Ekaterimburgo, Rusia, muy cerca de los Montes Urales, noche del 17 de julio de 1918. Soldados de la cheka, policía secreta de la triunfante revolución bolchevique, obligan al zar Nicolás II, su familia, un médico y un cocinero a bajar al sótano de la casa en la que fueron confinados después de los disturbios de octubre de 1917 con la excusa de la seguridad… y una vez allí, los masacran a balazos. La que más tarda en morir es la mujer del zar, Aleksandra Fiodorovna Románova: las joyas que ha escondido, cosidas a su vestido, amortiguan algunas balas.
Ha caído el último zar de Rusia, y con él, además de la zarina, sus hijas Olga, Tatiana, María y Anastasia, y su hijo Alexei, el zarévich y heredero de la dinastía, de apenas 14 años (el más frágil: hemofílico de nacimiento), Botkin, el médico de la familia, y el cocinero mayor.
El fusilamiento tiene un claro y doble sentido: el Domingo Sangriento (o Domingo Rojo) del 22 de enero de 1905 –9 de enero según el calendario juliano vigente entonces en Rusia–, y los diez días que conmovieron al mundo –según el famoso título de la crónica del periodista norteamericano John Reed–: los primeros de la Revolución Bolchevique del 25 de octubre de 1917.
"1905 volverá", dijo Vladimir Ilych Ulyanov (Lenin) en su primer discurso: clara alusión y abierta venganza a la masacre del Domingo Sangriento sucedido en San Petersburgo el 22 de enero de ese año.
Esa mañana, con el sacerdote ortodoxo Gueorgui Gapón a la cabeza, una muchedumbre marchó hasta las puertas del Palacio de Invierno, la residencia del zar Nicolás II, para pedirle aumento de salario y mejores condiciones laborales, que eran inhumanas: más de quince horas por día…
Llevaban íconos religiosos y retratos del zar: su silenciosa manera de decir que no era una manifestación hostil. Pero el zar no estaba. Fiel a sus hábitos y sordo y ciego ante la tensión política y social ya demostrada en varias huelgas, pasaba un plácido fin de semana en Tsárskoye Seló, la villa de los zares. Un conjunto de palacios y parques dignos de otro mundo.
Desde una ventana, su tío, el gran duque Vladimir Aleksándrovich, le ordenó a la guardia imperial… ¡tirar a matar! Fue una masacre. Doscientos muertos, 800 heridos, contando mujeres y niños.
La mecha encendida tardó en apagarse y llegó a casi todo el país. Miles de campesinos se sublevaron, y estallaron huelgas obreras y hasta motines en las fuerzas armadas durante un largo año.
Aunque faltaban doce años para la revolución, uno de los terremotos humanos más grandes de la historia además de las dos grandes guerras, la marea fue imparable, y nada hizo el poder para detenerla. Al contrario, dinastía despótica sin remedio, le puso el viento a favor…
Porque, ¿qué era Rusia desde principios del siglo XIX?
Un monstruo de 22 millones de kilómetros cuadrados, 170 millones de almas, 146 lenguas, incontables religiones, más de 300 años de monarquía, y una desigualdad social más cerca del crimen que de la injusticia: cero protección legal y mínimos derechos para obreros y campesinos, mientras los Romanov –el zar Nicolás II y su familia– vivían en palacios y aislados no sólo de las llagas de su pueblo: también en anacrónico feudalismo imperial, a espaldas del progreso que explotó en casi toda Europa a partir de la revolución industrial generada por el vapor como fuente de energía.
Recién en 1861 el poder zarista decretó la liberación de los siervos (esclavos) y de algunas tierras que llegaron a manos de los mujiks, campesinos que apenas sobrevivían con lo poco que nacía del suelo, y para peor enfrentados con los kulaks, campesinos de mejores tierras, vida y economía, que alcanzaron el rango de burguesía rural.
Esa diferencia, otras, y el atraso del estado ruso, carente de industria y luego endeudado en dinero extranjero para iniciarla, ahondó el clima prerrevolucionario, dividido en mencheviques, moderados, que intentaban una revolución burguesa, y bolcheviques, liderados por Lenin y dispuestos a desatar una revolución proletaria.
