En una colina desde que se ve un enorme y miserable caserío rebautizado Barrio Pablo Escobar, Jhon (no John) Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye, mata a un rival con su pistola 45 y a su infalible estilo: una bala en la cabeza y otra en el corazón. En sus brazos tiene dos tatuajes de distinto tipo de letra y la misma frase: "El general de la mafia".
Guardaespaldas y sicario favorito de Pablo Escobar Gaviria, el mítico jefe del Cartel de Medellín y zar de la cocaína emboscado y muerto el 2 de diciembre de 1993 por un grupo del Bloque de Búsqueda –500 hombres de una brigada especial creada por el gobierno para ese fin–, pasó veintitrés años entre rejas…, pero al salir en libertad no padeció lo de tantos ex convictos: desocupación, o misérrimos e inestables trabajos. Siguió haciendo lo mismo que antes, matar, pero con balas de fogueo y en el contexto de tours turísticos: decenas de miles de curiosos que pagan para pisar el mismo suelo que Pablo Escobar cuando era un monarca del crimen…
Después de esa representación teatral, repite ante los turistas su credo fatal:
–Mi dios es esta pistola. Después de tantos años, sé que no está bien matar. Pero…, ¿qué otra cosa podía hacer, si soy hijo de la violencia y de la sangre?
Pero, aunque hoy asesino retirado, es imposible mirarlo a los ojos y preguntarle a cuántos mató durante el reinado de su jefe. Y responde sin vacilar:
–Unas doscientas cincuenta personas…, o tal vez algo más.
Pero ese frío número –esa estadística personal– no estremece tanto como un solo y aterrador caso. En pleno apogeo de Pablo Escobar, recibió la orden de matar a la mujer de un mayor del ejército. La citó en una estación de servicio. Ella llegó embarazada, y con un bebé en brazos. Popeye la mató, y también al bebé… "para que no quedara huérfano", confesó en un interrogatorio después de la caída del zar…
Si algún turista conociera este monstruoso crimen, no podría mirarlo a los ojos…
CELDA 7, PRISIONERO 466/64
A unos quince kilómetros por mar de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, se levanta la sórdida cárcel de Robben.
Allí, en sus primeros dieciocho años de cárcel (de 1964 a 1982: luego cumpliría otra década en otras prisiones), en un cubil de cuatro metros por lado, un ventanuco con vista al patio, un colchón, una mesa y una silla, sufrió, pensó y leyó Nelson Mandela (1918–2013), "Madiva", el prócer que asestó el primer gran golpe contra el brutal apartheid que rigió en su patria desde 1948 como parte del sistema político.
Condenado por sabotaje al Estado y presidente de Sudáfrica por elecciones libres en 1994 –conmovedor giro histórico: primer mandatario negro en ese país–, se convirtió en símbolo mundial de la lucha contra el racismo…, y también en destino turístico: es casi imposible visitar la tierra del poderoso club de rugby Springboks sin pagar un tour a la prisión de Robben, entrar en la celda número 7, y mirar por el ventanuco. Entre otras cosas, porque ese nicho, esa inhumana tumba… ¡fue declarada Patrimonio de la Humanidad! ¿Lo máximo, pagando extra?: pasar una noche en la misma celda del héroe.
"TORA, TORA, TORA"
Nace diciembre de 1941. Hitler arrasa casi toda Europa continental. Próxima presa: Inglaterra. Estados Unidos permanece, si no neutral, ya que apoya a Inglaterra con logística, con todo su poderío bélico en quietud. Pero Franklin Roosevelt le ha prometido a Winston Churchill que esa calma se romperá "ante cualquier acto hostil de Japón", que intentaba ocupar parte de las posesiones inglesas en Asia.
Pero el domingo 7 de ese diciembre, a las 7.50 de la mañana, mientras todo era silencio en la base naval norteamericana de Pearl Harbor, Hawai, más de 350 aviones japoneses metralla y torpedos la flota anclada, los aviones en tierra (188 destrozados), y más de la mitad de los edificios. La orden del ataque a traición ordenada por Isoroku Yamamoto, comandante en jefe de la flota japonesa fue "Tora, Tora, Tora".
Los soldados –muchos dormían todavía, y también sus jefes, apenas pudieron defenderse de esos noventa minutos de muerte y espanto.
