Circulan muy pocos autos por la ciudad y el centro está lejos de ser un caos de tránsito. Es sencillo, casi un alivio, conducir sin lidiar con los embotellamientos que son tan comunes en Kiev o en Rostov del Don. Claro, cerca de la mitad de la población se ha ido de Donetsk desde que empezó la guerra en abril de 2014 y no son tantos los que han regresado ahora que los bombardeos ya no alcanzan las calles céntricas. La ciudad es tranquila, demasiado tranquila, un pueblo grande que se autopercibe ajeno al conflicto, aunque la guerra esté a menos de diez kilómetros.
En mayo de 2014, la región oriental de Ucrania declaró su independencia en el marco de un conflicto que recién empezaba. Apenas tres meses antes, las violentas revueltas en Kiev y en otras regiones del país habían expulsado del poder al presidente Victor Yanukovich, cuyas políticas lo acercaban más a Rusia que a la Unión Europea. Pero el conflicto social y político no hizo más que exacerbarse, especialmente en el Donbass, al este, donde la mayoría de la población es étnicamente rusa. Pronto estalló una guerra entre separatistas y ucranianos que lleva ya más de tres años. Surgió en el medio de esta situación caótica y crítica la República Popular de Donetsk (DNR, por sus siglas en ruso), un país sin reconocimiento internacional pero que tiene su propia bandera, gobierno, leyes, policía, ejército, fronteras y hasta operadora de telefonía móvil, que funciona desde que Ucrania comenzó a cortar las comunicaciones y que, curiosamente, se llama Fénix: el ave que renace de sus cenizas.
El gobierno local ha logrado crear una especie de burbuja de tranquilidad y paz en ciertas zonas de la ciudad, de esta forma los vecinos pueden pretender que no hay ningún tipo de enfrentamiento bélico a pocos minutos en dirección norte desde la Plaza Lenin, epicentro urbano. Eso no significa que nadie se percate de nada sin leer los diarios, ciertas cosas dejan a las claras que la vida en Donetsk aún no es del todo normal. La presencia militar y policial en la calle es muy alta, especialmente por la noche. A las 23 comienza el toque de queda y ningún civil puede estar afuera, eso significa que hacia las 22 cierran casi todos los bares y se vuelve prácticamente imposible encontrar transporte público.
La vida diaria también se ha visto afectada por el bloqueo a cuentas bancarias y tarjetas de créditos. En 2014 cerraron todos los bancos internacionales y recién en 2015 se fundó el Banco Central de la República, el único que funciona hoy en día, con sus propias tarjetas y cajeros automáticos. La única forma de enviar o recibir divisas al exterior es en forma física, cruzando la frontera y, como la moneda oficial es el rublo ruso, no hay otra forma de conseguir billetes que desde Rusia. Los viejos bancos están abandonados y sus oficinas, en alquiler, mientras que las tarjetas de crédito inutilizables, aún aquellas que no están vencidas, se venden a modo de curioso recuerdo en el mercado de pulgas junto a viejos artefactos soviéticos.
Elena tiene 30 años y forma parte del grupo de la población que se siente ucraniano, no le gusta la DNR y ha intentado sin éxito irse en varias oportunidades, pero la falta de trabajo y de apoyo por parte del Estado en Ucrania la hicieron regresar. Afirma que no está completamente insatisfecha porque trabaja para una de las poquísimas compañías ucranianas que siguen operando en Donetsk, por eso cobra su salario en grivnas y no en rublos y no siente estar traicionando a su país. Recuerda con nostalgia los partidos de la Eurocopa de 2012, cuando el por entonces novísimo Donbass Arena albergó cinco partidos, incluyendo dos del equipo local. "Éramos más de 50 mil personas en el estadio, todos levantábamos la bandera de Ucrania y cantábamos el himno. Hoy todo eso parece muy lejano, hoy todos odian a Ucrania y yo no puedo cantar mi propio himno", rememora melancólica.
No sólo el clima social ha cambiado desde aquel torneo, el que solía ser el segundo mayor estadio del país tampoco es el mismo. El exterior se mantiene en buenas condiciones y apenas si se le ha agregado una bandera de la autoproclamada república en el frente, pero es tan sólo una cáscara hueca, está completamente vacío y tan sólo se lo utiliza para algunos eventos muy puntuales y esporádicos. Además han cerrado todas las tiendas de productos oficiales del Shakhtar, el equipo de fútbol local, que ahora juega sus partidos en Járkiv, a 300 kilómetros de Donetsk y bien lejos de todo conflicto.
Algo muy similar sucedió también con las universidades. Antes de la guerra Donetsk era un importante centro académico, con numerosas universidades, incluyendo la Nacional y la Politécnica, ambas estatales, y muchísimos estudiantes locales y extranjeros. Las residencias estudiantiles se encontraban por toda la ciudad y siempre estaban repletas de jóvenes. La guerra lo cambió todo. Las universidades que estaban bajo la órbita del Estado ucraniano se dividieron y oficialmente mudaron su sede a otros rincones de Ucrania, pero también siguen funcionando y ofreciendo clases ahora como parte del Estado del nuevo país. Claro que hoy los estudiantes no abundan y la falta de reconocimiento internacional de los títulos no ayuda a atraer nuevos. Por otro lado, la DNR ni siquiera tiene aún una forma legal de aceptar estudiantes extranjeros, no existe ningún tipo de visa o permiso que contemple esa posibilidad. Por eso muchas de las residencias se han convertido en centros para acoger a refugiados de la guerra.
