El 27 de abril de 1994 no fue solamente un día de elecciones. En esa jornada nació una nueva Sudáfrica en todo sentido. Millones de votantes, sin importar el grupo étnico, se congregaron con paciencia y buen humor, incluso tras varias horas de largas filas, en muchas ocasiones, personas que poco tiempo antes se hubieran atacado.
Pese a un último intento de sabotear el acto electoral perpetrado por supremacistas blancos que, buscando infundir miedo para evitar el voto dejaron 21 muertes y más de 200 heridos, las elecciones se llevaron a cabo con bastante normalidad a lo largo de tres días. La violencia no pudo con la voluntad nacional de dar vuelta la página a uno de sus períodos más oprobiosos. La eliminación del Apartheid marcó el fin de una de las luchas políticas más largas de la historia contemporánea.
Se puede trazar una analogía en la caída del Apartheid, tras medio siglo, con el ánimo al momento del festejo en la Puerta de Brandeburgo en noviembre de 1989, al caer el Muro de Berlín. Sin embargo, el espíritu reinante en la Sudáfrica de 1994 no fue tan exultante, sino más bien calmo y reflexivo. Caía un sistema opresivo que deshumanizó a la mayoría negra y brutalizó a la minoría opresora blanca. De algún modo toda persona fue víctima del sistema de segregación racial, ya que deshumanizó al conjunto de la sociedad. Entonces, el acto de sufragar pudo ser visto como una reafirmación de la humanidad, un verdadero acto de liberación y un anuncio que el país africano ingresaba en una nueva era.
No fueron pocas las personas ancianas que declararon poder morir felices luego de haber votado por primera vez. Los resultados, pese a la dificultad de todo debut electoral, no fueron sorpresivos. El Congreso Nacional Africano (ANC, por su sigla en inglés) se impuso con el 62,5% del voto nacional, sobre casi 20 millones de sufragantes, en siete de nueve provincias, un resultado muy satisfactorio pero no lo suficiente para otorgar la mayoría parlamentaria. De todos modos, en la Asamblea Nacional el ANC ocuparía 252 bancas de las 400 existentes.
Se proyectó un gobierno que superara las diferencias raciales del pasado con Nelson Mandela a la cabeza y secundado por dos vicepresidentes, Thabo Mbeki, su sucesor tras 1999, y Frederik de Klerk, último presidente del régimen racista y, también como Mandela, Premio Nobel de la Paz en 1993 por sus esfuerzos en desmantelar dicho sistema desde 1990 en un proceso exitoso pero no carente de dificultades y con el siempre amenazante fantasma de una guerra civil.
El aspecto más saliente de esos años previos fue la liberación de Nelson Mandela, en febrero de 1990, tras 27 años de encarcelamiento por su rebelión contra el régimen racista que lo hizo acreedor de fama nacional y mundial.
El gabinete quedó inaugurado el día de la asunción presidencial, el 10 de mayo de 1994, en una jornada de celebración que también combinó la solemnidad del acto oficial. Frente a muchos temores, empero, la reconciliación fue el leit motiv del gobierno democrático y no el espíritu revanchista. La cultura de la negociación triunfó a pesar de las diferencias muy visibles en lo que el arzobispo y Nobel de la Paz, Desmond Tutu, definiera como "nación arcoiris", una potencia africana que hoy afronta varios desafíos, en parte herencia del régimen finalizado hace un cuarto de siglo.
Retos del presente
El ANC, partido que el próximo 8 de mayo define su futuro en los comicios, carga con la deuda de superar la gran brecha socioeconómica, lastre del Apartheid, y mejorar su imagen de cara a escándalos previos. Uno de ellos costó la renuncia de Jacob Zuma a comienzos del año pasado. El partido gobernante se la exigió luego de que se lo acusara de más de 700 cargos. Una acusación notoria fue el caso de desvío de fondos estatales para reformar su vivienda.
Actualmente en recesión y con una tasa de desempleo del 27,5%, Sudáfrica se encuentra en el peor segundo lugar en cuanto a desigualdad social y eso se explica en buena medida por la disparidad existente entre la renta blanca y la negra, con un mercado laboral que aún discrimina salarialmente a ambos grupos étnicos. Una parte considerable de la población negra se agolpa en townships, donde las condiciones de vida son pésimas, y su existencia es, en cierta medida, reminiscencia de los antiguos guetos: los bantustanes del pasado que exigían la segregación racial, territorios de confinamiento para la mayoría negra en apenas el 13% de la superficie sudafricana y desde temprano privados de ciudadanía.
Dos grandes promesas del ANC durante la previa electoral son superar tanto la recesión como la corrupción rampante, de la mano del ex vicepresidente y sucesor de Zuma, Cyril Ramaphosa. La lucha anticorrupción es el plato fuerte de la campaña en una economía ajustada. Al respecto, muchas veces la xenofobia es la salida fácil a los problemas y los brotes de este tipo son recurrentes. Dos grandes ejemplos ocurrieron en 2008 y 2015. El de hace 11 años arrojó un balance de 62 muertes.
Mientras tanto, existe un movimiento de protesta creciente abonado por sucesivas crisis como la impactante represión minera de Marikana en 2012 y sus 34 muertes, más una protesta universitaria por el alto costo de los aranceles educativos, entre otros puntos. Sudáfrica tiene los retos, a su modo, de todo país emergente y es una buena puerta de entrada a los negocios africanos. Pero el optimismo de 1994 quedó muy atrás y, en consecuencia, el ANC debe ofrecer algo a cambio respecto del hartazgo frente a un modelo democrático que lleva 25 años de hegemonía.
El autor es historiador africanista, especializado en afrodescendencia. Investigador y docente en la Universidad de Buenos Aires y en la Nacional de Tres de Febrero.