El otoño empieza a sentirse en Donetsk para principios de octubre, el viento fresco obliga a los comensales a acercarse a la parrilla en donde se asan carnes y verduras. En el patio de una casa cualquiera hay estudiantes, soldados, periodistas, docentes, unas 20 personas en total que sólo comparten la situación geográfica actual y la lengua: todos hablan español. En el marco de esta tarde relajada y amistosa, con vino y cerveza de por medio, alguien le pregunta a un soldado brasileño qué tal anda, qué está haciendo por estos días. El soldado brasileño ríe y tan sólo responde "soy un fantasma". La respuesta, jovial pero terminante, es más que suficiente. Su interlocutor sabe que no debe preguntar más, que el soldado no puede responder más que eso. No es una situación curiosa, a nadie le llama la atención y el almuerzo no se ve interrumpido. Es el normalizado hermetismo en el que viven los soldados, incluso cuando están lejos del frente y almuerzan con amigos. Una rutina en la que a nadie le importa la falta de certidumbres. Y para los extranjeros que aún deben regresar a su propia tierra, la reserva y el perfil bajo son aún más indispensables.
Los voluntarios que llegaron a la región del Donbass para combatir son considerados terroristas o colaboradores de terroristas en Ucrania e incluso en sus propios países. No importa si esta guerra a miles de kilómetros de casa pueda parecer que les es completamente ajena. Aquí están, viviendo en Donetsk o Lugansk, en algún apartamento o en bases militares. Se han enfrentado a la muerte, los prejuicios y a todas las consecuencias y represalias que pudieran recaer sobre ellos y su familia. Conocen los riesgos y por eso todos usan motes, en muchos casos ni siquiera sus amigos más cercanos conocen sus nombres reales o lugar de origen. A la hora de empezar a justificar su presencia en estas tierras hablan de responsabilidad, convicciones políticas, deudas históricas. Proponen combatir al fascismo y no falta quien sostiene que formará parte de la historia.
El rostro un tanto aniñado y las largas pestañas de Dima parecen contradecir sus muchos tatuajes de demonios, calaveras, armas. Tampoco su actitud afable y relajada se condice con la imagen típica de un soldado preparado para matar, mucho menos con la de un supuesto terrorista. Y sin embargo ha pasado el último año combatiendo. Siempre tuvo fascinación por Rusia y la Unión Soviética, por eso en su pueblo del norte español le llamaban Dimitri. Cuando se unió a la Brigada Prizrak de Lugansk y debió escoger un alias, la elección era obvia. Desde adolescente formó parte de agrupaciones sociales comunistas y apenas tuvo la oportunidad se unió al ejército de su país, no por convicciones monárquicas o patriotismo ibérico sino para adquirir los conocimientos prácticos que creía le servirían algún día. Después de pasar seis meses en Afganistán, volvió a casa y se deshizo de todos los papeles que lo relacionaban con el ejército. Cuando en 2014 estalló la guerra en el Donbass, Dima vislumbró la posibilidad de poner en práctica lo aprendido, esta vez en favor de sus propias convicciones. Fue su ideología política la que lo llevó a Lugansk y hoy no sabe si agradecer o maldecir. O las dos cosas.
Alexis nació hace 29 años en Colombia y vivía hacía mucho tiempo en España para cuando comenzó la guerra. Hoy desde una silla de ruedas recuerda el momento en que decidió viajar al Donbass: "Vimos cómo empezaron a matar gente durante las protestas en Kiev, cómo de pronto proliferaban símbolos de extrema derecha. Empezamos a organizar manifestaciones antifascistas en España, se crearon comités para analizar qué podíamos hacer. Y después pasó lo de Odessa". El 2 de mayo de 2014 se enfrentaron en la ciudad portuaria de Odessa manifestantes a favor y en contra de las protestas en Maidan, la plaza central de Kiev, que apenas dos meses antes habían impulsado la caída del presidente Víctor Yanukovich. Al este del país ya había comenzado la guerra. La organización paramilitar de ultraderecha Pravy Sektor incendió un edificio en el que se habían refugiado manifestantes prorrusos. Murieron allí 42 personas. Pronto el mismo Pravy Sektor estaba de camino al Donbass. Y para mediados de octubre, Alexis también.