Las bajas de USA: 2.400 muertos, 1.200 heridos, cuatro acorazados hundidos, cinco buques de otro tipo también hundidos, y diez con serios daños.
Las bajas japonesas: apenas 64 muertos, 29 aviones destruidos, 5 minisubmarinos hundidos… ¡y un prisionero!
Pero el ícono de la tragedia fue el final del acorazado USS Arizona, uno de los más grandes de la marina. Una bomba cayó en el centro de la cubierta, perforó otra, y llegó al depósito de municiones. El Arizona se convirtió en una gigantesca antorcha que mató a toda la tripulación: 1.170 hombres.
El presidente Roosevelt habló a la nación: "Ayer, siete de diciembre de 1941, un día que será recordado como el Día de la Infamia, los Estados Unidos de América fueron atacados sin previo aviso por fuerzas aéreas japonesas…"
Cinco días después, Estados Unidos le declaró la guerra al Imperio del Japón.
Los restos del Arizona y sus hombres aún siguen allí. En 1950, en el único mástil que asomaba fuera del agua, fue izada la bandera de las barras estrellas, y en 1958 se levantó sobre esos restos un impresionante monumento "In memoriam".
Hasta hoy, el fatal escenario recibe año a año, mes a mes, día a día, una procesión de turistas –aun los de rebote, en Hawai por su cóctel de playas de arena blanca, mar cristalino, palmeras, y la corona de flores en el cuello puestas por bellísimas nativas al desembarcar en el aeropuerto de Honolulu…
Entre otras cosas, porque aquel 7 de diciembre de 1941 y sus muertos fueron el comienzo de la victoria aliada sobre el monstruoso proyecto del Eje Alemania–Italia–Japón: el dominio y la esclavitud del mundo
"INTO THE JAWS OF DEATH"
Traducción: "En las fauces de la muerte". Así tituló su famosa fotografía Robert F. Sargent (1923–1969), jefe de la Guardia Costera norteamericana: uno de los documentos más impactantes de la mayor operación bélica de todos los tiempos: el desembarco y la batalla de Normandía, Francia, botón de arranque de la liberación de las tierras ocupadas por la Alemania nazi. Su nombre: Operación Overlord. Y Operación Neptuno para el apoyo naval…
Fecha: 6 de junio de 1944. Nombre: el Día D.
Las cifras, aun hoy, suenan irreales. Asalto aerotransportado: 1.200 naves. Desembarco anfibio: 5.000 barcos y barcazas. Número de tropas aliadas en suelo francés en agosto del mismo año: ¡más de tres millones!
Nombres claves de las playas de desembarco: Omaha, Utah, Sword, Gold y Juno.
Países actores: Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá.
Soldados muertos durante el desembarco y la lucha contra los defensores nazis: alrededor de 10.000. Civiles muertos hasta el 30 de agosto, final de la operación (el 24 de ese mes fue liberada París: uno de los mayores símbolos de la libertad y la victoria final).
Hasta hoy, más de medio millón de peregrinos por año caminan por aquellas sangrientas playas del Día D. Con todo tipo de emociones: lágrimas, veneración, oraciones por los muertos, y hasta fría comprobación histórica de los fanáticos de la guerra.
En cierto sentido, sus huellas en la arena hoy, a 74 años de la epopeya, confirman la eternidad de ese alud humano que empezó con una romántica clave secreta: "Los largos sollozos de los violines del otoño/ hieren mi corazón con una monótona languidez". Nombre del poema: Canción de Otoño. Autor: Paul Verlaine (1844–1896).
Acaso sea cierto que la realidad copia al arte…, aun cuando los violines se transforman en armas.
LA ERA ATÓMICA
"Exactamente a las ocho y quince de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino".
Así empieza la estremecedora crónica "Hiroshima", del escritor y periodista norteamericano John Hersey, publicada en 1946 en la revista New Yorker. Varias veces premiada, es el mayor y más minucioso documento del día en que –tanto para mal como para bien–, esa bomba y la siguiente, tres días después, sobre Nagasaki, forzaron la rendición del Imperio de Japón. Que, a pesar de la caída de Hitler y de Mussolini –de Alemania e Italia–, estaba dispuesto a prolongar la guerra del Pacífico hasta el último hombre…
Las dos bombas, bautizadas "Fat Man" y "Little Boy", mataron a 246.000 almas: la mitad en los dos primeros días de lanzadas, y el resto a lo largo del tiempo por radiación, leucemia y otros tipos de cáncer, y nacimientos de bebés con deformaciones irreparables.
