El 26 de octubre de 1998 una fuerte tormenta de nieve azotó la parte alta del Manaslau, en el Himalaya. Fernando González Rubio y su equipo quedaron atrapados en la montaña mientras intentaban conquistar su cumbre de 8.156 metros. Avanzar era cada vez más difícil e implicaba un riesgo muy alto. La decisión ya estaba tomada: abortaron el ascenso a la cima. En el descenso, camino al campamento base, una gran avalancha sepultó a los seis montañistas colombianos. Entre ellos a Lenin Granados, un joven ingeniero que murió en el lugar.
"Imagina la frustración, el dolor; salir seis de casa, volver cinco", dice Fernando, en una conversación telefónica con Infobae.
La primera expedición de Fernando al Himalaya estuvo marcada por la muerte. En ese momento tenía más de una década como alpinista y un puñado de cumbres conquistadas en los Andes y Norteamérica, además dominaba la escalada en roca y devoraba cuanto libro encontraba sobre su disciplina. Sin embargo, confiesa que ese día la falta de experiencia se hizo latente. Pero no se refiere a una experiencia sobre los conocimientos técnicos de un montañista, sino a no conocer bien el terreno, a no estar familiarizado con esa geografía a la que accedía por primera vez.
"Entonces nos damos cuenta de que había que entrenar en el Himalaya. Y en 1999 nos fuimos nuevamente, esta vez a la montaña Cho Oyu, y ahí logro mi primer pico de 8.000 metros, la sexta más alta del mundo. Entonces eso ya genera en mí mucha confianza y me vuelvo además mucho más indispensable en el equipo, porque mi rendimiento en la montaña era muy bueno. En el 2001, hacemos el Everest. Ahí tengo la fortuna de ser el primer colombiano en estar en la cima", cuenta Fernando, considerado el tercer mejor montañista en América Latina, luego de haber conquistado siete de las 14 cumbres de ocho mil metros que hay en el mundo.
Fernando tiene 51 años y nació en Barranquilla, una ciudad a orillas del mar Caribe, calurosa siempre, muy lejana a todo lo que tiene que ver con el alpinismo. A esa disciplina llegó casi por casualidad o por el destino, que quiso que su familia se mudara a Bogotá y que él, a los 17 años, conociera en una fiesta a otro barranquillero que lo invitaba a escalar.
"Yo hacía siempre mucho deporte. Jugué al béisbol en Barranquilla y cuando llegué acá me dediqué mucho a patinar y a hacer gimnasia olímpica. Y de repente me encuentro con este personaje que me trae aquí a las Rocas de Suesca. Y bueno, me enganché y ya no me volví a bajar de las paredes", relata.
Fernando dice "aquí" porque desde ese momento ese lugar se convirtió en su hogar. Allí en Suesca, un municipio a 59 kilómetros de la capital colombiana, vive con su familia. Y las rocas, que se alinean a lo largo de dos kilómetros con paredes que van desde los 20 hasta los 130 metros de alto, están ahí siempre. Es el paisaje que adorna las ventanas de su casa. Desayuna, almuerza y cena viéndolas. Nada más es salir, cruzar un río y está haciendo eso que tanto lo apasiona: escalar.
Y es que saber escalar, más allá del placer que le produce, le ha permitido conquistar las cumbres más difíciles en el mundo, como el K2, donde permanentemente se está en una pendiente, que en algunas partes del recorrido es de 90 de grados, o el Annapurna, el que considera su mayor logro alpinístico.
"En el Annapurna estuvimos 37 personas en el campamento base, eramos diferentes equipos de varios países, y solo logramos subir a la cumbre tres personas. Después de que todos escalamos, pusimos cuerdas e hicimos toda la estrategia, al final del día la montaña nos permitió solo a un amigo australiano, a un ecuatoriano y a mí llegar a la cumbre y bajar. Por estadística, uno de los tres tenía que morir en el descenso, pero logramos descender todos unidos, como equipo. Y bueno, llega uno casi en los límites. Ese reto, esa meta cumplida, es lo que al final vale la pena", asegura Fernando.
