Uno fue su esposo, el padre de sus hijos Mark y Carol, el que la ayudó a convertirse en abogada y el que apoyó —a veces, y otras simplemente no interfirió— su carrera política. El otro fue un aliado político que sin querer se fue convirtiendo en un amigo, y en uno de los más queridos a medida que salieron del poder y se vincularon simplemente por gusto. Los dos hombres que marcaron la vida de Margaret Thatcher no podían ser más distintos: Denis Thatcher, un empresario inglés, hombre de gin, golf y monarquía, y Ronald Reagan, un presidente de Estados Unidos, hombre del oeste americano, jeans y Hollywood.
Los dos hombres recorren prácticamente las 1.000 páginas del tercer y último tomo de la biografía de Thatcher que escribió Charles Moore, Herself Alone, que cierra la vida que comenzó a contar en From Grantham to the Falklands y Everything She Wants. Al comienzo del nuevo volumen, que abre con la elección de 1987 en la cual la primera ministra se confirmó en el poder que ejercía desde 1979 en el Reino Unido, ambos están en grandes momentos; hacia el final, ella ya ha debido despedir a ambos, y entre la demencia senil y la gran depresión que le dejó la ausencia de Denis, parece alguien muy distinto de la mujer que impulsó la ola conservadora en el mundo y fue protagonista fundamental del fin de la guerra fría.
“Calma, querida” parecen haber sido las palabras que más dijo Denis a lo largo de los 52 años de su vida conyugal. Era la persona que le recordaba a Thatcher que ya se había terminado el día y era hora de descansar; la que alentaba que ella celebrara el inusual logro de 10 años como primera ministra pero le recordaba que debía ser “muy cuidadosa” porque se lo iba "a utilizar muy mal”. Era también la persona ausente en numerosas apariciones laborales su mujer, en parte para dejarle espacio y en parte para tener él la distancia que necesitaba. Pero siempre estaba accesible para hablar, ya que en pocas personas en el mundo confiaba ella como en él.
Él apenas hablaba con la prensa, se refería a ella como “la jefa” y se dejaba pintar como el heredero de un empresario que solo sabía jugar al golf y tomar gin con sus amigos. Aunque le importaba la política, y tenía opiniones fuertes, nunca intervino para no perjudicar a Thatcher. Y a pesar de su tradicionalismo, vivió con alegría la ambiciosa carrera de ella. En 1975, cuando Thatcher ganó por primera vez el liderazgo conservador, le preguntaron cómo se sentía: “Encantado. Tremendamente orgulloso, naturalmente. ¿No lo estaría usted?”
Al otro lado del Atlántico, en cambio, el ex actor y gobernador de California no se perdía una oportunidad de figurar. Incluso cerca de su salida de la Casa Blanca, en una comida para Thatcher, dijo:
—Se cuenta que un cowboy salió a cabalgar un día y de pronto se halló frente al Gran Cañón. Se supone que dijo: “Bueno, aquí sí que ha pasado algo” —comenzó Reagan—. Bueno, primera ministra Thatcher, cuando contemplamos el mundo tal como está hoy y como estaba hace ocho años cuando nos encontramos aquí por primera vez, y también nosotros tenemos derecho a decir: "Sin dudas aquí ha pasado algo”.
Algunos en Washington DC se resentían por la fluidez de la relación de Reagan y la británica, en la que veían “una influencia desproporcionada de Thatcher”. James Baker, quien fue secretario del Tesoro, la admiraba pero se molestó por lo que describió como “la manera en que Thatcher tenía a Reagan comiendo de su mano”. George H.W. Bush, vicepresidente que sucedió a Reagan en el cargo, dijo años después: “Ella hablaba por Reagan. En todas las reuniones internacionales: ‘Ronnie y yo pensamos esto. Ron y yo queremos hacer esto otro’. Y él, sentado ahí, asentía y decía ‘¡Sí!’”. Bush, en cambio, asumió un papel más distante: “¡Yo era el presidente de los Estados Unidos!”, ironizó.
