El 19 de diciembre de 1948, los 58 miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sesionaban por última vez en París, en el Palacio de Chaillot, a metros de la Tour Eiffel, antes de trasladarse a Nueva York a orillas del Hudson. En esa ocasión adoptaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en idioma francés en su versión oficial.
Una unanimidad muy occidental
Adoptada bajo el auspicio de Eleanor Roosevelt, viuda del presidente estadounidense, la Declaración fue esencialmente la inspiración del jurista francés René Cassin. Éste la veía como una primera parte de una Carta de los derechos del hombre, que todavía se hace esperar.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue votada por cincuenta Estados; los ocho restantes se abstuvieron. Pero ninguno osó oponerse.
Sudáfrica, que en ese momento ponía en marcha el apartheid, no aprobó la igualdad de derechos entre las razas y Arabia Saudita la igualdad entre sexos. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y sus satélites cuestionaron el principio de indiferenciación de la condición jurídica de cada país (artículo 2.2).
Los otros votantes, esencialmente los países de América Latina, siguieron a los Estados Unidos y a sus aliados de Europa occidental. En 1948, el mundo político tenía en verdad poco que ver con aquello en lo que ha convertido a comienzos del siglo XXI, con casi 200 Estados resultantes de la independencia de África y del estallido de la Europa bajo dominio soviético.
Sin sorpresas, el texto expresa el pensamiento occidental del siglo XX en sus dos vertientes: socialista y liberal.
Un texto generoso pero desactualizado y muy poco universal
Los treinta artículos de la Declaración retoman en grandes líneas los principios universales de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
Peor con la gran diferencia de que aquella, concisa y de un alcance atemporal y realmente universal, la Declaración de 1948 aparece copiosa, con fórmulas convenidas ("actuar los unos hacia los otros en un espíritu de fraternidad").
Y resulta sobre todo singularmente temporal con derechos que sólo tienen sentido en las sociedades industriales de mediados del siglo XX y en los países occidentales del mismo período.
El artículo 16 sobre el matrimonio, por ejemplo, no tendría ninguna chance de ser refrendado en el siglo XXI, tanto por los Estados que autorizan la poligamia (inequidad de derechos entre los sexos), como por los que legitiman las uniones homosexuales (El texto dice: "Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivo de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia; y disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio").
El artículo 18 invoca el derecho de cambiar de religión, que hoy no es admitido en ningún país musulmán.
La Declaración aboga también por el derecho a una vivienda, a la educación gratuita, al descanso y al ocio, etcétera. Otras tantas reivindicaciones sociales que sólo tienen sentido en las sociedad industrializadas y basadas en el salario.
El autor es fundador y director de la revista francesa Herodote, donde fue publicado este artículo originalmente
[El texto completo de la Declaración puede verse Declaración Universal de los Derechos Humanos]