¿Quién no se ha pasado una noche sin dormir por culpa de un mosquito? Ese sonido tan fastidioso es la marca personal del animal más mortífero del planeta, pues algunas especies de este insecto son capaces de transmitir la malaria.
La malaria es una enfermedad humana que representa una de las mayores causas de pobreza y muerte en países en desarrollo. Está causada por la infección por parásitos protozoos del género Plasmodium, y es transmitida por mosquitos del género Anopheles.
Es una de las enfermedades más antiguas de la humanidad. Existen registros escritos del año 2.700 a. C. en China. El término tiene su origen en el italiano del medievo mala aria, que significa mal aire. Se denominó "fiebre de los pantanos", pues se pensaba que la gente se infectaba al respirar el aire putrefacto de las ciénagas.
La malaria ha sido una enfermedad devastadora a lo largo de la historia de la humanidad. El máximo de muertes tuvo lugar en la década de 1930, con unos 5 millones de fallecimientos al año. Aunque al principio la enfermedad estaba esparcida por todo el mundo, tras un primer programa de erradicación mundial lanzado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) con fumigaciones masivas con el insecticida DDT, Europa se declaró libre de malaria en 1975. En España se erradicó en 1964 y sus ultimo reducto fue en las Hurdes (Extremadura).
Luchar contra la malaria en el siglo XXI
Hoy en día el escenario al que nos enfrentamos es muy diferente. El número de muertes se ha reducido a cerca de medio millón de personas al año. Aun así, la malaria todavía es una de las tres principales causas de muerte y se estima que el 40 % de la población mundial está en riesgo. Además, dos terceras partes de las muertes corresponden a niños menores de 5 años.
Si podemos enviar gente a la luna o visualizar un agujero negro, ¿por qué no podemos acabar con la malaria? ¿Qué es lo que no funciona? La respuesta parece estar en África, donde tienen lugar el 70 % de casos y el 90 % de las muertes por malaria del mundo.
África nos enseña que el primer problema es que la malaria y la pobreza están íntimamente relacionadas. La falta de infraestructura sanitaria, de canalización de agua y eléctrica y los pocos recursos económicos limitan la administración de fármacos y vacunas y el control de mosquitos.
Hay que pensar en algo tan simple como la logística de mantener y administrar una vacuna que debe conservarse a 4 ⁰C cuando la temperatura exterior es de 40 ⁰C. O comprar fármacos antimalaria y mosquiteras cuando tus ingresos son inferiores a un euro al día.
El segundo gran problema es la educación. La tasa de analfabetismo en África es muy alta y a esto se suma una religión y una cultura muy arraigadas. De nada sirve repartir mosquiteras e innovar en nuevos fármacos y vacunas si antes no educas a la gente sobre prevención y tratamiento.
Por último, la tercera razón se llama Plasmodium falciparum. Esta especie se encuentra sobre todo en África y es responsable del 90 % de las muertes mundiales. La malaria causada por este protista, sin diagnóstico precoz y ni tratamiento, suele ser fatal.
Un poderoso enemigo
Frente a este gran problema que es la malaria, ¿qué hacemos los investigadores? En los últimos años se han desarrollado numerosas vacunas y fármacos contra el parásito.
Respecto a las vacunas, una de las apuestas más innovadoras son las denominadas "vacunas de bloqueo de transmisión (transmission blocking vaccines). Se administran a una persona, pero la molécula pasa al mosquito vector tras la picadura y actúa sobre las fases transmisibles del parásito.
Los avances son lentos, sobre todo porque nos enfrentamos a un poderoso enemigo. La realidad es que a día de hoy no existe vacuna efectiva y el Plasmodium ha desarrollado resistencia a todos los medicamentos antimalaria hasta la fecha (cloroquina y derivados de la artemisina).
Los fracasos en la lucha contra la malaria se deben a que el parásito tiene una capacidad increíble de adaptarse al ambiente cambiante dentro del hospedador humano y el mosquito. Es un maestro de la plasticidad, incluso en un contexto de globalización y cambio climático.
En busca de un talón de Aquiles
Esta plasticidad representa la capacidad del genotipo de alterar el fenotipo en respuesta al ambiente, y está relacionada con la epigenética. Este término se refiere a los cambios en la expresión de los genes que no se deben a cambios en la secuencia del ADN.
