Mary E. White. Mary E. White. Mary E. White. Mary E. White. Una vez más: Mary E. White.
No había caso.
Por más que se lo repitieran, a Mary E. White le resultaba imposible recordarlo. Ni el suyo ni el nombre de quien fuera que la visitarla. Justo ella, quien durante décadas recordó cada una de las cosas que estudiaba o de las hipótesis que se planteaba corroborar.
Pero desde hacía algunos años, su cerebro comenzó a traicionarla. Al punto de no retorno. Al punto en que su vida se convirtió en una pesadilla… que olvidaba a los pocos minutos.
Científica reconocida, White decidió mudarse en sus 80 a una vivienda que había construido en medio del bosque tropical australiano. Era allí donde quería finalizar algunos proyectos póstumos: una autobiografía y otros dos libros.
Pero la demencia se lo impidió. Como un relámpago, apagó su cerebro y nunca más volvió a ser la misma. De inmediato debieron trasladarla a una casa de cuidados, más cerca de donde el resto de su familia vivía, en Bundanoon, un diminuto pueblo rural. Fueron varios años de angustia, donde todos podían palpar cómo su lucidez se apagaba. Hasta la nada misma. Hasta el blanco completo en su mente.
Mary E. White. Mary E. White. Mary E. White. Mary E. White. Una vez más: Mary E. White.
Nada.
Su hija era quien todo el mundo veía junto a la anciana mujer. La atendía y la llevaba al salón de belleza para que le cortaran el pelo y la pusieran más linda. A White la demencia le había "robado" su expresión de siempre, pero su hija -a quien no reconocía- quería al menos que luciera arreglada.
Hasta que un día, en los primeros días de agosto, el 5, un empleado de la pensión donde vivía la encontró muerta. Era de noche. Mary tenía 92 años.
Tres días después, los investigadores conmocionaron al pequeño pueblo con una noticia. Acusaron a su hija, Barbara Eckersley (de 66 años), de haberla asesinado. La detuvieron. Nadie quería creerlo. ¿Qué pudo haberla llevado a cometer semejante acto?
"Compasión", dijo uno y la versión se expandió por toda la ciudad y después por toda Australia. "Habría sido hecho como un acto de misericordia. Sin malicia", dijo Jenny Goldie, una amiga que conocía a White desde hacía 30 años al diario The New York Times.
El debate sobre la eutanasia y la muerte asistida está desde hace un tiempo en los parlamentos estatales del país. En algunos estados se permite, como en el de Victoria, pero en New South Wales, donde está situado Bundanoon, un pueblo de 2.700 habitantes, no.
Allí, en ese lugar perdido al sur de Sídney, no pasan demasiadas cosas. No hay violencia, todos se conocen. La paz es absoluta. Por eso la noticia sobre el crimen de una mujer de 92 años no podía creerse.
Es que muchos, además, sabían que el caso de White era el caso de millones de australianos a lo largo de todo el país, que ven cómo sus padres y abuelos pasan los últimos años de la peor forma. A veces deseando ellos mismos ser asistidos para no existir más.
Las autoridades comenzaron a sospechar de Eckersley luego de saber que la familia de White había consultado en el hogar de ancianos acerca de la eutanasia. La noche del 5 de agosto, la mujer habría llegado al lado de la cama de su madre y suministrado una combinación letal de medicamentos. Murió a los minutos.
Goldie, la amiga de White durante 30 años, vio la expresión de desesperación que Eckersley tenía cada vez que veía a su madre. La semana previa a la muerte de la científica, la mujer visitó a la hija. "No sonreía. No había risas en la casa. Es muy difícil cuando tienes ese tipo de encuentros todos los días. Sabían que lo entendía y creo que lo apreciaron. Pero no creo haber entendido lo desesperada que debe haber estado Barbara", concluyó.
Eckersley fue liberada a los pocos días. Ni ella ni nadie en su familia ha emitido declaración alguna sobre lo sucedido. Ahora esperan que la Justicia entienda el caso. Y sepa que se trató de un "acto de amor" y no de un simple homicidio.
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