demás estados bálticos e incluso en Georgia, Moldavia y Ucrania.
Ella lo llamó. “La conversación le resultó ‘alarmante’”, escribió Moore. “Gorbachov había hablado con el tono de ‘un hombre que acaba de perder a su padre’”. Ella le rogó que no reprimiera; él le preguntó si en Occidente no estaban usando la situación para evaluar si valía la pena seguir apoyándolo. “En lo que a nosotros respecta”, respondió Thatcher, “queremos que Gorbachov siga otros 10 años, y ojalá pudieran ser 20”.
No serían ni siquiera dos.
En marzo de 1991 un referéndum confirmó que el 78% de los soviéticos querían la continuación de la URSS, pero también se reconocían autonomías como la de Rusia, cuya presidencia asumió Boris Yeltsin, Ucrania y Bielorrusia. En esa inestabilidad, el 19 de agosto un grupo de la línea dura inició un golpe de Estado contra Gorbachov, que estaba de vacaciones en Crimea y pasó a ser un rehén en el balneario.
Yeltin asumió el liderazgo en el parlamento y denunció el golpe; pronto la casa parlamentaria estuvo rodeada de barricadas. “Mientras los líderes occidentales medían sus palabras, Thatcher se apresuró a poner de relieve la difícil situación de las víctimas y alentar la resistencia”, contó Moore.
La ex primera ministra se reunió con Lord Bethell, un tory vinculado a los disidentes soviéticos, y con la ex vocera de Yeltsin, Galina Staovoitova, quien la comunicó con él, que estaba dentro del parlamento asediado. “Yeltsin dijo que pensaba que los ‘ocho conspiradores en el Kremlin’ habían subestimado la resistencia popular: ‘Llamé a la huelga general. Pronto esos ocho van a enfrentar a la justicia’. Durante la llamada le pidió a Thatcher que coordinara una comisión internacional sobre la salud de Gorbachov, porque en ese momento los golpistas argumentaban, lo cual era falso, que había quedado incapacitado por razones de enfermedad. Ella aceptó. Yeltsin estaba encantado con la llamada, y le dijo a Thatcher: ‘Le voy a contar a la prensa que hemos hablado’”.
De pronto, la anciana conservadora estaba arengando a las masas: hizo su comunicado oficial verbalmente y en la calle. Dijo —su objetivo eran los dubitativos Bush y John Major, primer ministro británico— que no había que suponer que el golpe iba a tener éxito y convocó a la resistencia junto con Yeltsin: “Los jóvenes ya no son serviles”. Major se ofendió. A ella no le importó, y por la tarde llamó a Reagan para pedirle su apoyo a Gorbachov: “Después de todo”, le dijo, “estuvimos en el inicio de todo”. El golpe fracasó, pero fue el último paso hacia la disolución de la URSS en diciembre.
El primer ministro que la había sucedido quedó realmente molesto “porque ella se hubiera presentado con tanta confianza en la escena mundial”, escribió Moore. “‘Hubiera preferido que nos consultara’, dijo Major, y agregó: ‘Creo que hizo mal en alentar a que la gente saliera a protestar a la calle. Hizo mal en pedirle a la gente que arriesgara sus vidas’. [George H.W.] Bush apuntó en su diario sobre el intento de Thatcher de llegar a Gorbachov durante la crisis: ‘Esto, obviamente, molesta a John Major en enorme medida. Alguna gente simplemente no sabe soltar’”.
La jurisdicción internacional y los muertos en el crucero Belgrano
En octubre de 1998 Augusto Pinochet fue detenido en Londres por orden del juez español Baltasar Garzón, quien implementó el concepto polémico de jurisdicción internacional para que el ex dictador rindiera cuentas por genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas ocurridos en Chile, donde vivía libre e influyente. Pinochet, que había viajado para operarse una hernia, apeló; los jueces de la Cámara de los Lores (el equivalente a un tribunal superior) dictaminaron que no tenía inmunidad. El ex dictador quedó arrestado (consiguió que fuera en un hospital) durante los 18 meses de un acalorado sainete judicial.