La cadena de huelgas, protestas y sublevaciones (incluso militares) encendió todo el país. Con un episodio emblemático que Serguéi Einsestein llevó al cine, en 1925, con su célebre film Acorazado Potemkin, no sólo mítico por su decisiva innovación técnica, el montaje, sino por su síntesis histórica: marineros amotinados contra el zarismo como protesta –los obligaban a comer carne podrida–, y reprimidos por tropas de infantería del zar. Sucedió el 13 de junio de 1905: el mismo año de la matanza frente al Palacio de Invierno de Nicolás II.
Como coincide la mayoría de los historiadores, octubre de 1917 fue un gigantesco salto desde la Edad Media hasta el siglo XX. Pero tardío: 128 años antes, en 1789, la Revolución Francesa sucedió por el mismo motivo: un pueblo en la miseria, harto de reyes estúpidos, frívolos y corruptos.
HECHOS Y PENURIAS
Octubre de 1917 era inevitable. Rusia, aliada a Francia y al Reino Unido, luchaba en la Primera Guerra Mundial a un costo atroz: dos millones de muertos, cinco millones de heridos, y una tropa castigada por todo tipo de carencias y bajo un frío glacial.
¿Por qué se plegó Rusia a esa guerra? Para que el país formara parte del concierto internacional, que hasta entonces no lo tenía en cuenta. Y en un punto, por necesidad de defensa: Alemania, el enemigo, estaba cada vez más cerca…
Sin embargo, fue una decisión catastrófica. Se movilizaron catorce millones de hombres, incluidos obreros y campesinos. La economía –por cierto, escasa– se congeló, junto con las vías de comunicación y el giro de muchas empresas. Por algo Lenin dijo:
–¡Qué regalo a la revolución le hizo el zar!
En las ciudades, sobre todo en Petrogrado, centro del polvorín revolucionario, se oían gritos cada vez más fuertes y encendidos:
–¡Todo el poder a los Soviets! ¡Todo el poder a los obreros, soldados y campesinos! ¡Tierra y pan! ¡Que termine esta guerra insensata!
Mientras algunos especulaban con víveres –pan blanco, carne, azúcar, té, pasteles–, la gleba pasaba hambre: su cartilla de racionamiento, por ejemplo extremo, fijaba 115 gramos de pan… negro, por día. Leche, apenas para la mitad de los niños. Y para conseguir esas escuálidas raciones, colas desde antes del alba. Y allí, durante horas, mujeres con sus hijos en brazos…
Petrogrado era una ciudad fantasma: la noche duraba desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana. Lluvia y frío constantes. Calles alfombradas de barro. Robos y asaltos a toda hora.
Y contrastes profundos. Los teatros abrían todas las noches. Una elite consumía ballet y ópera. Cada tanto se inauguraba una exposición de pintura. Y nadie entre ellos pronunciaba la palabra clave del huracán que se acercaba: "revolución".
LOS PERSONAJES
Primera etapa de la revolución.
Alexandr Kerensky (1881–1970), primer presidente de la República luego de la obligada abdicación del zar Nicolás II (15 de marzo de 1917).
Socialista moderado y jefe de los mencheviques, duró pocos meses en el poder. Su popularidad se derrumbó por intentar seguir la guerra contra Alemania, no tomar medidas para mejorar la precaria vida del pueblo y –lo peor– por suprimir el Partido Bolchevique por sus actos de insurrección. Lenin logró huir a Finlandia, pero León Trotski y Joseph Stalin fueron encarcelados. Es cierto que como ministro de Justicia del gobierno provisional formado luego de la caída de Nicolás II promulgó la libertad de expresión, de prensa, el voto universal y la igualdad de derechos para las mujeres, pero el aire y la Historia estaban cargados de pólvora…, y la moderación era confundida con traición. Entre esas dos palabras escribió su final.
Segunda etapa de la revolución.
