Desde lo alto de la High Street queda claro que Burford está de fiesta. Es uno de los tantos recordatorios de los caídos en las guerras que se celebra poco después del voto del Brexit. En este pueblo medieval de los Costwolds británicos el divorcio de la Unión Europea tiene un enorme apoyo. Se nota en el fervor nacionalista de las banderitas de las rayas cruzadas, los sombreros en azul, rojo y blanco y en el entusiasmo que le ponen las decenas de pueblerinos que se congregaron al otro lado del río Windrush cuando entonan el Rule Britannia acompañados por una escuálida orquesta local.
Hoy, de acuerdo a las estadísticas, ese fervor por desprenderse de lo que consideran un lastre para el crecimiento de su economía encarnado en el resto de Europa, el fervor ha desaparecido y los escépticos del Brexit son cada vez más. En junio de 2016, el referéndum fue ganado por los que querían dejar la UE por apenas tres puntos y un poquito más (51,89% a 48,11%). Las encuestas muestran que ahora el 46% está a favor de permanecer en la unión contra el 40% que no se arrepiente de su voto divorcista. También marcan una fractura enorme en la sociedad. Los pro-Brexit son, en su mayoría, hombre blancos mayores. Los jóvenes son abrumadoramente proeuropeos (73%) así como la mayoría de las mujeres y los no blancos.
A pesar de todo esto, la primer ministro Theresa May y sus colegas de partido, los Tories conservadores, están empeñados en seguir con el plan de abandonar la UE antes del 20 de marzo de 2019 y desechan cualquier posibilidad de volver a someter la decisión a un nuevo referéndum. Y embisten como un búfalo para intentar conseguir un voto favorable en el Parlamento al plan pactado la semana pasada en Bruselas. Por ahora, todo indica que se van a estrellar cuando se vote en Westminster el 11 de diciembre y que la salida se complicará mucho más de lo que preveían los aislacionistas que levantaron las banderas del Brexit y que ahora callan ante la avalancha de críticas de todos los sectores.
En un informe que presentó ante el Parlamento la propia primer ministro reconoce que si todo va bien y se aprueba el plan de salida para los próximos cuatro meses, el PBI del país se reducirá en un 3,9%. Una pérdida para la economía de algo así como 70.000 millones de euros. El Banco de Inglaterra puso aún las cosas más complicadas. Informó que una salida sin pacto ni transición de la UE afectaría a la economía británica mucho más que la crisis financiera del 2008. Es decir que ahora la alternativa parecería ser entre lo malo y lo peor. La propia May lo plantea en términos de tres opciones: el acuerdo, ningún acuerdo u olvidarse para siempre del Brexit.
"Si se analiza todo esto desde un punto de vista puramente económico, es innegable que abandonar la Unión Europea tendrá un costo porque habrá nuevas barreras al comercio. Pero la gente que quiere irse de la unión no se fija tanto en ese costo sino en los beneficios políticos y constitucionales de la salida", explicó a la BBC Philip Hammond, el encargado del Tesoro británico. Enseguida le llovieron las críticas. Una vez que el país comience a sufrir las restricciones podría suceder lo que está sucediendo con "los viudos del Brexit": acumularía una buena cantidad de arrepentidos. Por ejemplo, si se llegara a restringir la inmigración de trabajadores europeos, la economía entraría en una recesión profunda. El comercio y el turismo dependen de esa masa laboral. Los brexistas dicen que serán rápidamente reemplazados por inmigrantes indios, paquistaníes y de otras ex colonias. Pero si no se acepta una nueva migración masiva de trabajadores asiáticos sería difícil que los ciudadanos británicos de origen indio o paquistaní vayan a querer hacer labores menores cuando tienen todas las posibilidades de ascender en la escala social.
El acuerdo de salida ordenada alcanzado la semana pasada, después de angustiosas negociaciones con la cúpula de la UE, sería el menos malo. Se aplicaría el Plan Chequers, el original presentado por May, y sin cambios en los términos de la inmigración. Pero sigue sin convencer a muchos euroescépticos de su propio partido que quieren irse de la unión con la menor cantidad de extranjeros posibles. Hay otra posibilidad que denominan "la canadiense" porque se basa en el acuerdo que existe entre Canadá y la UE, un híbrido entre la membresía y la alianza estratégica, con la que el costo podría ser considerado como intermedio con una caída de la economía de entre el 4,9% y el 6,7%. Y está la salida sin acuerdo ninguno que hundiría la economía y pondría a las islas en una frágil situación internacional.
En el medio aún quedan otros temas ríspidos como el de qué hacer con la frontera de Irlanda del Norte, el territorio que decidió quedarse en la UE. ¿Cómo sería el intercambio aduanero de ese límite? ¿Quién y cómo lo podrían cruzar libremente? El otro punto es el futuro de Gibraltar. España exigió una letra muy clara en el contrato de divorcio que le mantenga el derecho exclusivo de ser el único actor en una posible negociación sobre la soberanía con el gobierno de Londres. En Madrid aseguran que eso ya se consiguió en la última negociación en Bruselas aunque Theresa May dijo ante los parlamentarios de la Cámara de los Comunes que no se había modificado ni un ápice del texto y que nada cambiaba en el status de la colonia que controla la entrada al Mediterráneo. También está flotando el tema de cuál sería la autonomía de Gran Bretaña para firmar nuevos acuerdos económicos con bloques que compiten con la UE.
Theresa May llega a Buenos Aires para participar de la cumbre del G-20 con una mochila muy pesada. En los pasillos de Costa Salguero intentará charlar de todo esto con los otros líderes europeos, el canadiense Trudeau y el estadounidense Trump. Necesitará el apoyo de todos para lograr un Brexit ordenado y con los menores costos posibles. De lo contrario ya puede ir despidiéndose del personal que la acompaña en la histórica casa de Downing Street y pasar a ser una más de los ex primeros ministros que quisieron ser más británicos que los británicos.
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