“El caso despertó la pasión de Lady Thatcher”, presentó Moore. No sólo porque había sido su gran aliado en la Guerra de Malvinas: “A ella también la impresionaba cómo Pinochet había empleado a Chicago Boys como Milton Friedman (con la ayuda de un ex consejero de ella, Alan Walters) para permitir que la economía chilena se recuperase de la época de [Salvador] Allende, y cómo había tenido éxito en contrarrestar el comunismo en América Latina”.
Su colaborador más cercano, Julian Seymour, le aconsejó que interviniera también por una cuestión que le concernía directamente a ella: la jurisdicción internacional podía un día servir en contra de ella.
“Supe de dos familias de nacionalidad española cuyos hijos murieron en el Belgrano”, le dijo Seymour, en referencia al hundimiento del navío argentino durante la Guerra de Malvinas. “En el pasado había escuchado conversaciones sobre la intención que tenían de iniciarte acciones en España, conversaciones que hasta ahora había ignorado. ¿Cuál sería la actitud de este gobierno si un juez izquierdista de España emite una orden de arresto contra ti?”
Un single malt para el querido Pinochet
Thatcher escribió una defensa de Pinochet que se publicó en The Times el 22 de octubre de 1998. “Destacó que Chile había llegado a un acuerdo interno sobre cómo tratar su pasado reciente: ‘Una parte esencial del proceso ha sido la definición del estatus del general Pinochet, y no corresponde que intervenga España, Gran Bretaña o cualquier otro país”’.
Citó, desde luego, la contribución de Pinochet en 1982, que había “marcado una diferencia” a favor de las fuerzas británicas. Recordó Moore: “Por pedido de Gran Bretaña, él había instalado un radar militar en Punta Arenas, lo suficientemente cerca como para registrar lo que sucedía en la base aérea de Comodoro Rivadavia. Un oficial de la fuerza aérea británica (RAF) recibía información en tiempo real sobre los movimientos aeronáuticos de los argentinos”. El único momento en que el radar dejó de funcionar, brevemente, por mantenimiento, los aviones argentinos alcanzaron los buques Sir Tristam y Sir Galahad y mataron a 56 soldados británicos.
“En cada escena del drama Lady Thatcher protestó en defensa de su aliado acosado, y escribió a Tony Blair [por entonces primer ministro], quien más o menos evadió sus preguntas, y al papa Juan Pablo II, a quien le pidió que ‘considerase la posibilidad de hacer una intervención personal y pública’”. El Vaticano intervino en secreto ante el gobierno británico para que se permitiera que Pinochet regresara a Chile “por razones humanitarias”.
En la primavera boreal de 1999 Thatcher hizo un acontecimiento público de su visita a Pinochet en su arresto domiciliario en Surrey. En el verano, le envió una botella de single malt: “El whisky es una de las instituciones británicas que nunca te va a decepcionar”, le escribió en la tarjeta. En la Cámara de los Lores denunció que el trato que recibía Pinochet “había manchado la reputación de Gran Bretaña”.
Cuando Thatcher habló en la Conferencia del Partido Conservador, por primera vez en nueve años, los asistentes no pudieron creer que nada dijera sobre política local y en cambio se dedicara a Pinochet. “Arruinó el día”, dijo uno de los participantes a Moore. Ella denunció al ex dictador como “un secuestrado judicial” y “un hombre frágil” que, si fuera extraditado a España, recibiría “una farsa de juicio” y “agonizaría en una tierra extranjera”. O hasta podría morir en Gran Bretaña, provocó a sus pares, “como el único detenido político en este país”.
En 2000 los exámenes médicos de Pinochet le garantizaron el permiso para regresar a Chile. “Al asumir la causa de Pinochet, Lady Thatcher había demostrado su coraje y su sentido del honor”, concluyó Moore. “Sin embargo, convencer a los medios liberales de que Pinochet no era un monstruo resultó una tarea imposible. El posicionamiento de Thatcher permitió que se la marginara aún más intensamente como un ejemplar de la galería de grotescos de la derecha”.
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