Vladímir Ilich Uliánov (Lenin, 1870–1924). Sobrenombre inspirado en el río Lena de Siberia, la desolada tierra donde el líder de la revolución pasó tres años en el exilio. Fiel a las ideas de Karl Marx, fue el padre del poder comunista rojo y los bolcheviques, radicales extremos. De buena formación intelectual –hijo de un director de escuelas que, paradoja, fue Consejero de Estado… ¡del zar Nicolás II!– y orador capaz de transformar palabras en hogueras, borró todo rastro de feudalismo y fundó la República Federal Comunista dirigida por la clase obrera, que desde 1923 pasó a llamarse Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
Su ola roja no sólo determinó la caída y fuga de Kerensky: fue semilla, árbol y fruto de aquellos diez días que conmovieron al mundo, al grito de guerra de Lenin:
–¡Ha llegado la hora de la insurrección!
Perdió a su padre a los 16 años (hemorragia cerebral), y un año después su hermano mayor murió fusilado por atentar contra el zar.
León Trotsky (Lev Davidovich Bronstein, 1879–1940). Intelectual. Jefe del Ejército Rojo. Al principio, opositor a los planes de Lenin, fue decisivo en el triunfo de la revolución bolchevique. Colaboró con Lenin en las primeras y profundas medidas reformistas: organización del Estado, confiscación de tierras privadas y su entrega a los campesinos (Nota: la Reforma Agraria, caballito de batalla de la mayoría de las revoluciones latinoamericanas), armisticio con Alemania y Austria–Hungría y retirada de la primera gran guerra.
Detenido varias veces y desterrado a Siberia por su prédica revolucionaria, huyó en 1902 y se unió en Londres con otro exiliado: Lenin. Estallada la revolución de 1917, fue elegido presidente del Sóviet de Petrogrado, y Lenin lo nombró como su sucesor. Pero chocó contra Stalin por una diferencia crucial: mientras él propugnaba, en teoría y acción, la revolución permanente e internacional, Stalin hizo valer una concepción más conservadora: comunismo dentro de los límites del país. Lo expulsó del partido en 1927, lo desterró dos años después, y ordenó su asesinato en 1940. Lo ejecutó el sicario español Ramón Mercader el 21 de agosto de ese año clavándole una piqueta en la cabeza, mientras leía en su casa de Coyoacán, México.
Joseph Stalin (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili.
Nació en 1879 y murió en 1953. Su sobrenombre significa "Hombre de hierro". Hijo de un zapatero pobre y alcóholico, quedó huérfano muy pronto y estudió en un seminario religioso, pero lo expulsaron a raíz de sus ideas revolucionarias.
Perseguido hasta el triunfo de la revolución bolchevique, fue el paradigma de la peor dictadura soviética.
Después de la muerte de Lenin (1924, a los 53 años) fue secretario general del Comité Central del Partido Comunista entre 1922 y 1952 y Presidente del Consejo de Ministros. Unión. Protagonizó un gobierno totalitario, vertical y de crueldad criminal. Impulsó el auge de los campos de trabajos forzados (gulags) y de las clínicas psiquiátricas: eufemismo por cárceles para opositores. Su policía y su KGB (servicio secreto de espionaje) sirvieron brutalmente a su paranoia: veía enemigos por todos lados y en todo tiempo. No hay cifras exactas, pero se supone que bajo su dictadura eliminó a una enorme cantidad. Algunos historiadores arriesgan un número: diez millones.
Usó a presos comunes y políticos como mano de obra gratuita para abrir caminos y canales, y explotar minas de oro, plata y uranio. Por cierto, nada de ese horror trascendió hasta que el escritor e historiador ruso Aleksandr Solzhenitsyn lo denunció en su libro Archipiélago Gulag, que le valió el Premio Nobel de Literatura 1970.
EL GRAN DIA
Ningún relato literario o periodístico sobre la revolución de octubre puede prescindir de su crónica más perfecta, vivida en las calles y escritas por el periodista norteamericano John Reed. Un hombre de izquierda, pero sobre todo un brillante narrador más allá de cualquier prejuicio.
