Perm-36, la pelea por el control del último gulag soviético

Es el único campo de trabajos forzados de la ex URSS que se mantuvo en pie como museo. Pero activistas de derechos humanos y el gobierno ruso pelean por el relato de las atrocidades que ocurrieron allí

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Alambres de espino, altas defensas protegidas por garitas para los guardias cubriendo el perímetro, casas para los perros guardianes… todo para contener tras estos muros a quienes fueran los mayores enemigos de la Unión Soviética: los intelectuales, los activistas de los derechos humanos, los creyentes o los nacionalistas.

Estamos en Perm-36, el único vestigio visitable que queda del sistema represivo de la Rusia comunista, el Gulag, lo que Aleksandr Solzhenitsyn definiría como un archipiélago, por la manera que tenía de distribuir a sus victimas por todo el territorio soviético.

Perm-36 fue un campo de trabajos forzados del Gulag, un centro de detención especializado en "enemigos políticos" del régimen soviético. Situado a 500 kilómetros al este de Moscú, el campo toma su nombre de la cercana ciudad de Perm, en los Urales.

El gulag Perm-36 funcionó como
El gulag Perm-36 funcionó como campo de concentración de presos políticos entre 1943 y 1988

Fue abierto durante los años de desatada represión de Josep Stalin, en 1943 y continuó su macabro trabajo hasta 1988, cuando la Perestroika de Gorbachov ya llevaba años intentando democratizar el país.

Abandonado, el tiempo y el duro clima de los Urales fueron destruyendo las garitas, los barracones, las verjas, hasta que a finales de los años 90 un joven matrimonio de activistas, Tatiana Kursina y Victor Shmyrov, decidieron restaurarlo y conservarlo como un museo para que aquellos años de represión no cayeran en el olvido.

"Este museo es un centro cultural y educacional" dice Tatiana, quien, junto con su marido recogieron fondos de particulares y activistas para mantener con vida el museo.

Con los años el centro ganó en popularidad, y comenzó a ser incómodo para las autoridades. Para los fundadores del museo, la animadversión creciente del poder hacia este museo se debía a que "era un museo sin censura, y estaba dirigido por activistas independientes."

Entonces llegó la crisis en Ucrania, la anexión de Crimea por parte de Rusia y la guerra de Dombas, que trajo consigo una ola de patriotismo nacionalista ruso generosamente subvencionada por el estado y patrocinado por los medios de comunicación estatales.

En ese clima de glorificación de la patria, las autoridades de la región de Perm, junto con el Ministerio de Cultura, pasaron a al ofensiva, cerrando el museo, al que los sectores ultra nacionalistas y los comunistas acusaron de ser la "quinta columna" de un enemigo invisible anti ruso.

"Las autoridades quieren que en Rusia sean populares los personajes que históricamente se ha considerado que tenían un puño de hierro, como Iván el Terrible, Pedro el Grande o Stalin", nos dice Victor Shmyrov, el fundador original del museo, "lo cual no fue difícil", continúa, " ya que para nadie es un secreto que la conciencia pública depende en gran medida de los medios de comunicación, especialmente en un país donde no hay diversidad de prensa."

Tras el cierre, las autoridades reabrieron el museo, pero ya bajo control estatal. En un primer momento, asegura Victor Shmyrov, se intentó cambiar el sentido del museo, con una exposición centrada en el "trabajo entregado y sufrido de los guardias de seguridad."

Aquel intento de tergiversación histórica provocó una fuerte reacción entre activistas e historiadores, y el reabierto museo tuvo que cancelarla y volver a su significado original.

Para Robert Latypov, un respetado activista de derechos humanos en la ciudad de Perm, con años a sus espaldas junto a la asociación "Memorial", actualmente el museo sí habla de la represión, pero de un modo perverso, que trata de exculpar al Estado. "No se habla", dide Latypov, "de que se trató de asesinatos en masa por parte del Estado de su propia gente. El tema se trata como si las muertes las hubiese causado un fenómeno natural, una plaga". 

"Imagínese", continúa Latypov, quien lleva años investigando la maquinaria de terror en la región de Perm y las comunicaciones de los órganos represivos, "las autoridades centrales enviaron una cuota de fusilamientos a la región de Perm, y la respuesta de las autoridades locales fue, 'esto es muy poco, incrementen el límite'".

Las nuevas autoridades del museo no comparten las críticas contra su gestión, y aseguran que el trabajo que se hace es honesto. Sergey Ponomarev, subdirector del museo asegura que "nuestra labor es explicar las cosas tal y como fueron, no perpetuamos los mitos soviéticos".

Visitando el museo uno puede entrar en las celdas de aislamiento, en los barracones donde dormían en penosas condiciones los reclusos, o aquellos que se usaban para la maquinaria de los trabajos forzados fuera del campo.

En el actual clima político en Rusia, donde una crítica al gobierno es casi una crítica al país en sí mismo, hablar del pasado soviético no resulta fácil, pero es un pasado cercano, del que todavía quedan testigos.

Sergey Kovalev fue prisionero en Perm-36 de 1974 a 1984, acusado de redactar propaganda antisoviética. "Ese fue el único cargo que era real de los 17 que me imputaron", dice con cierto orgullo Kovalev, que pese a contar hoy con 89 años, sigue siendo un activo luchador por los derechos humanos en Rusia.

Kovaliev fue confinado con otros presos políticos en la barraca de máxima seguridad. Durante sus años de encierro, su trabajo consistió en montar componentes eléctricos .

Sergey Kovalev, sobreviviente del Perm-36
Sergey Kovalev, sobreviviente del Perm-36
 

Una vida rutinaria, repetitiva de trabajo, escasez , frío y aislamiento del mundo exterior. Aunque la URSS delos años 70 ya no era la de los 40, y las hambrunas, las ejecuciones arbitrarias o el trabajo extenuante hasta la muerte eran ya cosa del pasado de los años más terribles del estalinismo.

Aún así, la vida era dura, y la comida no abundaba. "Los puestos de trabajos más codiciados eran en la cocina , allí llegaban los que tenían buen trato con la administración, ¡Allí se podía robar comida!"

De su decenio en el gulag, Kovalev recuerda a sus captores, aquellos que recorrían el perímetro exterior y los que, ya dentro del campo, daban las órdenes y que eran los que podían enviar a los prisioneros a las temidas celdas de castigo. "No les guardo rencor" dice "ese era su trabajo. Nosotros no teníamos ni mala ni buena relación con ellos, pero porque ellos podían ser muy severamente castigados si hablaban con los presos"

Después de diez años tras el alambre de espino, Kovaliev cumplió su pena y salió en libertad, pero la URSS que conocía estaba a punto de entrar en una turbulenta recta final antes de su desaparición. "Sí, volví a ser libre, pero volví a otro mundo", lamenta Kovalev.

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