El título del libro de la periodista ruso-estadounidense Masha Gessen sobre Rusia es una síntesis sombría de su contenido: El futuro es historia.
Como una distopía paranoica de Philip K. Dick, pero contada con las historias reales de siete personajes que vivieron "las privaciones de la década de 1980", "los temores de la década de 1990" y "el sentimiento de clausura que impregnó los 2000", The Future Is History —que mereció el National Book Award— desarrolla en 500 páginas una explicación a la falta de porvenir en ese país: la sociedad vive sometida hoy porque quedó traumatizada tras décadas de mando soviético, que a su vez fueron posibles por el zarismo.
"Las experiencias traumáticas que afectan a sociedades enteras pueden incluir desastres naturales, guerras catastróficas, genocidio revolución y el paso de vidas enteras en situaciones de opresión crónica", escribió Gessen, reconocida periodista de The New Yorker, quien obtuvo becas del prestigio de la Guggenheim. "En los casos en los cuales el trauma se dilató en el tiempo —como con la opresión constante o el estado de terror— el cambio, incluso el cambio en apariencias positivo, causó más trauma. Que las estructuras sociales conocidas dejaron de funcionar, pudo haber sido tan traumático como cuando las estructuras físicas colapsan en el caso de un desastre natural."
Gessen se mueve atrás y adelante en el tiempo para mostrar las rupturas y las continuidades —del ascenso de Boris Yeltsin a la entronización de Vladimir Putin, pasando por las dos guerras chechenas y las invasiones de Georgia y Ucrania— que condenaron la democracia en Rusia y dieron forma al país tal como es hoy.
El putinismo impuso "un nivel bajo y constante de pavor", aquel hace que las personas sean "fáciles de controlar". No se trata de una ansiedad que impulsa a la acción: es tan abrumadora que, al contrario, excede la capacidad humana y "se necesita una figura de autoridad".
Los siete entrevistados no pudieron entender las fuerzas históricas que torcieron sus vidas, de modos a veces trágicos, en su momento. No lo entendió el sociólogo que diagnosticó la enfermedad terminal del Homo sovieticus (que sucedió) y auguró el entierro de toda forma de oscurantismo político (que no sucedió); no lo entendió la profesora y miembro del Partido Comunista (PC) que dejó de dar clases a estudiantes graduados para viajar a Polonia a comprar productos de primera necesidad que traficar en pequeñas cantidades.
Ninguno pudo comprender tampoco por qué, si Yeltsin había impedido el golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, quien gobernaba toda la Unión Soviética (URSS), el Kremlin vivió como una desgracia la reelección del presidente de Rusia. Ni la trascendencia del ascenso de Putin, aquel que —como lo describió Emmanuel Carrère en Limónov— "en el caos de los primeros '90s estaba en el bando de los perdedores, los engañados, y se vio obligado a conducir un taxi". Ni el significado del homicidio de Boris Nemtsov, que en los años de Yeltsin introdujo el capitalismo en el país y era un fuerte opositor de Putin.
The Future Is History argumenta que si un país no tiene futuro —en idioma ruso budushchego net significa, literalmente, la posibilidad de suprimirlo— supone una depresión colectiva. En este caso, desde la URSS hasta el presente.
Siete personajes clave
La elección de los entrevistados es significativa. Cuatro son jóvenes nacidos en la década de 1980, que no conocieron más que turbulencias políticas desde que tienen memoria. Otros dos son intelectuales que tratan de pensar lo que pasó en un país que se ocupó de dinamitar su memoria histórica y soñó con empezar de cero como si eso fuera posible. El último es el creador de la doctrina del putinismo.
Seryozha es el nieto del gurú de la perestroika, Alexander Yakovlev, un diplomático que se comprometió con el proceso de cambio, escribió sobre historia, se especializó en las víctimas de las purgas soviéticas y terminó como opositor a Putin.
Zhanna es la hija del asesinado Nemtsov, quien tras pagar la crisis financiera de 1998 con su carrera política, se convirtió en un activista de gran admiración popular.
Masha es la hija de una integrante del PC que se convirtió en una exitosa empresaria.
Lyosha es un militante de la colectividad LGBTQ, un grupo social que resultó la prueba de laboratorio en la reinstalación del conservadurismo social según Gessen, que es una de las dirigentes más reconocidas. Como joven académico, Lyosha debió dejar su proyecto de crear un departamento de Estudios Queer en la Universidad de Perm, y por fin el país.
