Faltan apenas unos minutos para las tres de la tarde del sábado 14 de abril de este 2018 en la mítica ciudad de Tombuctú y el intenso calor del desierto sobrepasa largamente los 40 grados centígrados. Aunque pueden ser muchos más, ya nadie se ocupa de medirlos. La mayoría de la gente de este "supercampamento" de desplazados que se levanta alrededor de la base de la Minusma, la Misión de Naciones Unidas para Mali, está dentro de los contenedores con aire acondicionado que se convirtieron en sus casas. Otros pocos deambulan por el mercado de la calle que va desde la base hasta la salida al aeropuerto. Allí se levantan algunas de las típicas construcciones de adobe que son Patrimonio de la Humanidad. Y se venden las ornamentaciones y los trabajos en cuero de los tuareg, el pueblo azul, los nómades del desierto.
Los testigos contaron a la cadena británica BBC que fue ese el momento en que comenzaron a sonar las sirenas que anuncian un ataque de mortero o cohetes. Todos saben que tienen menos de 30 segundos para llegar a algún lugar para protegerse antes de que se produzca la primera explosión. Desde la feria corren desesperados hacia los muros de la base. Otros desaparecen entre los puestos de venta. Una patrulla de cuatro soldados estadounidenses queda atrás. Lo mismo le sucede a dos franceses de la Legión Extranjera. Un vendedor grita y señala lo que a veces se utiliza como puesto de guardia, unas chapas, unas maderas y las bolsas de arena que es lo único que puede detener las balas o las esquirlas de los cohetes. En unos segundos, veintiséis personas están protegidas en el pequeño espacio, cinco son niños pequeños. Antes de que entren los soldados ya se escucha el terrorífico silbido de los katyusha (los cohetes rusos) y las explosiones. Se pueden ver las estelas que dejan en el cielo brumoso y empapado de arena. Explotan dentro y alrededor del campamento. Los soldados estadounidenses se parapetan detrás del bunker junto a los 26 civiles. Están ansiosos por regresar al interior de la base. Pero algo los hace quedarse en el lugar, ven aproximarse unas sombras como en un espejismo.
En la puerta de la base, los centinelas apuntan sin saber muy bien cuál podría ser el objetivo y dudan si dejar pasar o detener un jeep de militares malineses que se acerca a gran velocidad. Cuando se dan cuenta que por detrás viene un segundo vehículo, ya es muy tarde. Lo tienen encima. Lo único que pueden hacer es correr. Escuchan el clásico grito de "Allah u Akbar" (Dios es grande), justo antes de una gran explosión. El primer atacante suicida hizo detonar su vehículo cargado de explosivos ante el puesto de control. La distracción deja allanando el camino para que un segundo kamikaze avance en el otro auto.
Bruuuuuuummmm. Todo retumba en el pequeño bunker, las chapas parecen levitar y varias bolsas comienzan a derramar la arena de su interior. Los chicos lloran y algunos están a punto de ponerse a correr desesperados. Los soldados americanos los detienen y hacen señas de que todos se tienen que callar. Hay movimientos entre los supuestos militares malinenses. Son, en realidad, milicianos yihadistas que se aprestan a disparar. El segundo bombardero acelera su auto hacia los soldados franceses que custodian la otra sección del campamento y explota justo en frente de ellos. Con las defensas exteriores derruidas, los milicianos avanzan disparando sus kalashnikovs. Al menos tres de ellos visten chalecos explosivos. Mientras continúan las detonaciones de los cohetes. Comienza una batalla que dura casi tres horas. Los atacantes son repelidos pero dos logran hacerse explotar. Los que se esconden en el búnker, ahora rezan para que nos los encuentren. Los cuatro soldados están armados sólo con pistolas. Piden ayuda por radio, pero tienen que esperar a que los disparos finalmente se detengan para que aparezca un humvee del grupo de rescate. Los 26 refugiados se escudan detrás del humvee y corren para entrar también en la base.
Cae el sol y todo es dorado. Parece haber regresado la calma. También es el momento esperado por los yihadistas para causar más terror. Cuando todo aparenta volver a la normalidad, los terroristas realizan un nuevo ataque. Aparece un tercer coche bomba que se incrusta contra la puerta principal. Unos milicianos que estaban escondidos entre las tiendas de la feria aprovechan el momento para escapar. Más tarde los franceses encontraron un cuarto vehículo lleno de explosivos que por alguna razón no llegó a su objetivo.
El dorado ya viró a un azul frío y comienza el recuento de víctimas.