Las dos ciudades están a la cabeza del turismo doliente. Circuitos obligados: Parque Memorial de la Paz y Museo Memorial de la Paz (Hiroshima), y puntos similares en Nagasaki.
Por momentos, el vértigo de la vida moderna japonesa las hace parecerse a otras ciudades. Pero sólo en la superficie. Porque en su esencia profunda son santuarios que recuerdan cada día ese hongo gigante y violáceo que fue como un preludio del Fin del Mundo.
Sobre los rezos de los peregrinos suenan campanas milenarias. Como una perpetua advertencia…
LA ISLA DE LOS PÁJAROS
Su bucólico nombre se estrella contra la cruda verdad. Porque la prisión federal norteamericana de Alcatraz, frente a la costa de San Francisco y en la isla del mismo nombre –2 kilómetros cuadrados–, fue entre 1934 y 1963 una de las más duras, seguras y famosas del mundo.
Sus directores y sus carceleros se ufanaban:
–Fugarse es imposible. Si alguien lo lograra, moriría ahogado, porque el agua es helada.
De tres pisos, cuatro bloques de celda y "El Agujero", un rincón de castigo totalmente oscuro y tan chico que los castigados no podían acostarse, fue llamada también "La Roca": una metáfora de lo inexpugnable. Del castigo eterno…
Su récord: en su historia de casi tres décadas encerró y tuvo a raya a 1.600 de los peores criminales del país. Pero su estrella máxima fue Al Capone, el brutal jefe mafioso que asesinó e instigó asesinatos…, pero fue condenado a once años ¡por evasión de impuestos!
Sólo tres hombres lograron fugarse: Frank Morris y John y Clarence Anglin. (Nota: ver el extraordinario film "La fuga de Alcatraz", de 1962, dirigido por Don Siegel y con Clint Eastwood como Frank Morris). Se supuso que se ahogaron, pero los cuerpos nunca fueron hallados. Y tampoco aparecieron vivos…
Como es de imaginar, la prisión y su leyenda negra es piedra de toque, aventura y asombro para el millón y medio de turistas que arriban cada año. ¿Búsqueda preferida?: la celda de Al Capone. Luego, la de castigo, donde es posible pasar unas horas. También la de Frank Morris, que engañó a los carceleros con una cabeza de sí mismo hecha de cartón. Y los amantes de los pájaros apuntan a las rejas tras las que estuvo cautivo Robert Stroud, "el pajarero", que en sus veinte años de cautiverio tuvo cuatrocientos pájaros y creó remedios para las enfermedades de las aves, hasta entonces incurables.
En cine lo encarnó Burt Lancaster.
LA SANTA MUERTE
Más que gritos, son aullidos desgarradores. La mujer está en el suelo de una iglesia. El cura le aprieta el pecho y la panza, grita "¡afuera, afuera, afuera!", invocando al demonio y su expulsión del cuerpo de la mujer, que se levanta, vomita en un balde, y vuelve a caer: su demonio, su Asmodeo, Belcebú, Azazel, es tenaz: resiste los rezos y las cruces…
Entonces llega Doña Queta: más que una vecina, la dueña de la Santa Muerte, patrona absoluta del barrio. Carga entre sus brazos una estatua –¿de vinilo, de yeso?– entre tétrica y grotesca. Un esperpento. Más de un metro de alto, calavera por cabeza, guadaña en la mano derecha, y cubierta por un manto de virgen rojo furioso.
Se suma al exorcismo, que al rato se acaba.
Los turistas la rodean:
–¿Cómo hizo?
–Lo hizo la Santa Muerte, nuestra diosa. Creemos en Dios, pero la Santa Muerte tiene más poder. Tengo cáncer, pero ella me mantiene viva.
El lugar es Tepito, barrio mexicano de la delegación Cuauhtémoc. Sufre males sociales: delincuencia y droga. El terremoto de 1985 dejó decenas de casas destruidas.