Marina Arutyunyan se convirtió en psicoanalista tras la caída de la URSS: Sigmund Freud, que en los orígenes del gobierno revolucionario había sido un santo laico como Karl Marx, fue luego prohibido. Pasó años de ejercicio profesional sin poder estudiarlo. Se convirtió en la introductora de esa corriente en Rusia y sus observaciones de los individuos le permitieron desarrollar la idea de que en su país hay una sociedad traumatizada y una fuerte "pulsión de muerte" colectiva.
El único de los personajes que apoya a Putin, Alexander Dugin, es un intelectual nacionalista (mucho menos interesante que el poeta Eduardo Limónov, sobre el cual Carrère escribió su biografía extraordinaria) que muestra un perfil más agradable en su juventud antisoviética, cuando leía libros prohibidos en microfilms que proyectaba contra su escritorio, que en sus años recientes, cuando hizo amistades entre la ultraderecha eurofóbica del Frente Nacional en Francia o acuñó la idea de Eurasianismo, un combo de cultura rusa, autoritarismo gubernamental y liderazgo carismático.
El último de los personajes, el sociólogo Lev Gudkov, funciona como un intérprete de la tragedia: se trata de un discípulo de Yuri Levada, el primer encuestador que surgió en el final de la URSS y anunció la muerte del Homo sovieticus. Esa idea articula el arco triste de la historia que cuenta The Future Is History. Diez años después del estudio original de Levada, que lo condujo a esa conclusión, exactamente el mismo cuestionario desautorizó sus resultados.
En 1999, escribió Gessen, "el Homo sovieticus no estaba, como había sugerido Levada, muriendo. No sólo sobrevivía sino que se reproducía, y eso significaba que recuperaba su posición dominante en la población".
Si en 1989, mientras el periódico oficial Pravda ventilaba las atrocidades del gulag, el 12% de los encuestados dijo a Gudkov que Stalin estaba "entre las personas más grandes" de la historia, ahora el 40% lo creía. Ante la pregunta "¿Preferiría que las cosas volvieran a ser como antes de 1985?", 58% dijo que sí. El 80% de los consultados creía que Putin hacía "en general, un buen trabajo"; cinco años antes, había sido el 31% del total.
El estado profundo
Cuando Putin llegó al poder el último día de 1999, como un heredero de la figura fuerte del momento, Yeltsin, el estado profundo recuperó el control, argumentó Gessen. Cayeron, uno a uno, los que habían participado en el juego temporario del poder compartido: la nueva clase de los ricos, los oligarcas; los medios independientes y las fuerzas de la sociedad civil, desde los gays hasta los nacionalismos.
La responsabilidad era del Kremlin y su hijo, el Homo sovieticus: "El sistema lo había creado a lo largo de décadas al premiar la obediencia, la conformidad y la sumisión". El aislamiento y el paternalismo estatal eran otras de sus características. Por la antinomia en la que vivía, el igualitarismo jerárquico, estaba acostumbrado a un sistema de pensamiento doble: "Como los personajes de 1984″, citó la autora a George Orwell, "podía mantener dos creencias contradictorias al mismo tiempo".
Amenazado por el caos del delito, la pobreza y hasta el hambre por la gran crisis financiera de 1998, el H. sovieticus buscó refugio en Putin. Ocho de cada diez rusos se sintieron esperanzados por el hombre gris que había elegido Yeltsin, porque mostraba coraje y determinación e incluso "modestia y razón", escribió Gessen. "Me disculpo" y "Si llega el caso" eran dos de sus latiguillos de ciudadano medio que le encantaron a los votantes.
Ninguno se imaginó que Putin tendría el poder en un puño durante más tiempo que el propio Stalin, más inclusive que Leonid Brezhnev, quien gobernó la URSS desde la década de 1960 hasta la de 1980 y, salvo por la crisis de los Misiles —que le tocó a Nikita Kruschev— y la desintegración del país —que le tocó a Gorbachov— es la imagen misma de la Guerra Fría entera. Putin busca, y Gessen no cree que se le escape, la reelección este año del Mundial de Fútbol en Rusia.
Gessen, hija de disidentes soviéticos, es una experta en el presidente ruso: escribió su biografía, The Man Without a Face (El hombre sin rostro), que fue best seller. Ahora vive en Nueva York, pero vivió bajo su gobierno cuando regresó a Rusia, de donde la habían llevado años antes sus padres, disidentes soviéticos.