Estos mecanismos son clave en la habilidad del parásito para adaptarse en respuesta a señales de su ambiente. Son la base, por ejemplo, de las estrategias de evasión inmune que permiten al parásito variar sus proteínas antígenos de superficie y hackear nuestras defensas inmunitarias.
El cómo lo hace es una de las preguntas sin responder más importantes.
Una razón es que los estudios en malaria, hasta la fecha, han puesto el foco en los estadios en sangre del parásito en el humano y en sistemas de cultivo in vitro, artificiales. Las cepas de referencia del laboratorio han perdido la capacidad de adaptarse.
Por el contrario, sabemos muy poco de la biología del parásito durante el ciclo de vida en el mosquito, a pesar de que es en su interior donde ocurre la reproducción sexual que genera la variabilidad.
Además, dada la imposibilidad de experimentar en humanos, el mosquito es un sistema ideal para descifrar in vivo cómo los parásitos de la malaria regulan su genoma para adaptarse al ambiente.
Otro problema de la investigación sobre malaria es que existe una enorme variabilidad natural y diversidad en áreas endémicas, por lo que es imprescindible la investigación sobre el terreno en África.
Para llenar este vacío de conocimiento, nuestra investigación pone el foco en el ciclo del mosquito en parásitos aislados de áreas de transmisión de malaria endémicas. Intentamos descubrir cuáles son los mecanismos epigenéticos que permiten la formidable adaptación del parásito de la malaria. Y, con ello, encontrar su talón de Aquiles.
Investigando en África
Con ese objetivo, desde 2013, desarrollamos nuestra investigación en un área de malaria endémica en Bobo-Dioulasso, en el sur de Burkina-Faso (África), en colaboración con el Instituto de Investigación en Ciencias de la Salud de ese país.
Es un área de alta transmisión, donde el 100 % de la población está en riesgo, y con un elevado índice de pobreza: cerca del 30 % de la población vive con menos de 1 dólar al día. En 2018 se estimaron 8 millones de casos de malaria (de una población de 14 millones de personas) y 28 000 muertes, según datos de la OMS.
Los proyectos que desarrollamos contribuyen al diagnóstico y tratamiento de malaria en este país. En cada expedición se testan cerca de 1000 niños de entre 5 y 12 años. El diagnóstico se lleva a cabo con un examen al microscopio de una gota de sangre gruesa y todos los que dan positivo reciben tratamiento.
Algunos de estos portadores participan como voluntarios donantes de sangre, que se utiliza para aislar al parásito de la malaria y cultivarlo artificialmente. También para infectar mosquitos en el laboratorio. A partir de estas muestras estudiamos la epigenética del parásito en sus diferentes fases.
Trabajar en África tiene enormes dificultades. Logísticas, por la falta de equipamiento científico; también personales, por el riesgo sanitario y por la inestabilidad política. La expedición de 2014 me cogió en plena revolución y golpe de estado: cerraron aeropuertos y fronteras. La historia tuvo final feliz cuando el pueblo de Burkina Faso derrocó al dictador Blaise Compaoré.
Pese a todo, creo que el trabajo sobre el terreno es fundamental para investigar enfermedades como la malaria, porque te conecta con la realidad del problema en todas sus dimensiones.
Cuestión de educación
En un plano de cooperación y desarrollo, nuestra investigación también aporta recursos económicos. Escasos, por la insuficiente financiación de la ciencia en España, pero que aún así contribuyen a pagar el tratamiento antimalaria y a la contratación de personal técnico.
También ayudamos a la transferencia de conocimiento científico entre investigadores, mediante la formación de estudiantes burkineses, los cuales se enfrentan a enormes dificultades y trabas para avanzar en la carrera investigadora en sus países de origen.
Además, las campañas se coordinan con las escuelas de la zona y los centros de salud y sirven para comunicar a la población qué hacemos los científicos y por qué, y así involucrarlos en la investigación y que ellos sean el motor del cambio.
En cada una de estas salidas de campo participan unos 200 niños, que van a poder contar a sus amigos y familias qué es la malaria y cómo se previene. Un conocimiento que puede salvar vidas, porque como decía Nelson Mandela: "La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo" .
Elena Gómez Díaz: Investigadora Ramon y Cajal. Líder de un grupo de investigación de epigenómica en malaria, Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra (IPBLN-CSIC)