Todo el barrio, considerado "bravo", es un inmenso mercado de cuanta chuchería es posible vender. Pero el ícono dominante, multiplicado en decenas, centenares de imágenes de la Santa Muerte. Desde tan pequeñas que caben en un bolsillo, medianas, tan grandes como la que reina en el altar de la casa de doña Queta, y con mantos de más colores que el iris. Sólo la calavera y la guadaña son inamovibles…
Los turistas, advertidos y entre la muchedumbre perpetua, se cuidan de los robos. Porque si bien circula entre sus habitantes (muchos, marginales) el código "perro no come perro, el barrio no roba al barrio", es de estricto uso local y vecinal. Los de afuera son de palo…
Pero, exaltado por intelectuales, escritores, pintores y músicos, Tepito tiene el poder de un imán. Y los turistas van hacia él aunque los roben, les vendan mercadería falsa, y no tarden en darse cuenta de que los patéticos exorcismos sobre los supuestos poseídos y sus aullidos, no son más que una puesta en escena.
Sarna con gusto no pica…
LO QUE LA LAVA DEJÓ
En el año 79 Después de Cristo, enfurecido, el volcán Vesubio sepultó las ciudades de Pompeya, Herculano, Oplontis y Estabia.
Pompeya, la más famosa, fue también la más castigada. Según el testimonio que Plinio el Viejo le legó a su sobrino Plinio el Joven, ese día comenzó como siempre: obreros, pintores, carpinteros, puestos a sus tareas desde las diez de la mañana. Pero a la una de la tarde, el tapón de lava que bloqueaba la boca del Vesubio saltó por el aire, una columna de gases y cenizas de –según Plinio– 32 kilómetros de alto ensombreció el cielo y cayó sobre la ciudad, sus casas, sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus trabajadores en plena actividad, y esa lluvia entre gris y rojiza los petrificó al instante. Sin tiempo para protegerse o huir, quedaron convertidos para siempre en esculturas.
Entre 1863 y 1985, varios investigadores excavadores lograron moldes de resina transparente sobre muchos de los cuerpos hasta superar los mil.
No todos están visibles. Pero miles y miles de turistas se acercan a esos seres anónimos sorprendidos por el alud en lo que estaban haciendo en ese instante fatal.
Porque a veces la tragedia, la catástrofe, puede imitar en un segundo lo que a Miguel Ángel le tomó casi toda su vida. No podrán jamás pintar la Capilla Sixtina, pero sí acercarse a La Pietá, el David, el Moisés…
LAS PIEDRAS INMUTABLES
Jamás faltan peregrinos en el cementerio judío de Praga y sus hacinadas y vetustas tumbas del siglo XV. Unas doce mil en las que yacen los restos de cien mil judíos, y se supone que debajo hay tres cementerios más, ya que la ley mosaica prohíbe agrandar o modificar sus cementerios.
Silencio absoluto, piedras intocables, caminantes callados, y una novela de Umberto Eco con ese nombre: "El cementerio de Praga".
¿Qué más falta para recalar en la ciudad que vio nacer a Kafka?
(Post scriptum. ¿Qué sentimientos o emociones atraen a tantos miles, millones de almas, a estos lugares históricos, pero también tétricos? ¿A esos tours de la angustia? No es fácil definirlo. En todo caso, además del morbo, del regodeo ante el horror, es justicia barajar otros factores: asombro, incredulidad –ver para creer, como dijo el apóstol Tomás ante las llagas de Cristo–, simple curiosidad, investigación histórica, avidez cultural, identificación (sentirse Jack el Destripador al recorrer el circuito de Whitechapel con sus realistas víctimas de cera bajo la pálida luz de los antiguos faroles), y hasta como alarde de originalidad… En 1962 se estrenó el film semidocumental italiano "Mondo Cane" (Mundo Perro), firmado por Gualtiero Jacopetti, Paolo Cavara y Franco Prosperi. Una cabalgata de horrores. Cacerías humanas, animales sacrificados para rituales, niños deformados ex profeso para conmover y lograr limosnas, hoteles para moribundos… Arrasó la taquilla. Mucho público híper sensible no resistió las imágenes y abandonó la sala. Pero eran imágenes lejanas en una pantalla: doble filtro. Un doble o simple filtro que el turismo sombrío rasgó –atrevido– para tocar las llagas. En vivo y en directo…).