Un oficial de la Minusma del cuerpo de paz de Burkina Faso está muerto y otros siete soldados de la ONU, gravemente heridos. Siete franceses de la Legión Extranjera y dos civiles también tienen heridas importantes. Los cirujanos no dan a vasto para quitar esquirlas y balas de los cuerpos. Entre los atacantes hay 15 muertos.
El atentado se lo atribuyó el grupo Jamaat Nusrat al-Islam wal-Muslimin (JNIM), que forma parte de la red terrorista Al Qaeda. Pero es posible que haya sido una acción conjunta con milicianos de otros grupos que operan en la zona. Tres meses antes, fueron combatientes del ISIS, muy bien entrenados en la guerra de Siria, quienes atacaron y mataron a cuatro soldados estadounidenses. El Estado Islámico tiene campamentos por todo el desierto del Sahara y el Sahel, esa enorme franja que va entre las arenas del norte y la sabana centroafricana. Cubre partes de Senegal, Mauritania, Mali, Burkina Faso, Argelia, Niger, Nigeria, Chad, Sudan, Eritrea y Camerún. El grueso del ISIS opera en Libia y la península egipcia del Sinaí. Hasta allí llegaron muchos de los experimentados combatientes del perdido califato que crearon entre Siria e Irak. Desde entonces, se convirtió en el nuevo y enorme campo de batalla de los principales grupos terroristas. Allí se entrenan y utilizan los ataques a las bases militares occidentales como bautismo de fuego para los nuevos milicianos. El desierto del norte de África es hoy la zona de mayor preocupación del Pentágono y de todos los servicios de inteligencia europeos.
Diplomáticos, espías y negociadores de rehenes se reúnen todas las noches en las terrazas iluminadas por la luna de los hoteles coloniales de Niamey, la remota capital del desierto de Níger a mil kilómetros al sur de Tombuctú, para intercambiar información sobre amenazas a la seguridad. Las bases extranjeras y los nuevos y amplios complejos de embajadas se elevan a lo largo de las calles cubiertas de arena. En las sombras, los contrabandistas mueven a los inmigrantes, armas y drogas a través de un territorio sin ley. Níger, una nación azotada por la pobreza situada en el cinturón meridional del Sahara, se está transformando rápidamente en uno de los centros de seguridad más estratégicos del mundo. Su capital es la zona cero de un proyecto occidental multimillonario para detener la ruta migratoria desde el oeste de África hacia el Mediterráneo y combatir la expansión de la actividad yihadista en todo el Sahel. El gobierno dice que la estrategia occidental está fortaleciendo al país contra las amenazas a la seguridad, pero la oposición asegura que todo eso hizo que el país se convirtiera en un objetivo del terrorismo. Como en Bagdad y Kabul, el centro de Niamey está siendo invadido por altas barreras de cemento que protegen lo que los lugareños llaman la Zona Verde: instalaciones diplomáticas enclaustradas detrás de anillos de puestos de control y soldados armados. "Este lugar es un nido de espía", dijo al Wall Street Journal un contratista que está trabajando para asegurar la liberación de un rehén europeo secuestrado por yihadistas en la misma región donde los militantes del Estado Islámico mataron a los cuatro comandos estadounidenses en octubre pasado. "Debajo del radar, Niger se convirtió en un país clave para Occidente".
En este nuevo escenario, la antigua ciudad de Tombuctú es el epicentro de la confrontación. Fue por siglos una parada obligatoria de las caravanas que se aprestaban a cruzar el desierto o descansaban después de una extenuante travesía en la arena. Fue la capital del Imperio Malí, un estado medieval de los mandinga que controló una enorme zona entre 1235 y 1546. Durante el reinado de Mansa Musa I el imperio tenía una riqueza extraordinaria. Cuando el rey viajó para hacer su peregrinación (Hajj) a La Meca, repartió tantos obsequios de oro en el camino que produjo una debacle del precio del metal y una enorme crisis financiera en el zoco de El Cairo.
Mali no sólo fue oro. El lucrativo tráfico de esclavos era incesante. De allí partían enormes caravanas con africanos apresados que vendían en Europa. También, durante 250 años, el imperio fue un centro de aprendizaje para la ciencia, literatura, religión y arte. Estudiosos de todo el mundo árabe viajaban a las ciudades que se levantan sobre el al río Níger: Tombuctú, Djenne y Gao, donde se construyeron mezquitas de barro y se escribieron e ilustraron con estilo bellos guiones islámicos. La gran mezquita de Djenne es el edificio de adobe más grande del mundo.
