Mongolia es un país mediterráneo encerrado entre dos potencias: China y Rusia. En tiempos lejanos y de la mano de Gengis Kan, supo ser un imperio que se extendió desde Europa oriental hasta territorio chino, aunque luego fue dominada por sus poderosos vecinos. A principios de siglo XX logró independizarse pero como una de las repúblicas comunistas satélites de la Unión Soviética.
Desde entonces uno de sus principales desafíos es integrar a la vida moderna a una población aún muy arraigada a sus tradiciones. Aunque ya no es el imperio exótico con el cual Marco Polo comerció por años, sigue siendo un caso extraño en Asia. En primer lugar porque es considerada una democracia plena en una región de casi 50 países de los cuales, según la organización Freedom House, apenas 6 pueden considerarse democráticos. El segundo lugar, porque gran parte de su población aún practica el nomadismo.
Históricamente la nación mongola estuvo compuesta por diferentes grupos que se movían libremente por el desierto de Gobi, uno de los más grandes desiertos fríos del mundo, siguiendo los ritmos que impone la actividad del pastoreo.
Por último, se trata de uno de los países menos poblados del mundo, con poco más de tres millones de habitantes y se encuentra en el grupo de los países con alto nivel de desarrollo humano según la ONU. Mientras sus vecinos en Asia envejecen a gran velocidad, Mongolia mantiene un crecimiento demográfico estable y la edad promedio es 24.7 años. Su población se divide entre budistas y ateos y las mujeres conforman más del 50% de la fuerza laboral y tienen niveles educativos mayores a los hombres.
Con el siglo XX y el avance industrial y tecnológico, la mayoría de los mongoles se fueron sedentarizando. Casi la mitad de ellos se instaló en Ulam Bator, la capital, porque solo allí se pueden conseguir recursos y trabajo. El proceso migratorio trajo grandes problemas por tratarse de una población que no tenía tradición ni hábitos urbanos. Así en la periferia se encuentran grandes cordones de población instalados en inmensas tiendas circulares, llamadas yurtas, las mismas que antes se usaban para recorrer libremente el desierto.
Mongolia es un país muy frío, con temperaturas que pueden descender más de los 25 grados bajo cero, por lo que la calefacción en las yurtas es imprescindible. Sin embargo, los asentamientos carecen de conexiones eléctricas o gas; por eso, se calefaccionan quemando carbón y madera en precarias estufas. A esto se suma las ineficientes y antiguas centrales térmicas que están dentro del tejido urbano, un tráfico desordenado que suma emisión de gases y la ubicación de la ciudad en un valle, donde resulta dificultosa la circulación del aire.
La principal consecuencia es que la capital mongola no solo es considerada la más fría, también está catalogada como la más contaminada del mundo. De hecho, la contaminación llega a ser tan densa que muchas veces no se pueden diferenciar los colores del semáforo.
Esto produce constantes reclamos y un malestar social entre quienes viven en la zona urbanizada y quienes lo hacen en las tradicionales yurtas y que son acusados por la contaminación.
De satélite de la Unión Soviética a una democracia liberal
La caída de la Unión Soviética produjo el colapso de la economía y la política mongola, como ocurrió con las otras repúblicas de la región. A diferencia de estas, la transición política se produjo sin sobresaltos ni violencia. Luego de una reforma constitucional en 1992 se estableció una democracia de tipo liberal con alternancia entre dos partidos.
En lo económico la apertura tomó forma de shock. En menos de un lustro, Mongolia abrió su economía, privatizó los recursos estatales, liberalizó los precios, creó un sistema bancario y financiero privado y estabilizó la macroeconomía. Las reformas fueron tan profundas que ya en 1997 fue aceptada en la OCDE. A partir de la segunda mitad de la década de 1990 y entrado este nuevo siglo, la economía mongola comenzó a mostrar grandes mejoras sostenidas, sobre todo, en la exportación de sus generosos recursos mineros.
Sin embargo, la situación ha empeorado en los últimos años y esto ha ocasionado severos problemas fiscales y un aumento de la pobreza. La baja de los precios de la minería y la desaceleración de la economía china llevaron a una crisis tal que el país debió acudir a un rescate del FMI. Los conflictos sociales se han disparado y los gobiernos han ido alternándose sin dar una solución al problema de fondo, en un marco de numerosos escándalos de corrupción y de creciente rechazo social por las instituciones políticas.
El populismo como respuesta a la crisis
En este marco, Mongolia enfrenta, como otros países, una ola populista impulsada por las promesas de sacar al país del atolladero y devolverle la gloria del pasado. La figura que representa la erosión del sistema es su actual presidente, Khaltmaa Battulga, quien ganó las elecciones en 2017.
Amigo de Vladimir Putin, ex campeón de artes marciales y uno de los empresarios más ricos del país, se presentó a las elecciones como un outsider del sistema político. Ha sido apodado el 'Trump mongol'; por su personalidad, riqueza y declaraciones prorrusas.
Su campaña se basó en una estética nacionalista y críticas a la elite política tradicional por la corrupción y la crisis. También planteó una mayor relación con Moscú y utilizó los sentimientos anti China muy extendidos en la población, sobre todo, por la gran dependencia de la economía mongola de las exportaciones a China.
Inicialmente el poder de Battulga era limitado, tanto por la institucionalidad vigente en el país como por el control opositor del parlamento y del Primer Ministro. Pero el nuevo presidente acentuó su discurso populista y apelando a su carisma logró un creciente apoyo popular. Entre otras estrategias, volvió a imponer la pena de muerte y construyó una estatua de 40 metros de Gengis Kan, de quien se declara admirador y continuador.
Las movilizaciones y los procesos judiciales por corrupción terminaron de "convencer" a los legisladores que otorgaron a Battulga poderes especiales para echar a miembros de la justicia, entre ellos, un juez de la Corte Suprema y el Fiscal General de la Nación. Luego llegó el turno de uno de sus principales rivales en la cámara.
Un modelo político basado en la adoración del gran Kan y de los métodos populistas que se expanden en otras regiones del mundo augura un futuro difícil para la que, hasta hace muy poco, era una de las joyas democráticas de Oriente.