Son pocos los dictadores que consiguen retener el control hasta el final de su vida. Al concentrar la suma del poder público en una sola persona, las autocracias suelen ser inestables, ya que se constituyen a partir del cierre de todos los canales institucionales de participación, tanto para los ciudadanos como para las elites.
Cuanto más represivas y dependientes de la fuerza son, mayores son los incentivos que generan para la rebelión. Por eso no resulta extraño que tantos dictadores hayan caído como resultado de revueltas populares o de golpes de Estado.
Algunos, como Nicolae Ceaușescu en Rumania (1974 — 1989) o Muammar Gaddafi en Libia (1969 — 2011), pasan sin escalas de la cúspide al paredón de fusilamiento. Otros, como el shah Reza Pahlavi de Irán (1941 — 1979) o Ferdinand Marcos de Filipinas (1965 — 1986), tienen un poco más de suerte y logran escapar para perecer en el exilio.
Muchos de los que murieron en el poder deben su éxito a la consolidación de regímenes autoritarios capaces de sobrevivirlos. Mao Tse-Tung en China (1943 — 1976) y Kim Il-sung en Corea del Norte (1948 — 1994) son dos buenos ejemplos. De hecho, ambos siguen siendo reconocidos como padres fundadores de sus respectivos estados, que nunca hicieron una revisión crítica de sus crímenes.
Pero hay un grupo reducido que se ubica en una categoría intermedia. Si bien murieron en el poder, sus reinados generaron tanto rechazo que, tiempo después de haber sido enterrados como próceres, fueron repudiados por las autoridades de sus países. Sus cuerpos pasaron de estar en grandes mausoleos a ser escondidos o, en el caso más extremo, exhumados y apaleados póstumamente.
Francisco Franco (1936 — 1975)
Es el último en sumarse a la lista. A pesar de que España es desde 1981 una democracia consolidada, el mayor dictador de la historia del país está enterrado en un sepulcro imponente en el Valle de los Caídos, construido por él mismo para homenajear a los combatientes que murieron en la Guerra Civil Española (1936 — 1939). Esto dejará de ser así en breve.
El gobierno del socialista Pedro Sánchez presentó el 24 de agosto pasado un proyecto de ley para exhumar los restos de Franco. Si se aprueba en el Congreso, es posible que antes de fin de año el cuerpo sea trasladado a donde indiquen sus familiares, que se oponen al cambio.
Franco fue uno de los líderes del golpe militar que derrocó al gobierno de la Segunda República Española en julio de 1936, iniciando la guerra civil que se extendería hasta abril de 1939, con la derrota de los republicanos. Aliado de la Alemania Nazi y de la Italia Fascista, impuso una dictadura que coartó todas las libertades civiles y políticas. Al momento de su muerte, España era uno de los países más atrasados de Europa Occidental.
Khorloogiin Choibalsan (1939 — 1952)
Era conocido como "el Stalin de Mongolia" por su admiración y cercanía con el georgiano. Tras la revolución de 1921, impulsada por Rusia, y la formación en 1924 de la República Popular de Mongolia como país satélite de la Unión Soviética, Khorloogiin Choibalsan se convirtió en una figura prominente del Ejército.
Gracias a su cercanía a Moscú, fue escalando posiciones en la estructura de gobierno. Tras sucesivas purgas en las que cientos de dirigentes y miles de personas fueron asesinadas, Choibalsan pasó a ser el líder supremo del país. Durante sus primeros años, encabezó un régimen de terror que aniquiló a disidentes y a buena parte de la población budista.
A fines de 1951 le diagnosticaron un cáncer de riñón terminal. Viajó a Moscú para recibir un tratamiento especial, pero murió allí en enero de 1952, a los 57 años. Su cuerpo fue trasladado a Mongolia como un prócer. En 1954 lo alojaron en un mausoleo que construyeron especialmente para él frente a la Casa de Gobierno, en la Plaza Sükhbaatar.
La interpretación de su legado comenzó a virar 40 años más tarde, con la revolución democrática de 1990. El fin del comunismo y la formación de la República de Mongolia en 1992 llevaron a un profundo replanteo. Finalmente, en 2005 se destruyó el mausoleo y sus restos fueron cremados en una discreta ceremonia.
Enver Hoxha (1944 — 1985)
Durante 41 años fue el jefe máximo de la República Socialista Popular de Albania. Empezó siendo un partisano que resistió la ocupación italiana y, tras la liberación del país, en 1944, asumió el control del aparato estatal como secretario general del gobernante Partido del Trabajo.