Las calles de Donetsk están cubiertas de carteles con los rostros de soldados, los colores de la bandera y a veces también alguna frase del Jefe de Estado Aleksandr Zajarchenko. En muchas tiendas se venden imanes con fotos de los combatientes muertos más célebres y no es extraño que además incluyan la palabra "héroe". También se pueden comprar banderas, tazas, petacas, portadocumentos, pins, cualquier cosa con el azul, rojo y negro que identifica a la DNR. Incluso los boletos de autobús exhiben esos mismos colores formando parte de este estado de propaganda permanente.
Crear un país nuevo, con su propia identidad, no es nada sencillo, especialmente en medio de una guerra y con un importante bloqueo económico. Hay días en los que no hay agua o se cortan las telecomunicaciones porque cierta estructura en alguna ciudad cercana ha sido vulnerada, pero en menos de 24 horas todo vuelve a funcionar. De la misma forma muchas fábricas han sido reabiertas en los últimos años y algunas empresas han pasado a manos del Estado, como los más de 50 supermercados que ahora se denominan "Primer Republicano" y ofrecen los productos más baratos de la ciudad. La cadena de hamburguesas más famosa sigue en manos privadas y ofrece casi exactamente los mismos productos que antes, sólo que ahora lleva un nombre más nacional y popular: Don Mak.
Alejarse del centro es empezar de a poco a salirse de la burbuja y a vislumbrar el conflicto. Los puestos de control militar previenen el ingreso de civiles a las zonas más peligrosas pero no hace falta cruzarlos para ver la destrucción, las heridas de interminables enfrentamientos. Los frentes más cercanos se encuentran a unos 10 kilómetros hacia el norte y el oeste, y en los barrios de esas regiones se ve cinta adhesiva pegada a modo de protección en las ventanas y cada vez más casas vacías. El Aeropuerto Internacional de Donetsk había sido ampliado y modernizado en vísperas de la Eurocopa y llegó a contar con más de un millón de pasajeros anuales en 2013. Hoy no queda absolutamente nada allí y los barrios que lo rodean son poco más que ruinas a las que la población civil no puede acercarse sin permisos especiales. Los vecinos de la zona hoy viven en las que solían ser residencias estudiantiles.
Muy cerca del aeropuerto, en el norte de la ciudad, la estación de trenes está vacía. Al igual que el estadio, no se utiliza pero la parte externa se encuentra en perfecto estado, se ilumina por la noche y parece como si nada fuera de lo normal hubiera ocurrido en este tiempo. Muchos edificios fueron reconstruidos luego de los bombardeos de los últimos años dentro de los límites de Donetsk, entre ellos el Internado Número 28, una escuela especial para niños con distintas discapacidades que sufrió tres bombardeos en febrero de 2015.
Tatiana Nikolaevna, directora de la institución, recuerda esos días en los que debían refugiarse junto a los más pequeños en un salón sin ventanas, lo más parecido a un refugio que tenían disponible. Desde Kiev le enviaron la orden de cerrar y mudar todo a Vinnitsa, 800 kilómetros hacia el oeste, pero ella decidió no hacerlo, optó por quedarse a toda costa junto a docentes y niños. Aunque el edificio sufrió duramente los ataques, nadie murió allí. Desde entonces, para el Estado ucraniano Nikolaevna es una terrorista, como lo son los profesores de las universidades y todos los empleados públicos que permanecieron en sus puestos a lo largo del conflicto. "¿Me llaman terrorista por cuidar de niños discapacitados?", dice y lanza una carcajada. El internado depende ahora del Ministerio de Educación y Ciencia de la DNR y el edificio está en excelentes condiciones. Allí se educan, alimentan y viven 138 chicos de entre 7 y 17 años.
Mientras la guerra y las carencias institucionales dificultan la vida diaria de este ¿naciente? país, el principal problema es la falta de reconocimiento. En febrero pasado Rusia reconoció los pasaportes y otros documentos emitidos por la DNR, pero para viajar a cualquier otro país, incluida Ucrania, sólo pueden utilizarse los pasaportes ucranianos que todos conservan. Algo parecido sucede con las patentes de los coches: aproximadamente la mitad de los vehículos tienen patentes de la nueva república, los demás conservan la ucraniana. Y no faltan aquellos que se detienen en la frontera para desatornillar una y colocar la otra.
En Kiev definen a esta región como Área de Operación Antiterrorista (ATO), hablan de insurgencia e incluso de una invasión rusa. Desde la cúpula de la DNR se difunde la necesidad imperiosa de detener al fascismo. Ambos actores intercambian disparos desde hace más de tres años y el fuego cruzado ya ha destruido la región del Donbass, ha afectado su economía, su infraestructura y ha expulsado a buena parte de su población. Pero aún así, de alguna extraña forma la vida continúa, incluso dentro de esta autoproclamada república sin reconocimiento, con todas sus curiosidades y dificultades, con lo excéntrico y lo delirante volviéndose rutina. Y en el medio, casi dos millones de personas que sólo quieren vivir en paz.
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