La sorpresa y las expectativas que generó el encuentro entre Kim Yo Jong, hermana menor del líder norcoreano Kim Jong Un, y el presidente surcoreano Moon Jae In durante la inauguración de los Juegos Olímpicos en Pyeongchang no fue exagerada: hace más de sesenta años que en las dos Coreas no están habituados a encontrarse con habitantes de la otra mitad de la península.
En Corea del Sur no saben cómo viven los norcoreanos –nadie en el mundo lo sabe con exactitud– y en Corea del Norte ignoran qué pasa en el resto del planeta . Ese desconocimiento mutuo es solo una parte, la más evidente, del abismo económico y cultural que los separa.
La delgada línea roja
La división de la península coreana empezó con el fin de la Segunda Guerra Mundial y el reparto de ese territorio entre los Aliados, pero se volvió definitiva recién en 1953, el año en que la Guerra de Corea terminó -en los hechos, aunque no en los papeles porque jamás se firmó un tratado de paz, solo un armisticio. Ese año, como parte de los acuerdos que pusieron fin al conflicto armado, se creó una "zona desmilitarizada" de cuatro kilómetros de ancho (dos a cada lado del paralelo 38) imposible de atravesar y que es, a pesar de su nombre, el área más militarizada del planeta.
Dentro de esa zona hay un "área de seguridad conjunta", que es el único punto donde los soldados de las dos Coreas están frente a frente, y dentro de ese área hay, a su vez, una "línea de demarcación militar", siempre a lo largo del paralelo 38, que es la verdadera frontera entre las dos Coreas. Es el único lugar del mundo en que un puñado de surcoreanos y norcoreanos pueden verse las caras.
Damas y caballeros
Los baños dan la medida exacta de las diferencias económicas y sociales entre el Sur y el Norte: un abismo separa la precisión anatómica de los baños hipertecnológicos de Corea del Sur y la funcionalidad básica de los baños en el interior de Corea del Norte, donde el agua corriente es prácticamente inexistente y el agua caliente es un lujo esporádico incluso para los extranjeros.
Mundos subterráneos
El subte de Seúl transporta cada día cinco millones y medio pasajeros a través de una de las redes más extensas del mundo, con 21 líneas y más de 300 kilómetros de vías. Cada tramo cuesta 1.350 wons surcoreanos, algo más de 1,20 dólar, un precio que incluye el acceso a uno de los servicios de internet inalámbrico más veloces del planeta en el país más conectado del globo (Corea del Sur presentó la tecnología 5G en los Juegos Olímpicos de Pyeongchang, el paso previo a su comercialización internacional).
El metro de Pyongyang, en cambio, tiene dos líneas y fue históricamente algo parecido a un secreto de Estado. Hasta 2010 los extranjeros solo podían visitar dos estaciones, luego el permiso se amplió a seis y recién en 2015 toda la red fue abierta a los visitantes. No solo es uno de los subtes más profundos del mundo (fue construido en los años setenta a cien metros de profundidad con ayuda soviética para oficiar de refugio nuclear) sino que también es el más barato: cada viaje cuesta cinco wons norcoreanos, equivalente a un centavo de dólar.
Vestidas para matar
Hubo un tiempo en que Corea era una sola y en toda la península las mujeres usaban vestidos tradicionales, el hanbok, que consiste en una blusa o chaqueta corta y una falda amplia, larga y de colores deslumbrantes. Hoy, después de casi setenta años de división, el uso del hanbok es una de las pocas coincidencias entre las dos Coreas.
En el Sur, donde la moda y la estética tienen una dinámica furiosa, los vestidos tradicionales ya no son exclusivos de las mujeres de mediana edad ahora que las adolescentes impusieron su uso como parte de la vida diaria –para ir a festivales, combinado con zapatillas, para salir de paseo con amigas. En Corea del Norte, donde históricamente la intimidad también estuvo regulada por el Estado, el hanbok es en cambio una prenda obligatoria para las mujeres jóvenes, estudiantes, que participan de los bailes masivos con los que se conmemoran los días festivos y se celebran aniversarios de naturaleza variopinta, desde la independencia del país hasta el ingreso en el partido de Kim Jong Il, padre del actual líder. Solo en Pyongyang, hogar de la élite y el único lugar del país donde pueden verse cambios en las costumbres de los norcoreanos, la elección los colores queda librada a los gustos personales y a la holgura económica para conseguir telas importadas de China.
Ganar las calles
Como en cualquier ciudad del mundo, la comida callejera es un paisaje habitual en Seúl. En Pyongyang, sin embargo, es una novedad, casi una revolución de las costumbres capitalinas. Los puestos y los kioscos donde se venden snacks, helados y bebidas empezaron a proliferar en las calles de la capital norcoreana desde que Kim Jong Un llegó al poder a fines de 2011 y autorizó de facto (no formalmente) los emprendimientos privados. Esas actividades "de mercado" sostienen una gran parte de la economía en la que hace tiempo el Estado dejó de tener el monopolio.
En los últimos años, los turistas también fueron autorizados a comprar en los puestos callejeros pero pesar de esa relativa liberalización, que para los estándares occidentales es irrelevante, sigue en pie una restricción absoluta: los extranjeros no pueden pagar con moneda local, solo con euros o yuanes.
De yapa: mate listo
Después de explicarle qué era eso y tratar de enseñarle a decir los nombres impronunciables de cada elemento –yerba, mate, bombilla…demasiadas "sh"–, uno de mis guías en Corea del Norte, "el señor Kim", aceptó la prueba de tomar un mate hasta el final. Le prometí en agradecimiento que intentaría lo mismo con su par al otro lado de la frontera, Lía, con quien recorrí Seúl dos meses después. Y le aseguré que le haría llegar a Pyongyang de alguna forma, algún día, su foto y la de ella haciendo lo mismo en esos mundos paralelos que son, todavía hoy, las dos Coreas.
Fotos tomadas por la autora en sus viajes a Pyongyang, Seúl y Pyeongchang. @flowergrieco en Instagram