“¿Dónde está DT?”
El matrimonio Thatcher, según otro biógrafo de la ex primera ministra británica, “fue más una sociedad de conveniencia mutua que un romance”. Hubo, sin embargo, episodios de una intensidad que no encajan en esa descripción, como cuando en 1964, luego de una elección en la cual su esposa había puesto cuerpo y alma, Denis sufrió un colapso nervioso y viajó a Sudáfrica sin decir si regresaría o no, aunque volvió dos meses más tarde. Otro estudioso de la vida de Thatcher, David Cannadine, describió el episodio como “la mayor crisis de la pareja”.
Por lo demás, estuvieron de acuerdo en muchas cosas, como por ejemplo en que el legado de Thatcher no estaba seguro en las manos de su sucesor, John Major, quien para Denis era “un hombre simpático e inútil que no puede ser líder”. Como a ella, no le gustaban los alemanes (sólo que, a diferencia de ella, solía expresarlo); el antieuropeísmo de ella contaba no ya con el aval sino con el aliento intenso de Denis, “quien siempre le decía que Europa era una estafa dirigida por granujas”.
¿Qué mecanismo permitía que un conservador tradicionalista no se sintiera aplastado por la sombra de su enorme mujer? Según Herself Alone, “había un elemento de ausentismo” en la relación. “Denis, quien décadas antes había decidido preservar su propia independencia y tranquilidad mental al ofrecerle ‘solo dos cosas: amor y lealtad, y nunca había tratado de dirigir la vida de ella de modo alguno, se mantuvo en esa tesitura” tras la renuncia. “Cuando Mark trató de que compartiera las oficinas con su esposa, se negó”, recordó Morton.
“Le gustaba llegar a su casa a la noche y encontrar a su esposa, tomar un trago con ella y quejarse de lo mal que estaba el país, pero durante el día se escabullía, al comienzo por sus negocios y el golf y luego, a medida que envejeció demasiado para hacer esas dos cosas, para almorzar con quienes llamaba sus ‘compinches’ y mirar el rugby. Como Lady Thatcher ‘siempre quería ser la estrella’, señaló Crawfie, ‘simplemente se iba de la sala si Denis hablaba demasiado’”. También tenía celos de los amigos de los almuerzos. “Se quejaba si estaba en casa y se quejaba si no estaba. Uno de sus comentarios más comunes era ‘¿Dónde está DT?’: una expresión de irritación a la vez que de amor”.
“Amor, no sigas”
La lealtad de él por ella era absoluta. Pero también, “consciente del paso del tiempo" y dueño del "coraje para hablar al respecto”, le dijo a Thatcher que 10 años era una buena cifra y era hora de dejar la dirección del país. “Sentía que su esposa estaba ‘terrible, terriblemente cansada’ y no veía que pudiera recuperar su popularidad. Según él mismo contó, le dijo a ella: ‘Mira, ¿por qué no te vas? O prometes renunciar y ayudas a que otro se haga cargo, o simplemente te vas’. Thatcher estaba dispuesta a escucharlo. ‘Es probable que tengas razón, creo’, le dijo”.
Comenzó a dar los pasos para hacerlo —“Tengo que elegir el momento adecuado para Su Majestad”, explicó— e hizo consultas. Pero uno de sus colaboradores le advirtió que, como no tenía sucesores visibles, fracturaría a los conservadores. Cuando se lo explicó a Denis, él reaccionó mal: “Desde luego nos peleamos por todo el maldito asunto, y ella se enojó”. Para él la explicación política era razonable, pero creía que “nadie había visto que ella estaba bajo gran presión”.