Hasta hace poco, la rica historia de Mali atraía a cientos de miles de turistas cada año. Pero todo cambió en 2012, cuando los yihadistas se mudaron desde Libia. Un año antes, el gobierno libio había colapsado en medio de las protestas de la primavera árabe que llevaron a la guerra civil, la intervención occidental y la muerte del coronel Muammar Gaddafi. Los mercenarios Tuareg que habían estado luchando a favor del régimen fueron los primeros en regresar a Mali y comenzar una campaña terrorista. Se convirtieron en el ejército de los separatistas que venían exigiendo la independencia del norte de Mali. Los rebeldes tuareg junto a grupos islámicos respaldados por Al Qaeda, expulsaron al ejército y declararon un estado independiente que llamaron Azawad. Ante la división del país, las tropas mal pagadas y descontentas organizaron un golpe militar en la capital que sumió al país en el caos. El levantamiento del norte se extendió fuera de control. Ese es el terreno fértil que buscan los yihadistas para levantar sus campamentos. Y una base firme para mezclarse en medio de los cientos de miles que usan esa vía para llegar al Mediterráneo e intentan cruzar a Europa.
Como en el califato sirio iraquí los extremistas religiosos impusieron en Azawad la sharia, la ley coránica del siglo 14. En Tombuctú y otras ciudades y pueblos en las márgenes del río Niger, destrozaron santuarios construidos hace 300 años por místicos sufíes, quemaron manuscritos y destruyeron artefactos antiguos. Pero allí no estaba la mano de hierro del califa Abu Bakr al Baghdadi, el líder del ISIS, para controlar todo. Pronto comenzaron las luchas internas entre los tuareg y los islamistas. El gobierno maliense solicitó ayuda militar extranjera y la antigua potencia colonial, Francia, respondió a la llamada. Las tropas francesas llegaron en enero de 2013 y se unieron a las fuerzas africanas. En un mes, expulsaron a los extremistas al desierto y retomaron las ciudades del río Níger. Los países vecinos y las Naciones Unidas se unieron para apoyar un acuerdo de paz entre el gobierno y los grupos de los rebeldes tuareg. Ese trato aún se mantiene y las kalashnikovs están en gran medida en silencio, pero el desierto está plagado de otros grupos terroristas que ya no tienen mayor contención. Las tropas de la ONU están agotadas y no quieren correr riesgos. Pasan el tiempo parapetados en sus bases y dejan las arenas para los milicianos extremistas.
"Tenemos que enfrentar al enemigo, tenemos que protegernos, proteger el mandato, proteger a nuestros soldados y a los civiles. Todo esto sin mayores recursos en un conflicto incierto", explica a la BBC el comandante de la fuerza de la ONU, el general belga Jean-Paul Deconinck. "Necesito contingentes mejor equipados y mejor entrenados. Necesito más vehículos para proteger a mi gente contra los artefactos explosivos improvisados (IED) y las minas, y necesito mejorar el nivel de entrenamiento de mis hombres". Lo cierto es que el muro donde se inscriben los nombres de los soldados internacionales caídos en la guerra, en las afueras de la base de Tombuctú, ya no tiene más espacio y están construyendo una ampliación. La misión de la ONU nos cuesta a los ciudadanos del mundo más de 1.000 millones de dólares al año. Y no pareciera ser muy efectiva. Son los contingentes franceses y estadounidense los que patrullan el desierto y se enfrentan rutinariamente con los extremistas islámicos. Ya se preparan para una guerra prolongada. Cerca de la ciudad de Agadez, en pleno desierto, el Pentágono está construyendo la denominada Base Aérea 201. En principio había sido diseñada para operar drones. Pero fue ampliada y ahora pueden aterrizar allí algunos de los aviones de combate más grandes y sofisticados del ejército estadounidense. Será una base que albergará a 800 soldados y personal de apoyo. También cumplirá funciones de control del incesante tráfico humano que pasa por Agadez. Los traficantes cobran hasta 10.000 dólares por cabeza para traspasar las líneas de los jihadistas y llegar a las costas de Libia. Una buena parte de ese dinero queda en las manos de los terroristas.
Ante esta amenaza latente para el mundo, Estados Unidos sigue acumulando fuerzas especiales en todo el norte de África y el Sahel. Hay al menos 7.000 soldados y 34 bases donde flamea la bandera azul, roja y blanca de las franjas y las estrellas. Frente a ellos hay campamentos con unos 5.000/8.000 extremistas islámicos de diferentes facciones, y siguen llegando contingentes desde Siria, Egipto, Libia, Túnez y Argelia. Las míticas arenas de este desierto que vio pasar la civilización de Oriente a Occidente se convirtieron en el nuevo campo de batalla de la lucha global contra el terrorismo.
MÁS SOBRE ESTE TEMA: