La ciudad de piedra queda allá arriba, muy arriba, subiendo una larga y empinada cuesta desde la ruta y desde la ciudad nueva. Abajo se encuentra la zona comercial, rutinaria. Es un área sucia y oscura, fea, tan típicamente albanesa que parece nunca haber logrado quitarse del todo la sombra del comunismo más represivo que existió jamás. En el medio, entre lo viejo y lo (no tan) nuevo, reina un sólo color: el gris. Es la misma luz la que ilumina los aburridos edificios cuadrados de abajo y también las antiguas casas de roca de arriba, de su fortaleza, de las calles retorcidas y angostas que alcanzan la cima de Gjirokastra. Todo es tan gris que a simple vista parece igual, pero la ciudad de piedra, el barrio antiguo, es única y hay una casa en particular que también lo es, o al menos debería serlo. Es que en Gjirokastra, unos doscientos kilómetros al sur de Tirana, capital de Albania, nació Enver Hoxha, el dictador que guió los destinos de millones a lo largo de más de cuarenta años e hizo de su país una cárcel aislada e inaccesible. Aunque ya nadie lo recuerde.
Es verano y las callejuelas de la ciudad de piedra están repletas de turistas. Hay un festival y los conciertos y otras numerosas actividades culturales se suceden desperdigados por un barrio antiguo completamente saturado. Una banda llamada Lynx toca la canción nacionalista Xhamadani Vija Vija, que clama por la unidad entre Albania y Kosovo, y el cantante entrecruza los pulgares y extiende las palmas formando con sus manos el águila bicéfala que identifica a la nación. El público local brama enloquecido, aplaude la muestra de patriotismo y los turistas extranjeros miran un poco desconcertados. Probablemente la mayoría haya llegado a Gjirokastra para conocer aquellas bonitas casas de piedra que datan del siglo XVII y que son Patrimonio de la Humanidad desde 2005, pero la cantidad de gente obliga a alejarse un poco y explorar más allá del camino trazado para el turismo masivo.
Algunos cientos de metros más allá aparece una casa otomana de tres plantas irregulares, muchas chimeneas, una pesada puerta con arco y decenas de ventanitas de madera. Un letrero anuncia en albanés que se trata del Museo Etnográfico de la ciudad, en donde se exhiben muebles y vestuarios, no mucho más que eso. Hasta que el visitante osa abrir algún armario vedado y se topa con lo que Albania pretende ocultar: los recuerdos de su propio pasado, los elementos que se exhibían cuando la casa natal de Enver Hoxha no era tan sólo una exposición de muebles y vestuarios, cuando era el museo del líder. Hay viejas fotos de la familia Hoxha, mapas de batallas partisanas durante la Segunda Guerra Mundial, libros escritos por el dictador, algunos objetos personales. Entonces una señora regordeta se acerca y cierra de golpe la puerta del armario vedado. Como si rebuscar en aquel pasado, en aquella etapa de la historia albanesa, fuera una condena. Bienvenido, visitante. Quédese con nuestros bellos muebles y vestuarios antiguos. Aquí no hay más.
Enver Hoxha nació en Gjirokastra en 1908, en el seno de una familia acomodada y cuando Albania aún formaba parte del Imperio Otomano. A los 22 años obtuvo una beca estatal que le permitió estudiar en Francia, en donde entró en contacto con las ideas comunistas y comenzó a militar en distintos ámbitos en contra del régimen de Zog, quien fuera presidente de la ya Albania independiente desde 1925 y rey desde 1928. Finalmente sus proclamas le llevaron a perder la beca y debió regresar a su país en 1936. Tres años más tarde, con la guerra mundial ya avanzando sobre todo el continente, la Italia de Benito Mussolini invadió y Zog se marchó al exilio para ya nunca regresar. Hoxha comenzó entonces a participar en actividades clandestinas en contra del régimen italiano y en 1941 se convirtió en uno de los líderes del recientemente fundado Partido Comunista de Albania. Lentamente escaló posiciones hasta alcanzar en 1943 el cargo de Secretario General y de comandante de las brigadas partisanas que luchaban contra los invasores. Aún sin tener formación ni experiencia militar, llegó a comandar un ejército de setenta mil hombres apoyado por Gran Bretaña, la Unión Soviética y los partisanos yugoslavos al mando del mariscal Josip Broz “Tito”. En noviembre de 1944 los partisanos recuperaron Tirana y Hoxha se convirtió en líder de un país que no tardaría en adoptar el sistema comunista y en cambiar de nombre para ser la República Popular de Albania. Era el inicio de un régimen que se extendería por casi medio siglo.
