MURO DE BERLIN, EL
Descripción: muro de seguridad. Material: hormigón armado. Perímetro total: 155 kilómetros. Altura: 3,60 metros. Lugar: Berlín Este, República Democrática Federal de Alemania. Inauguración: 13 de agosto de 1961. Significado: el mayor símbolo de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Período de esa guerra: 1947–1991. Actores: Estados Unidos, la OTAN (Tratado del Atlántico Norte y sus dieciséis países miembros hasta 1991), Reino Unido y Francia. Final: la cumbre de Malta entre George Bush y Mijaíl Gorbachov.
Tal vez dentro de unas décadas, esta sintética ficha en una enciclopedia de
historia para escolares será lo único que quede de los veintiocho años de esa enorme prisión a cielo abierto que fue el Sector Este de Berlín después de la Segunda Guerra Mundial, y como consecuencia del triunfo aliado sobre el Tercer Reich.
El Berliner Mauer, su nombre en alemán, erigido a velocidad supersónica y
rápidamente bautizado por Occidente como "El Muro de la vergüenza", tuvo un único y claro sentido: evitar la fuga masiva de los habitantes de la zona comunista hacia la libertad.
Pero el argumento que esgrimían los jerarcas soviéticos eran una pieza cómica: "Para proteger a nuestra población de elementos fascistas que conspiran contra la voluntad popular de construir un Estado socialista en Alemania del Este".
Sólo algunas películas de la decena de historias reales o de ficción
protagonizadas por el Muro de Berlín arriman al público el silencioso espanto, día y noche –pero mucho más temible en la noche– de esa aterradora barrera.
Una es la última: Bridge of Spies (Puente de los espías), de Steven Spielberg, con Tom Hanks y Mark Rylance como figuras. Narra una historia real. En 1957 el gobierno de los Estados Unidos detiene a Rudolf Abel, ruso residente en Brooklyn, y lo acusa de espionaje a favor de la Unión Soviética. En 1960 caen prisioneros el piloto norteamericano Gary Powers por espionaje fotográfico, y un estudiante del mismo país, también sospechado de traficar con información reservada.
El Departamento de Estado convoca a James Donovan, abogado de Seguros con fama de buen negociador, que viaja a Berlín Este y logra canjear a Abel por el piloto y el estudiante.
En el film, el genio de Spielberg reconstruye metro a metro el horror del Muro. Sus torretas con soldados armados con orden de disparar a cualquiera que intentara huir. Sus poderosos reflectores giratorios: enormes ojos a la caza de fugitivos. Sus feroces perros –pastores alemanes– entrenados para despedazar a cualquiera que viole los límites de las alambradas de púa. Un mundo ominoso en cuyas paredes murieron acribillados más de doscientos que intentaron cruzar hacia el otro lado.
Sin embargo, los primeros golpes de piqueta para derribarlo fueron asestados en Moscú, y dentro de la fortaleza del Kremlin. Muerto Joseph
Stalin, la última bestia negra del comunismo soviético –se le adjudican
no menos de diez millones de muertos en sus prisiones y campos de trabajos forzados–, y derribados sus bustos y estatuas, nacen dos movimientos que intentan dar una vuelta de página en el libro de las
brutales dictaduras iniciadas en octubre de 1917: diez días que conmovieron al mundo, pero que en rigor jamás fueron la dictadura del
proletariado que propugnaba Lenin, sino un férreo e impiadoso régimen que abolió cualquier atisbo de libertad política, social y cultural.
Esos movimientos fueron la Glasnost (transparencia) y la Perestroika (reestructuración), encabezados por Mijaíl Gorbachov y continuados por
Boris Yeltsin. Objetivo: insertar al bloque soviético en el mundo libre, decretando la apertura de la prensa, hasta entonces obligada al pensamiento único, y también algunos pasos hacia una economía de mercado.
Esos cambios, iniciados en 1985 y extendidos hasta 1999, hicieron inútil la existencia del Muro de Berlín, convertido en una rémora a contramano del mismísimo Soviet Supremo. Entre otras cosas, porque ya había cumplido su función: antes de 1961, año de su construcción, y desde 1949, más de tres millones de almas huyeron de la República Democrática Alemana (Berlín Este) hacia la zona oeste de la misma ciudad. No por nada la gigantesca barrera fue levantada en la noche del 12 al 13 de agosto, sin previo aviso, por miles de operarios…, y declarada como "protección contra la inmigración, la infiltración, el espionaje, el sabotaje, el
contrabando, las ventas y la agresión de los occidentales".
