Vladimir Putin sabía que la carrera tecnológica sería difícil de igualar. Que Estados Unidos no había detenido nunca su desarrollo militar en defensa de sus fronteras y que los años de ventaja que dio Rusia tras el desmembramiento de la Unión Soviética habían sido demasiado.
Fue por eso que el nuevo zar ruso -ayer fue reelegido por tercera vez, convirtiéndose en el segundo jerarca con mayor tiempo en el poder de la superpotencia- ideó un nuevo frente armamentístico: el químico.
Lo anunció en 2012 durante su anterior campaña presidencial -otra farsa democrática hacia el mundo- en la que explicó que desarrollaría nuevas armas que confrontarían con las armas tecnológicas de Occidente, sobre todo Estados Unidos. Se basarían en nuevos principios "físicos, genéticos". E incluirían lo que llamó "ciencia psicofísica".
"Ese sistema de armas de alta tecnología será comparable en efecto con armas nucleares, pero serán más aceptables en términos de ideología política y militar", había anunciado Putin en un ensayo escrito en Rossiyskaya Gazeta, un diario oficial.
Pero, ¿dónde desarrollaría el jefe del régimen esas armas tan temibles? En los antiguos laboratorios secretos que florecieron durante la Unión Soviética y que desde la llegada al poder del ex agente de la KGB tendrían una nueva primavera.
Se trata de doce institutos que formaron parte de los entes de armas biológicas y químicas durante la Guerra Fría. Bajo la administración de Putin, fueron ampliados y mejorados con tecnología de avanzada, para poder cumplir los deseos del jerarca. Todos están bajo el paraguas del Ministerio de Defensa ruso y bajo la lupa de los Estados Unidos.
El Kremlin nunca negó la existencia de estos laboratorios genéticos. Pero negó que fueran desarrollados para ataques, sino que fueron pensados para la defensa del país. Son legales, agregan. Las explicaciones rusas parecen insuficientes luego de que se desatara una ola de denuncias mundial contra Rusia por el envenenamiento en el Reino Unido de Sergei Skripal -un ex espía ruso- y su hija Yulia.
Skripal fue víctima del uso de un agente nervioso letal desarrollado por científicos militares rusos años atrás: el Novichok.
El contraataque propagandístico ruso, también parece salido de un manual. Culpan a Estados Unidos de estar haciendo experimentos con poblaciones enteras al dejar libre enfermedades como el ébola o el zika. Lo cierto es que tanto Skripal como su hija continúan en estado crítico. Estaban refugiados en el Reino Unido desde 2010.
Durante la Guerra Fría, los jefes soviéticos destinaron miles de millones de dólares en la creación de once diferentes patógenos en formato de armas masivas. Esos patógenos incluían ántrax y plagas. Fue durante ese tiempo que desarrollaron el Novichok que jaquea la vida de Skripal. Es la cuarta generación de agentes nerviosos más letal que el VX, el que usara Corea del Norte para asesinar al hermano del dictador Kim Jong-un.
Pero Moscú despierta sospechas por más acciones deliberadas. Se niega sistemáticamente a dejar ingresar a sus laboratorios a delegaciones internacionales para que puedan observar qué tipo de desarrollos químicos y genéticos están realizando.
Tampoco quieren dar pruebas de que el arsenal químico y letal que se levantó durante los años de la Unión Soviética fueron destruidos. Al parecer, esas armas no fueron destruidas.
Pero además, hay un factor clave del que Putin no puede escapar. Su apoyo a la dictadura de Siria. Bashar Al-Assad, el jefe del régimen totalitario sirio, ha usado diferentes tipos de armas químicas mortales contra su propia población. Y Rusia ha apoyado esas iniciativas, de acuerdo a Thomas Countryman, ex asistente de Seguridad Internacional del Departamento de Estado durante la administración Obama.
"La defensa total de Moscú del uso de armas químicas por parte de Siria y, especialmente, su aparente uso de agentes químicos en asesinatos selectivos solo aumentan las preocupaciones", indicó el experto en diálogo con The Washington Post.
Estados Unidos tuvo su propio desarrollo de armas químicas, pero fue durante la presidencia de Richard Nixon que el programa se desmanteló. Era 1969. Pero la Unión Soviética nunca creyó que ello fuera cierto y continuó en secreto con su propio desarrollo en absoluto hermetismo. Fue Boris Yeltsin, en 1992, quien reconoció que los laboratorios secretos se habían mantenido en funcionamiento pese a las anteriores negativas y la presión internacional.
Tras esa admisión, se ideó un plan de desmantelamiento. Pero Rusia no permitió que observadores vieran los laboratorios ni sus armas mortales. Y con la llegada de Putin al poder, esas intenciones de Occidente se congelaron. En su segunda presidencia, el programa resucitó.
Las pruebas más evidentes de esa resucitación son las imágenes satelitales sobre un laboratorio emblemático y con una historia trágica detrás: Ekaterimburgo, donde en 1979 más de 100 trabajadores murieron por el escape de ántrax. Las fotografías muestran que ese sitio experimentó un crecimiento increíble en los últimos años, con nuevos edificios y lugares de testeos. Allí se produce bacillus anthracis, la bacteria que causa el ántrax.
Lo mismo ocurrió en Shikhany, al sur de Rusia, donde otras imágenes también dan cuenta de maquinaria destinada a la producción microbiótica. Los ejemplos se multiplican. Y aunque el Kremlin intente ocultarlos, su guerra biológica ya comenzó.
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