En la cima de la ciudad de piedra se levanta la fortaleza, una ciudadela amurallada cuya construcción comenzó en el siglo XII con la idea de proteger y vigilar desde las alturas. Durante el reinado de Zog se convirtió en prisión para disidentes y, en una extraña ironía, Hoxha lo utilizó para exactamente el mismo fin. Hoy este enorme complejo no parece realmente preparado para el turismo masivo. Hay áreas abandonadas en donde la vegetación cubre pasillos externos, hay basura, letreros vandalizados y un cúmulo de objetos disparatados que parecen no tener demasiada relación entre sí ni con la fortaleza. Hay una serie de tumbas de la orden islámica Bektashí, un gran escenario al aire libre que alberga festivales folclóricos y una desvencijada aeronave militar estadounidense supuestamente espía que, según el régimen de Hoxha, fue derribada para proteger a los albaneses. Las vistas desde lo alto de los muros derruidos son espectaculares, tanto en dirección a la ciudad de piedra como hacia el valle fértil que se extiende a los pies de las montañas. Y, si se presta mucha atención, quizás alcancen a verse algunos de los más de quinientos mil búnkeres construidos por Hoxha.
En 1961, con Nikita Jrushchov al frente de la Unión Soviética, Albania abandonó la alianza del Pacto de Varsovia y se acercó a la China de Mao Tse Tung. Para ganarse la simpatía del líder oriental, Hoxha promovió el ateísmo y en 1967 declaró ilegal toda práctica religiosa, instaurando el autodenominado primer Estado ateo del mundo. Pero la muerte de Mao en 1976 significó el quiebre de las relaciones. Así, en medio del mundo bipolar de la Guerra Fría, Albania pasó a no estar ni con occidente ni con oriente, no estaba a ninguno de los lados de la Cortina de Hierro, simplemente no estaba. Era enemigo de todo el planeta. Hoxha decidió entonces hacer de este aislamiento su punto fuerte: si ningún país era aliado, los peligros potenciales se volvían constantes.
El temor infundido fue la forma de unir a los ciudadanos y una excusa para endurecer la represión en el marco de una economía cada vez más afectada por la falta de apoyo internacional. Entonces se construyeron los búnkeres para proteger a millones de albaneses de supuestas eventuales invasiones. Cientos de miles de búnkeres de distintos tamaños ubicados en los lugares más disparatados, en el campo y en la ciudad, en las playas y las montañas, a la vera de alguna ruta y en los cementerios. Debajo de la fortaleza de Gjirokastra aún sobrevive un larguísimo túnel que atraviesa la montaña y en donde debían refugiarse líderes políticos, miembros del Partido Comunista y, de ser sumamente necesario, otros habitantes de la ciudad, aunque no representaran prioridad alguna. Hoy existen en todo el país búnkeres abandonados, pero otros se han convertido en atracciones, en diminutos museos, tiendas, cafés, curiosos hoteles o han sido intervenidos artísticamente.
Finalmente Hoxha murió en 1985 casi sin volver a pisar su ciudad natal, y seis años más tarde se concretaron las primeras elecciones democráticas tras la caída del comunismo. El legado material de Hoxha fue rápidamente destruido, ya no quedaron monumentos ni nada que honrara al líder o a su partido. Mirar al pasado se hizo cada día más arduo, como si todo el país hubiera sufrido una terrible amnesia autoprovocada que le impidiera aludir a casi medio siglo de historia. La represión del recuerdo traumático derivó en una visión brumosa y vaga que tal vez se pretenda contagiar al visitante: cierre la puerta del armario, vea nuestros bellos muebles, disfrute de nuestro festival veraniego.
Los recovecos internos de la fortaleza de Gjirokastra esconden demasiadas sorpresas. Tal vez sea porque este lugar tuvo y tiene numerosos usos, o quizás porque el espacio amplio permite albergar objetos diversos que simplemente no caben en ningún armario vedado. Desde el Museo Nacional de Armamento, parte del mismo complejo, nace un angosto y oscuro pasillo sin señalización que conecta con uno más amplio. A ambos lados se suceden las pequeñas celdas que albergaron a quién sabe cuántos enemigos de la monarquía y del comunismo. Son espacios claustrofóbicos y húmedos, sucios, completamente olvidados, en algunos casos semiderruidos, con puertas de madera a punto de desplomarse, como si a nadie le importara recordar las historias de quienes deambularon por aquel purgatorio. Las “Siete Ventanas” le llamaban en tiempos de Hoxha, porque ese era el número de aberturas que se alcanzaban a vislumbrar desde la ciudad, colina abajo. “Cuidado con lo que haces porque puedes terminar en las Siete Ventanas”, se advertía entonces.
En una de las celdas más oscuras se acumulan cientos de objetos que son víctimas de la humedad y de los insectos: hay pesadas banderas comunistas, diplomas coronados por la estrella roja y los rostros de Lenin, Stalin y Hoxha, documentos tan corroídos que apenas se alcanza a distinguir algún color, alguna palabra. Esta vez no hay ninguna señora regordeta que obstaculice el acceso, sólo hay una gigantesca pila de objetos sucios que alguna vez fueron venerados y hoy forman parte de aquel lejanísimo pasado. Desde las Siete Ventanas se alcanza a apreciar el centro de la ciudad de piedra, con sus turistas y su festival, con su entusiasmo que parece extraordinariamente ajeno visto desde las celdas que nadie visita y los objetos que nadie reclama. Los restos de una historia suprimida son ahora tan sólo basura en el fondo de un armario vedado.