Sin embargo, esas mismas consignas encerraban su violación y su derrota.
El paso de los años –y el deterioro que conlleva–, el avance de Moscú hacia formas sociales y económicas alejadas en parte de la asfixiante dictadura stalinista, las constantes fugas a pesar del riesgo de muerte (en septiembre de 1989 más de trece mil alemanes orientales perforaron el muro rumbo a Hungría), y la chispa de manifestaciones masivas de protesta contra el gobierno de Alemania Oriental, presagiaron el fin del Muro…, antes de los golpes de piqueta.
Su génesis sucedió el 6 de noviembre de 1989. Ese día, un miembro del Politburó, Günther Schabowski, en conferencia de prensa transmitida por
la televisión de Alemania Oriental, anunció que se permitirían los viajes
al exterior, y que en adelante sería posible pedir pases de visita para ese fin.
De pronto, ante ese anuncio, y suponiendo que se podía cruzar el muro sin restricciones, miles de almas se agolparon ante los grises bloques de hormigón. Los soldados no se atrevieron a abrir fuego, y la presión de la muchedumbre los convenció de abrir los puntos de entrada y salida.
En la conferencia de prensa, el periodista Riccardo Ehrman, de la
agencia italiana ANSA, le preguntó cuándo entraría en vigor la llamada
Ley de Viajes, y Schabowski, sin leer la segunda hoja del documento, que
fijaba la vigencia de la ley recién para el día siguiente, respondió:
– Ab sofort (de inmediato).
El estallido de un volcán y su lava hirviente hubieran tenido menos efecto que esas dos palabras de Schabowski. Las radios y los canales de televisión de ambos lados –Berlín Este y Oeste– gritaron:
– ¡El Muro está abierto!
Otros miles de berlineses del Este –muchos más que en el episodio anterior–, corrieron hacia los puestos de control y exigieron su apertura
para cruzar hacia la zona Oeste. Las tropas y los funcionarios ignoraban el
episodio de la conferencia de prensa y no atinaron a actuar. Entre las once de la noche y la mañana siguiente, la avalancha humana fue imparable, y recibida con fervor en la otra Alemania. Los dueños de los bares regalaron
cerveza sin límite: canilla libérrima…
Abrazos de desconocidos a otros desconocidos. El aire de la libertad se expandía sin barreras. Los diputados, en Bonn, cantaron a toda voz el himno alemán.
Era el 9 de noviembre de 1989, habían pasado veintiocho años desde la noche en que miles de operarios levantaron el Muro, y un ejército de número incalculable ejerció su acto de justicia: con palas, picos, martillos
y cuanto objeto contundente encontró, fue derribando el odiado paredón mientras otra multitud apaudía y cantaba. El célebre celista Mstislav Rostrópovich, que debió exiliarse en Berlín Oeste, animó a los demoledores: una fotografía que hizo historia…
El artista plástico alemán Bodo Sperling sugirió salvar uno de los bloques de hormigón para iniciar una galería de arte urbano al aire libre, y a partir de su idea nació la East Side Gallery, a orillas del río Spree, mientras más de un centenar de pintores urdieron murales en homenaje a la gesta. .
Pero no sólo caían para siempre, además de los bloques, setenta kilómetros de alambre de púas, ciento sesenta de calles iluminadas, ciento quince de vallas, doscientas torretas de vigilancia y treinta puestos de control. No sólo. Caía uno de los más espantosos símbolos de la dictadura
comunista…, pero también de todas las dictaduras, y un lección para las actuales y futuras: la libertad se abrirá paso eternamente.
Más allá de los gritos de victoria, la inserción de los habitantes del Este en el mundo laboral del Oeste no fue fácil: el enorme atraso tecnológico de esa población obligó a cursos de capacitación, ayuda social, creación de viviendas, atención médica, y todo lo derivado de un régimen que entre 1961 y 1989, Muro de por medio, quemó a dos generaciones acostumbrándolas a la ignorancia, al recelo y al miedo: tres clásicas y venenosas formas de ejercer el poder absoluto.
El dinero que ese suceso histórico le costó a Alemania es incalculable. Pero también, como una pesa en el otro platillo de la balanza, la contracara de uno de los mayores crímenes de la historia humana: Hitler y su Tercer Reich.
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