El Secretario General del Partido Comunista Español entre 1932 y 1942, José Díaz, fue la fuente de inspiración para el alias de un andaluz que hoy vive en Donetsk. José tiene 31 años y nunca había tenido contacto con armas antes de llegar al Donbass. Se dedicaba a la gastronomía y había estudiado mucho sobre política e historia del comunismo. Para él también Odessa fue un punto de inflexión: "No podía quedarme sentado leyendo mientras los fascistas mataban gente".
Comenzó a organizar el viaje y llegó sin dificultades en agosto de 2015, una persona que contactó a través de redes sociales le facilitó las cosas y pronto se unió al Batallón Jan de la República Popular de Donetsk (DNR, por sus siglas en ruso). Para Alexis no fue tan sencillo: antes de entrar al Donbass, debió esperar en Rostov del Don, la ciudad más cercana del lado ruso. Allí se contactó con la organización comunista Esencia del Tiempo y recuerda que "organizaba una especie de entrenamiento más civil que militar, anti-Maidan, como para prevenir un golpe de estado en Rusia".
Dima estaba decepcionado aquella fría y silenciosa noche de octubre de 2016 en la que se bajó del autobús en un pueblo de Lugansk. Esperaba más acción, combates diarios y constantes contra "los fascistas", pero todo estaba muy tranquilo. Aún con su formación militar anterior, tuvo dos meses de entrenamiento básico antes de ir al frente, lidiando con un idioma y un terreno desconocido. Para el vasco J.B., que nunca había tocado un arma, formar parte de una brigada le supuso un desafío inesperado. Es ingeniero en construcción y había llegado a Lugansk en 2014 con la idea de colaborar con los bomberos locales, pero terminó en la Brigada Prizrak. "Allí no hice nada, no sabía mucho y no tuve tiempo para aprender", dice, y recuerda aquel primer día en el que bombardearon: "Los civiles en los edificios de alrededor cantaban canciones patrióticas rusas y morían. Fue muy surrealista". Se marchó antes de que expirara su visa rusa, necesaria para salir del Donbass, y recién volvería un año más tarde ya no como soldado sino como vinculo local con extranjeros que quisieran colaborar enviando dinero, comida o medicamentos. Con este trabajo entendió que "las ONGs no merecen nada, sólo quieren dinero, son una compañía que no puede poner en riesgo a sus trabajadores entonces no salen de la habitación del hotel. Muchas veces no restan pero tampoco suman. No merecen lo que cobran".
Ni Dima ni J.B. le dijeron nunca a su familia a dónde se dirigían ni por qué.
José conoció a Alexis en el Batallón Jan, el colombiano hablaba ruso y ayudaba al andaluz con las traducciones. "Empecé como voluntario, limpiando, cocinando. En los primeros meses prácticamente vivíamos en el polígono: disparábamos y estudiábamos. Los mandos no querían errores", cuenta José. Pero ni todo el entrenamiento puede evitar el peligro que involucra formar parte de una guerra. Fue el 10 de agosto, hace apenas dos meses, cuando la formación y los años de experiencia no bastaron para Alexis. Él era zapador, el responsable de ubicar minas y explosivos asegurando el camino del grupo que debe avanzar. Ese día estaba junto a su comandante en Gorlovka, unos 50 kilómetros al norte de Donetsk, cuando explotó una mina a escasa distancia e hirió gravemente a ambos. Los soldados enemigos les hicieron una emboscada pero los compañeros fueron rápidos y lograron sacarlos de allí. El comandante murió ese día y desde entonces Alexis está en silla de ruedas, con la certeza de que volverá a caminar y la necesidad de ser paciente a lo largo de la lenta recuperación. Pero hoy sonríe. Poco después de aquel día de agosto, escribió en alguna red social: "Creo que es el momento más difícil de mi vida y sin embargo sigo sonriendo, ¿estaré loco?".