He aquí un fragmento clave…
"Los cañones y las ametralladoras habían sido despojados de sus fundas de lona, y las cintas de municiones colgaban como serpientes de las culatas. En el patio, bajo los árboles, se hallaban en fila los autos blindados, con los motores en marcha. Los largos pasillos desnudos, débilmente iluminados, retemblaban con el ruido ensordecedor de los pasos, de los gritos, de los llamamientos. Reinaba una atmósfera de febril agitación. Una multitud se precipitaba por la escalera: obreros con blusas y gorros negros de cuero, muchos con fusiles al hombro; soldados con gastados capotes color barro y la chapka (el gorro ruso de piel) aplastada en la parte superior (…) según el jefe Kamenev, elogiando la unión, la organización, la disciplina y la cooperación de las masas, me leyó en francés una declaración: 'Raramente ha sido derramada menos sangre y raramente hubo en la historia insurrección que conociera semejante éxito'".
Desde el poder de Stalin en adelante, el Estado comunista por excelencia se convirtió en una aplastante maquinaria burocrática, en un mundo de recelo, espionaje y censura, y en una larga cabalgata de purgas en que unos jerarcas desplazaban a otros como títeres de un tabladillo.
El que ayer era un héroe de la Unión Soviética con el pecho lleno de medallas, mañana era un traidor que pagaría su culpa en una dacha (casa de campo) muy alejada de los centros del poder. Un muerto en vida…
El ideal de Lenin (una sociedad sin clases, un gobierno ejercido por el pueblo) no tardó en convertirse en una farsa. Cualquiera que haya conocido la Unión Soviética –quien esto escribe, en 1975– advertía al minuto los excesos y hasta las idioteces de la dictadura.
Los escasos turistas eran vigilados desde su entrada hasta su salida del territorio. Se confiscaba su moneda, que era entregada el último día allí. En mi caso (ignoro si a todos), me negaron el sello de la URSS en el pasaporte… "¡Niet!" (No) era la palabra predilecta ante cualquier pedido de cambio de hotel, itinerario, etcétera.
La diferencia de clases era tan evidente como la redondez de la Tierra. En el más famoso de los trenes, el Transiberiano, había primera, segunda y tercera. En los lujosos autos negros y en las limusinas viajaba la clase política, los grandes burócratas, los privilegiados del Partido Comunista, y también los científicos que trabajaban para los supremos designios del Kremlin.
Tristes contrastes: los obreros del riel, vistiendo grandes y pesadas chaquetas y cargando herramientas de enorme porte y peso… eran obreras. Mujeres, sí.
El sputnik, la perra Laika y Juri Gagarin ya habían llegado al espacio en su batalla de la Guerra Fría contra los Estados Unidos…, pero los ciudadanos comunes se deslumbraban ante una cámara Polaroid, una lapicera Cross de acero, un traje de jean, y cualquier fruslería llegada desde Occidente en manos de los turistas.
La literatura y el arte en general crujían bajo la censura.
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Lenin, embalsamado, yace todavía en su mausoleo de la Plaza Roja.
Leningrado (hoy, San Petersburgo) recuerda sus cuatro años de batalla contra Hitler y su millón de muertos.
Cada aniversario del ocho de mayo de 1945, entrada del Ejército Rojo en Berlín, los pocos sobrevivientes de la resistencia civil contra el nazismo se visten con sus mejores ropas, lustran sus medallas, y desfilan con las precarias armas con que enfrentaron a la bota de herr Adolf.
En la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín.
Acabaron así algo más de siete décadas desde el primer grito de Lenin.
Fin del comunismo. Y extraña transformación. Bien dicen que lo que empieza como drama o tragedia se repite como comedia o grotesco.
Porque el gobierno del pueblo y el país de la igualdad social… como tocados por una varita mágica, generaron mafias de asombroso poder económico, impiedad ante un enemigo similar, y millonarios de leyenda que compran equipos de fútbol, hoteles cinco estrellas, mansiones, palacetes y cuanto relumbre y deslumbre en el punto cardinal en que se pone el sol.