Al igual que Choibalsan, fue un seguidor de Stalin y le rindió pleitesía mientras éste gobernó la Unión Soviética. También tuvo vínculos muy estrechos con la China de Mao, y durante un período el propio Hoxha se declaró maoísta. Desarrolló una policía política para perseguir a todos los potenciales disidentes, encerró a miles de personas en campos de trabajo forzado y asesinó a otras tantas.
Vivió sus últimos años enfermo del corazón, hasta que murió el 11 de abril de 1985, a los 76 años. Fue despedido como un héroe nacional y enterrado en el Cementerio de los Mártires.
Sin embargo, el fin del comunismo y la instauración de la República de Albania impuso cambios abruptos en la visión del pasado. Los restos de Hoxha fueron exhumados en 1992 y trasladados a un cementerio público, en los suburbios de Tirana, la capital del país.
François Papa Doc Duvalier (1957 — 1971)
Fue el dictador más brutal y sombrío de la historia de Haití y, quizás, de toda América Latina. Empezó siendo un médico reconocido por su trabajo social contra la proliferación de enfermedades infecciosas entre las poblaciones más vulnerables. Eso le permitió llegar en 1949 al Ministerio de Salud, donde se volvió una figura muy popular.
En 1957 se presentó como candidato a presidente y, con el respaldo del Ejército, obtuvo un triunfo resonante. Una vez en el poder, se recostó en el misticismo vinculado a la religión vudú, muy difundida en el país. Tras desarticular supuestas conspiraciones militares para derrocarlo, impuso un gobierno marcadamente represivo.
El emblema más temible de su régimen fueron los Tontons-Macoutes, una milicia que actuaba totalmente fuera de la ley para aplastar toda forma de disidencia y consolidar el poderío de Duvalier. Luego de ganar unas elecciones insólitas en las que, según el escrutinio oficial, todos votaron por él, se declaró presidente vitalicio en 1964.
Murió el 21 de abril de 1971, a los 64 años, producto de un recrudecimiento de la diabetes que padecía. Según algunas estimaciones, más de 30 mil personas fueron asesinadas durante su reinado. Como lo indicaba la Constitución, fue sucedido por su hijo, Jean-Claude Baby Doc Duvalier, que tenía apenas 19 años.
Una rebelión derrocó al segundo Duvalier en febrero de 1986. Lo que quedaba del cuerpo de Papa Doc, que había sido inhumado con todos los honores, fue desenterrado. En un rito macabro, lo apalearon hasta el cansancio.
Josef Stalin (1922 — 1953)
Es el ejemplo más emblemático de todos. No sólo por la envergadura que tuvo como cabeza de uno de los totalitarismos más sanguinarios de la historia, sino porque es el único caso en el que no fue necesario un cambio de régimen para que su legado comenzara a ser cuestionado.
A pesar de haber sido una figura de segunda línea en la Revolución Rusa, su habilidad para manipular a las personas y para crear conspiraciones —y luego desarmarlas— le permitió escalar posiciones al punto de convertirse en el sucesor de Lenin al frente del Partido Comunista, luego de que este ya no estuviera en condiciones físicas de gobernar.
Como los dirigentes que habían sido mucho más importantes que él en la gesta del 17 eran una amenaza a su legitimidad, se dedicó a eliminarlos uno a uno. Los acusaba de tramar planes inexistentes para matarlo, que luego eran confesados por las víctimas tras largas sesiones de tortura. El caso extremo es el de Leon Trotsky, que para muchos era el sucesor natural de Lenin. Primero lo desterró y luego lo mandó a matar en México.
El terror que impuso Stalin durante su gobierno es sólo superado por el de la Alemania Nazi. Las cifras varían mucho según la fuente, pero varias millones de personas murieron como resultado de las sucesivas purgas y de las hambrunas causadas por la demencial colectivización de las tierras.
Por todas estas razones, cuando Stalin murió de un derrame cerebral el 5 de marzo de 1953, a los 73 años, todos los miembros del politburó le temían, pero ninguno lo quería. De todos modos, organizaron un funeral de Estado a la medida de lo que él hubiera pretendido, lo embalsamaron y lo dejaron exhibido dentro de un ataúd de cristal al lado de Lenin, en el mausoleo construido en su honor en la Plaza Roja. Pero no duró mucho allí.
Al poco tiempo de haber tomado las riendas del partido, su heredero, Nikita Khrushchev, comenzó un proceso de desestalinización. Oficialmente se reconocieron muchos de los crímenes cometidos por el dictador y se desmanteló el culto que existía hacia su figura. Esto se coronó en octubre de 1961, cuando el cuerpo de Stalin fue retirado del mausoleo y enterrado silenciosamente junto a otros líderes revolucionarios, escondido detrás de algunos árboles.
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