Él le siguió recordando "su mortalidad política”. Una vez que un líder partidario era desafiado resultaba altamente improbable que pudiera imponerse, le dijo; ella tenía que pensar en su salida. Cuando la primera votación no le permitió el triunfo, y ella se propuso ir a una segunda, Denis le aconsejó: “Amor, no sigas”. Según Morton, si bien ella le agradeció el consejo, le respondió: “Siento profundamente que debería dar pelea”.
El día que Thatcher comprendió la inminencia de su caída se encerró con él a hablar. “No quedaba mucho por decir —contó luego— pero me consoló. Él me había dado su veredicto antes, y había resultado ser cierto”. No obstante esa noche, cuando regresó a Downing Street 10 tras comer con su hija, Carol, Denis se echó a llorar en el automóvil, que debió hacerlo ingresar por una puerta donde no hubiera prensa de guardia.
El último día, “de manera inusual”, notó Moore, tomó su mano el trayecto en auto que los llevó hasta el palacio de Buckingham, donde Thatcher se despediría de la reina Isabel II. A la noche, alojados en casa de amigos, se quedó con ella en silencio largo rato, sentados en la sala; cada tanto golpeaba rítmicamente una mano sobre las rodillas de ella, que tenía los ojos llenos de lágrimas.
A ella él también le importaba mucho, aunque parecía tener la cabeza en otro lado. Cuando, para honrarla tras su salida, la reina le dio a Denis el título de barón, Thatcher sintió una suerte de compensación de la vida: la primera esposa de él —que también se llamaba Margaret— lo había dejado por un barón mientras Denis peleaba en la Segunda Guerra Mundial. Ahora él sería uno. Y ella, Lady Thatcher.
Por él también se sumó como consejera de la tabacalera estadounidense Philip Morris, con un salario de USD 500.000 anuales. Su equipo le rogó que no lo hiciera, pero los ignoró. “Fue desacertado, ya que causó polémica, pero a ella no le importó porque Denis eran fumador convencido”, escribió Morton.
El final
Poco después de la publicación de sus memorias, Los años de Downing Street y El camino hacia el poder, Thatcher filmó un programa de televisión basado en ellas, que se extendió en cuatro partes, en el que también Denis participó ampliamente: dio, como ella, unas 30 horas de entrevistas. Mientras los grababan, la prensa comenzó a difundir rumores de que Denis estaba enfermo. Un día Thatcher llegó a la filmación, se plantó ante las cámaras y dijo al equipo: “Denis no tiene cáncer. No. No tiene cáncer”. A continuación caminó hacia la ventana, donde vio a un grupo de periodistas y fotógrafos. “¡Buitres!”, gritó.
Aunque según Morton ella lo ignoraba, “en realidad él tenía cáncer, de próstata, pero respondió a la radioterapia y entró en remisión”. Herself Alone destacó, sin embargo, que eso fue “un ejemplo temprano de un problema en aumento". Como era once años más grande que su esposa, Denis se acercaba a los 80 años. "Aunque había sufrido notablemente poco por sus muchos años de fumar 40 cigarrillos diarios y beber, bordeaba ya la vejez. Esto hacía que Lady Thatcher se angustiara por él y a veces se enfadara”.
Él sufrió mucho cuando comenzó el declive mental de ella. En general tenía palabras de apoyo, pero en alguna ocasión, si repetía algo varias veces, llegó a observarle: “¡Ya dijiste eso!”. Otras veces, más exasperado por la negación de ella ante lo que le sucedía, le dijo: “No se trata de cuántas más millas quedan. Se trata de la manera en que manejas el auto”.
En enero de 2003 Denis se debió someter a cirugía cardíaca. Tenía 87 años y necesitaba reposo, pero acaso por la tensión del episodio Thatcher sufrió una caída y se golpeó la cabeza. Mark decidió llevar a su padre a Sudáfrica, pero ella comenzó a angustiarse por los recuerdos de cuando él se había ido allí dos meses sin saber si regresaría o no. Por fin voló a encontrarlo, y pasaron juntos unas lindas vacaciones.
Serían las últimas. En los meses siguientes él comenzó a manifestar problemas para respirar, pero no quería avisarle a nadie para que lo dejaran en paz. Con la excusa de hacer un control de la aorta lo llevaron al hospital, donde descubrieron que tenía cáncer de páncreas. Murió el 26 de junio de 2003, a los 88 años. Thatcher estaba a su lado.
Ella quedó devastada por su ausencia. Durante dos meses le pidió a su secretaria que durmiera en la misma habitación que ella. Estaba deprimida y confundida. Cada tanto preguntaba “¿Dónde está DT?”. A veces su propia enfermedad le amortiguaba el dolor; otras veces recordaba en seguida que él había muerto. “No me gusta la idea de que puedo tener otros 10 años por delante hasta llegar a su edad”, decía.
El gran amigo Ronnie
Durante sus años en Downing Street 10 Thatcher tuvo históricas relaciones con distintos jefes de estado —fue la primera, por ejemplo, en abrirse al diálogo con Mijail Gorbachov—, pero ninguno logró un lugar real en su vida como Ronald Reagan, “su amigo y aliado mayor”. Lo describía públicamente como “una persona cálida” y "muy subestimada intelectualmente”. En particular le gustaba el optimismo de Reagan, algo de lo que ella carecía. Nancy Reagan dijo a Moore: “Tenían misiones similares, pero para Ronnie el vaso siempre estaba medio lleno. Margaret, en cambio, tenía una visión más sombría”.
Al comienzo él estaba encantado pero ella no tanto. “En parte por su natural diferencia de temperamento y en parte porque, a los 76 años, sus capacidades mentales estaban ligeramente en declive, Reagan quedaba más satisfecho al conversar con Thatcher que a la inversa. En un encuentro en Washigton, Frank Carlicci advirtió ‘un poco divertido’ el contraste: ‘Ella era pura sustancia. Pero apenas Ronald Reagan terminaba con los temas y asuntos, quería hacer chistes y charlar. Pero Margaret era trabajo y trabajo. Ella, con su mente estructurada y Ronald Reagan que quería contar chistes…'”.
Algunos en el entorno de la Casa Blanca también veían a Thatcher como una competencia en la escena mundial: Lou Cannon, quien luego sería biógrafo de Reagan, escribió en The Washington Post que el madnatario pagaba “un precio muy caro en términos de su reputación por la inspiración y la ayuda que recibe de Thatcher”, algo que se hacía más evidente cuando los dos se presentaban en público: era muy fácil “reconocer instantáneamente que Thatcher es a la vez el intelecto superior y la fuerza fundamental”. Pero ella siempre mantuvo “gran afecto” por el presidente estadounidense, “y una admiración genuina por sus convicciones sólidas y su don de comunicación”.
Gorbachov y Argentina
Ella nunca hizo comentarios negativos sobre el trabajo de Reagan, ni siquiera cuando se chocaba con el suyo. Por ejemplo, cuando Reagan dijo, en su discurso más importante sobre la Guerra Fría, frente a la puerta de Brandenburgo, en Berlín: “Secretario general Gorbachov, si usted procura la prosperidad para la Unión Soviética y Europa del este, si busca la liberalización, ¡venga a esta puerta! Señor Gorbachov, ¡ábrala! Señor Gorbachov, ¡eche abajo el muro!”, ella no protestó a pesar de su esforzado diálogo con Moscú. Se limitó a hablar sobre los “acontecimientos históricos, de gran coraje, que están sucediendo en la Unión Soviética gracias al liderazgo de Gorbachov”.
Aunque hubo episodios como la invasión a Grenada y el caso Irán-Contras, que fueron políticamente delicados para las relaciones entre los dos países, el mutuo afecto sincero de los dos líderes nunca se dañó, al contrario. Cuando, bajo extrema presión, Reagan se disculpó públicamente por el intercambio de rehenes por armas, ella lo llamó de inmediato. Estaba “electrizada por el discurso”, creía que “todo volvería a su senda”. Lo animó: “Ronnie, hiciste lo que tenías que hacer. Le pusiste fin al asunto”.
En el pico del escándalo Thatcher voló a Washington DC; Reagan estaba herido y deprimido, y su esposa, Nancy, no podía dejar de escuchar y comentar cada crítica de los medios, lo que complicaba las cosas. Thatcher defendió a su amigo en varios programas de televisión: eludió el tema directamente y en cambio hizo una documentada defensa del exitoso gobierno de Reagan. Voló de regreso a Londres.
En uno de los programas más importantes, Face The Nation, hizo una argumentación aplanadora. Reagan la llamó pero no la encontró; cuando ella le devolvió la llamada, él estaba en una reunión de gabinete. La atendió de todos modos: “Te quiero agradecer desde el fondo de mi corazón”, le dijo. Ella temía haberse excedido en el contraataque. “No, lo hiciste de una manera encantadora y dejaste a los periodistas sin nada que decir”, le contestó. Thatcher empezaba a despedirse cuando Reagan le pidió que esperase un momento y escuchara algo. “Hubo una larga ronda de aplausos”, contó Moore, del gabinete en pleno.
Por su amistad con ella, Reagan mantuvo firme la opinión de no vender armas a Argentina, debido a la Guerra de Malvinas. Luego de la derrota, el gobierno argentino había intentado comprar aeronaves militares a Estados Unidos. Thatcher quería impedirlo; Reagan no pensaba que fuera necesario hablar del tema. Pero antes del final de una reunión sobre muchos asuntos, ella “tomó su bolso y hurgó dentro y encontró una lista, como de compras”. La sacó e hizo que revisaba las cuestiones que debían tratar:
—Hay algo que nos olvidamos… Ah, sí: armas para Argentina. No lo vas a hacer, ¿no? —le preguntó, simplemente.
—No, Margaret, por supuesto que no —le confirmó él.
“El destino les ha hecho una mala jugada”
El 16 de noviembre de 1988 Reagan brindó una comida en honor a Thatcher, que a la vez funcionó como su despedida, ya que pronto dejaría la Casa Blanca al presidente electo, Bush. Un encuentro “cálido, amistoso y nostálgico”, describieron a Moore los asistentes. “Reagan y Thatcher eran ‘dos buenos amigos que se iban a extrañar’”. En su discurso, Reagan destacó: “Nancy y yo nos sentimos orgullosos de decir que los Thatchers son nuestros amigos, del mismo modo que Estados Unidos están orgullosos de decir que el Reino Unido es un amigo y un aliado”.
La homenajeada llegó con un resfrío pertinaz. La escasa voz que le quedaba se había agotado en los discursos; al reunirse con el mandatario en el Salón Oval, apenas si podía hablar. “Reagan no parecía tener otro deseo que ayudarla”, reconstruyó Moore. Ken Duberstein, subjefe de Gabinete, le dijo: "Nunca antes había visto a Ronald Reagan mimar tanto a alguien. Él mismo le llevó una tetera, él mismo le acercó sus pañuelos… Lo recuerdo corriendo de aquí par allá en el Salón Oval tratando de ponerla más cómoda. Eso lo dijo todo sobre la relación que tenían”.
En 1990 él se preocupó mucho por la salida del poder de Margaret Thatcher, que no fue tan prevista ni funcionó como una ocasión de celebración. Apenas una semana después, aprovechando que estaban en Londres por una cena de trabajo, los Reagan fueron a tomar el té con Thatcher en el Claridge’s. “Ella les habló sin reservas sobre su congoja. ‘No se quedó callada’, recordó Nancy Regan. ‘Estaba apesadumbrada. Fue muy explícita sobre cómo se sentía'".