Cuando Putin asumió, "comenzó a ubicar a sus propia gente al mando de las grandes corporaciones estatales, y de otros propietarios". Los nuevos ricos debían ceder su poder político, "y a veces los bienes que lo aseguraban", o enfrentarían consecuencias. Gessen narra casos como el del ex oligarca Mijaíl Jodorkovski, que pasó de ser el hombre más rico de Rusia en 2004 a ser el preso más notable de una cárcel en Siberia un año más tarde, mientras Yukos, su imperio energético, "era expropiado por el clan de Putin".
Dos de los oligarcas que tenían las empresas nacionales de televisión, Vladimir Gusinsky y Boris Berezovsky, "fueron empujados al exilio por no haber entregado el control de sus medios". El primer programa que salió de la televisión era uno que hacía bromas sobre el Kremlin.
Y Levada, con sus ideas sobre el Homo sovieticus, fue invitado a renunciar; como no lo hizo, su centro de estudios se consideró "agente extranjero", una categoría derivada de nueva legislación represiva por la cual cualquier institución o persona que reciba fondos desde otros países puede ser sospechosa de espionaje o traición.
El regreso del estado profundo recuperó la idea central del gulag: el enemigo interno. Casos como el de los rehenes del teatro Dubrovka de Moscú en 2002 —medio centenar de chechenos armados tomaron 850 rehenes y el rescate terminó con la muerte de más de 170 personas— marcaron el tono.
Totalitarismo recurrente
Aunque la ciencia política occidental no termina de adherir a la calificación de totalitarismo para el gobierno de Putin, Gessen cree que es adecuado. Para ella la transformación institucional ha ido ya mucho más allá del "régimen híbrido", mitad autoritario y mitad liberal. También combina recursos como la guerra, la anexión (el caso de Crimea le resulta ejemplar), el castigo a la protesta y el uso de la prisión (incluidas la de manifestantes pacíficas como las músicas de Pussy Riot), la muerte civil (causas inventadas por pedofilia, para que a los opositores ni siquiera los escuchen las organizaciones de derechos humanos) y el asesinato (a tiros, por envenenamiento) como herramientas políticas.
A diferencia de los años de la Unión Soviética, el poder en tiempos de Putin no necesita de ideología. Le alcanza con la biología: citó a Gudkov, quien cree que "el totalitarismo en Rusia es un totalitarismo recurrente, como una infección recurrente". Y como una infección, "la vuelta puede no ser tan mortal como la enfermedad original, pero los síntomas se pueden reconocer de cuando golpeó por primera vez".
Las protestas de la década en curso, tras el regreso de Putin a la presidencia (luego del breve intervalo de su delegado, y actual primer ministro, Dmitri Medvédev), enfrentan un aparato político y de medios nuevamente concentrado, esta vez en los leales a Putin, muchos de ellos miembros de los servicios de seguridad, como el mismo Putin fue de la KGB. Pero han crecido: 2017 fue el año de "las protestas más ampliamente diseminadas en la geografía rusa de toda la historia", según The Future Is History.
"Los ciudadanos rusos se la han pasado perdiendo derechos y libertades durante casi dos décadas. En 2012 el gobierno de Putin metió mano dura, hecha y derecha, en la política", sintetizó Gessen. "El país fue a la guerra contra el enemigo interno y contra sus vecinos. En 2008 Rusia invadió Georgia y en 2014 atacó Ucrania, y anexó grandes territorios. También ha estado librando una guerra de información contra la democracia occidental como concepto y como realidad".
Gessen quiere contar esa historia pero sobre todo la historia delo que no sucedió: "la historia de la libertad que no se recibió con los brazos abiertos y la democracia que no se deseó", como expresó. Una historia en la que buena parte de sus siete personajes están exiliados o resignados, y Nemtsov puede caer muerto a balazos en un puente tan cercano al Kremlin que siempre tiene custodia.
Desde la liberalización inesperada de la perestroika al mando sin fisuras del hombre tan poderoso que hasta tiene su propio calendario, Gessen narra los años turbulentos que primero trajeron esperanza —aunque no se sabía muy bien de qué: la gente sentía que vivía, literalmente en otro país— y luego el desencanto de un regreso, como en una cinta sinfín, al totalitarismo.
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