Algunos no tuvieron la suerte de Alexis y perdieron la vida en el Donbass: las víctimas fatales en esta guerra superan las diez mil, incluyendo a muchos extranjeros. José llegó mentalizado en que podía morir, que esa era una posibilidad muy concreta, pero para él aún así valía la pena: "Al principio parece que esta guerra no tiene nada que ver conmigo, pero los soviéticos nos ayudaron en la guerra civil española y yo he venido a devolver esa ayuda. Vine a pelear por un país con mejores condiciones, a combatir algo tan concreto como es el fascismo. Y claro que vale la pena luchar para mejorar la vida de la gente. A veces pegar tiros es también una forma de ayuda humanitaria". Dima concuerda pero aclara que "nunca llegas del todo a controlar el miedo. A veces tengo arrebatos y pienso que sería mejor estar en casa. Pero cuando pasa lo peor y vuelvo a pensar en frío, recuerdo que he venido a pelear por los civiles y contra gente que muchas veces mata por diversión. No me puedo ir".
J.B. no quería asentarse y mucho menos morir en el Donbass, iba a colaborar sabiendo que sería por un tiempo limitado, que era una pausa en su vida. Tiene una particular visión del conflicto: "Vine por una deuda histórica y una responsabilidad actual que tiene que ver con que el estado español, como miembro de la Unión Europea, estaba financiando a neonazis que intentaban hacer una limpieza étnica. Es lo mismo que pasó en el País Vasco: buscaban imponer una cultura a la fuerza. En este caso, la ucraniana."
Después de alcanzar su pico entre 2014 y 2015, hoy la guerra está estancada y muchos extranjeros comienzan a ver la posibilidad de volver a casa. José dejó el ejército en octubre del año pasado, para entonces estaba enfermo, no tenía fuerza y acumulaba un fuerte desgaste físico y mental. No tenía sentido seguir sacrificándose por un conflicto que no progresaba. Pasó a la vida civil, encontró trabajo como traductor y hoy vive con su pareja, una joven que conoció en el Donbass. En su departamento hay medallas, viejas monedas y libros soviéticos que recogió de alguna ciudad del frente cuando combatía. Habla de irse a España pero no cierra la puerta a volver: "Aquí me han acogido muy bien, en especial los mayores valoran mucho que uno a venga aquí por nada. Te quieren abrazar", dice y agrega: "Ahora me voy, sí, pero me voy llorando".
Por estos días de principios de otoño, el vasco comienza a preparar su equipaje. En pocas semanas habrá dejado el Donbass y no piensa volver porque cree que ya ha aportado lo suyo. Aún así valora lo aprendido y la experiencia: "Ha habido muy buena gente, gente que no se encuentra en todos lados. Las cosas aquí terminan siendo más extremas, tanto lo bueno como lo malo. Y de alguna forma se compensa."
Dima también piensa en volver pronto a España luego de pasar un año combatiendo y ya empieza a hacer las primeras conclusiones, recordando cuánto aprendió en Lugansk: un idioma, costumbres rusas y ucranianas, a tener paciencia, a estar quieto, a saber esperar, a ser moderado y menos prejuicioso. Y concluye que "un año en una guerra desgasta, te deshumaniza un poco. Ahora quiero reír, abrazar. Y es la familia la que mejor sabe dar eso. Así que me vuelvo a casa y luego seguiré combatiendo aquí o dónde sea".
Alexis es el único que se niega a irse, dice que se quedará aquí hasta que termine la guerra y cree que eso será pronto, pero no ve independencia en el futuro de Lugansk y Donetsk sino una integración a Rusia. Y después de eso, ya sin silla de ruedas, tal vez vuelva a combatir. Junto a Dima y J.B. hablan de la posibilidad de viajar a Venezuela en un futuro cercano si llegara a estallar un conflicto. Pero por ahora están en el Donbass, formando parte de una guerra que ya no les es ajena por una tierra que también sienten suya y junto a personas que se han convertido en sus vecinos.
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