Ya antes Thatcher había pedido consejo a Reagan durante una conversación telefónica, y en esa ocasión se lo brindó, en detalle y en persona. Según Fred Ryan, su coordinador de personal luego de que dejara la presidencia, "Reagan se sintió muy mal cuando la sacaron. Sentía que ella era una gigante de su época y que no debería haber sido expulsada de ese modo. Se sentía decepcionado por ver la pérdida que sufría una amiga”.
Poco después de la visita Ryan le envió a Thatcher un memo con consejos detallados sobre la experiencia de Reagan. Terminaba: “El presidente Reagan quisiera hacer lo posible para ayudar a la señora Thatcher en su transición a la vida privada”. Le recomendó que siguiera la tradición estadounidense de las giras de conferencias pagas. Ya dos británicos lo habían hecho antes: Oscar Wilde y Winston Churchill. La presentó a la agencia que se encargaba de gestionar los discursos de él, Washington Speakers Bureau. El contrato ofrecía un mínimo de USD 50.000 por cada conferencia y la comprometía a unas 30 a 40 por año.
Se siguieron viendo. Thatcher fue al cumpleaños 80 de Reagan en Los Angeles, en febrero de 1991. Pero cuando ella cumplió 70, sólo Nancy Reagan pudo asistir a la fiesta en Londres: el presidente ya estaba muy deteriorado por el mal de Alzheimer. “El destino les ha hecho una mala jugada a ti y a él”, le escribió luego para agradecerle. “La mejor medicina en la vida es la bondad de los amigos verdaderos, y ustedes tienen muchos más de los que creen”.
“Ronnie, estamos en Washington”
Cuando volvió a California para el cumpleaños 82 de Reagan, Thatcher tenía una misión: ayudar a recaudar fondos para la Biblioteca Presidencial. Aunque le dijeron que los Reagan vivían de una manera sencilla en el Rancho del Cielo, en las montañas de Santa Ynez, y vestían jeans, el conductor del automóvil que la pasó a buscar por el hotel Bel Air encontró a Thatcher con zapatos blancos, vestido blanco y cartera y sombrero al tono. Vestida como nadie más en la reunión, sólo se sintió incómoda cuando vio, por primera vez directamente, lo que la enfermedad le hacía a su amigo. Reagan repitió las palabras del brindis, sin notarlo.
Más adelante, en otros encuentros debió calmar la desorientación del ex mandatario —“Ronnie, estamos en Washington”— y tolerar la angustia de ver que él no la reconocía. Una noche, en un momento de claridad, Reagan le escribió: “Siempre he creído que el camino de latida ha sido determinado por una fuerza más poderosa que destino. Creo que el Señor nos acercó con un propósito profundo , y que yo he tenido la magnífica bendición de haberte conocido. Me enorgullezco de considerarte una de mis amistadas más queridas, Margaret; me enorgullezco de haber compartido muchos de los momentos importantes de la vida contigo”. Como señaló Moore, ya Reagan se deslizaba hacia el tiempo pasado.
Thatcher, que se había comprometido a cumplir con el deseo de Reagan de ser quien lo despidiera en su funeral, comenzó a viajar con un borrador de discurso y un cambio de ropa negra elegante en su equipaje. Pero Reagan viviría hasta los 93 años, y en ese tiempo los episodios de isquemia comenzarían a afectar el cerebro de Thatcher. Ya en 2002, dos años antes de la muerte del ex presidente, se sabía que “ella no estaría bien como para pronunciar el discurso en persona, pero se acordó con la oficina de Reagan que lo haría de otra manera”.
En 2003 Thatcher grabó su discurso fúnebre en video. Y un año más tarde, cuando pudo asistir a la despedida de Reagan, pero no hablar, “tuvo la experiencia inusual de estar sentada en una congregación y verse a sí misma proyectada en pantallas de plasma”. Quienes la acompañaron notaron “su confusión intermitente, pero también su determinación”. Fue la única que acompañó a la familia Reagan en el avión presidencial que llevó el féretro a su tumba, frente a las elevaciones de Santa Monica.
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