Hay un tema que resulta ineludible para Fernando: el Everest, con sus 11 muertes en mayo y esa fotografía impresionante que muestra a una fila interminable de turistas y aventureros que en la parte alta de la montaña esperan horas por su turno para llegar a la cima. Ya en la cumbre, que tiene el tamaño de dos mesas de ping pong, y a la que llegan incluso pasando por encima de cadáveres, grupos de 15 o 20 personas sacan sus cámaras digitales y se toman una selfie en el lugar más alto del planeta, según describió en un reportaje de The New York Times.
Fernando lamenta eso que describe como una comercialización extrema de la montaña, que poco tiene que ver con su conversación y que pone en riesgo la vida de personas que no tienen la preparación para enfrentar un desafío de ese tipo. Y a diferencia de ese Everest sobrepoblado de la fotografía, en el 2001 solo habían unas cinco o seis personas más con él durante el ascenso a la cima.
"En lo que se ha convertido eso de lo comercial es un poco 'subamos como sea', cuánto oxígeno hay que llevar, cuántos peones tienen que morir en el camino para que yo pueda llegar a la cima", dice Fernando. Y agrega: "Fijate que las montañas que son más difíciles, como el K2, también quieren volverlas como el Everest. Pero no han podido porque la exigencia técnica es mucho mayor, porque el recorrido en el Everest la mayor parte del tiempo es caminando. Entonces por eso ves la comparación de más de 5000 mil cumbres conquistadas en el Everest mientras que en el K2 no han llegado a las 400".
Fernando cree que el montañismo debe ser como el buceo: hacer primero un curso, aprobarlo, y obtener un certificado para luego sí poder realizar la primera inmersión. "Es algo más de instrucción y experiencial que un paseo turístico", afirma.
Para el alpinista colombiano una expedición al Himalaya debe tener una duración aproximada de 45 días, lo que permite que el cuerpo se pueda adaptar, "aclimatar". Los turistas, en cambio, se saltan esa parte porque no cuentan con ese tiempo. Para suplir esa falta de preparación se conectan a una botella de oxígeno y con esa ayuda intentan realizar el ascenso. El problema viene, como ocurre algunas veces, cuando les falla el suministro de oxígeno, ahí el riesgo aumenta y la vida corre peligro.
Por eso considera esencial que haya controles médicos en los campos bases. "Y si las personas no está en condiciones, no las dejan escalar. Así evitan una posible muerte arriba. Pero el Gobierno de Nepal en gran parte vive del turismo, entonces entre más permisos vendan, mejor", dice.
Fernando, que hace más de 20 años recorre el Himalaya, ha sido testigo de cómo el turismo ha mejorado la calidad de vida de las comunidades que la habitan y que antes vivían en condiciones que él considera de mayor precariedad. Sin embargo, cree que en lugares como el Everest debe haber una mayor regulación por parte de las autoridades para cuidar tanto la montaña como la vida de las personas.
El alpinista confiesa que hay una tensión entre los que están detrás del turismo de alta cota (como es llamado en el Himalaya) y los deportistas como él, que creen que se ha prostituido un templo. "La montaña para nosotros es un escenario que nos permite conocernos a nosotros mismos, llevar nuestros pensamientos, nuestros sueños, muchas veces a unos límites que pensábamos que no podíamos".
Y continúa en su reflexión: "La montaña, subir a ella, no es una entidad impuesta donde te dicen: mira, las cosas son así, sino es la montaña la que te dice a ti: bueno, ¿no viniste entrenado? Esto es así. Estás en situación de riesgo, ¿dónde está lo mejor o lo peor de ti? ¿Eres honesto en tu vida o llegaste antes de la cumbre y te bajaste diciendo que llegaste a ella?".
Fernando es un obsesivo con la seguridad y un estudioso de su disciplina. Crítica con dureza esa idea romántica del aventurero o alpinista que encuentra algo glorioso en morir durante una expedición. Y lo enamora más el camino, lo que pasa en este, que la propia meta, que el llegar a la cumbre, aunque dice que eso también es hermoso. Y siempre que sube tiene en mente su hogar, su familia: la idea de que siempre hay algo más importante que lo obliga a bajar. "No quiero ser un yeti que vive en las montañas, de las montañas hay que volver. Allá vamos a buscar la vida, no la muerte", concluye.
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