El primer taxista dice que no, que no irá allí, que no le importa si es zona civil ni que sea de día. No, lisa y llanamente no. Y punto. El segundo se resigna y parece no saber bien a dónde se dirige, por eso se calza los anteojos oscuros y arranca sin decir más. Recién media hora más tarde se da cuenta de que desconoce el lugar, duda, sospecha que el frente de batalla no está nada lejos. Hasta que súbitamente la avenida se muere, ya no hay nadie en la calle, no hay negocios ni peatones, no hay nada más que un grupo de soldados parapetados detrás de bloques de cemento, fumando entre marañas de alambre de púa que bloquean el tránsito.
Se llega a ver el vapor escapando de alguna de sus tazas. Es el fin, una frontera infranqueable para los civiles. Más allá de la terminal de autobuses de Trudovska comienza la guerra. El taxi dobla a la derecha y se adentra unos quinientos metros a través de un barrio de casas bajas deshabitadas. En el asfalto de las calles hay marcas de las explosiones de granadas, restos de un proyectil que quedó clavado. Luego hay campo abierto y ropa colgada en la soga que se mece entre dos árboles, el viento suave de un ya frío otoño. Aparece entonces una entrada de chapa que conduce a una escalera descendente: cinco metros por debajo del nivel del suelo hay camas y gente que vive allí desde hace más de tres años. Gente mayor, algunos incluso ancianos. Más de tres años en un bunker soviético y a pasos de la guerra. Pero cuando salen a la superficie, cuando ven llegar visitantes, nada de eso importa y sonríen como sonreiría cualquier abuela que recibe a sus nietos con los brazos abiertos y un beso en la frente.
En la autoproclamada República Popular de Donetsk -el territorio prorruso que se escindió de Ucrania hace tres años- y a unos 25 kilómetros del centro de la capital homónima hacia el oeste, la mina Trudovskaya está casi vacía. Desde febrero de 2015 hay personal de seguridad pero no mineros. Alguna vez llegó a producir cinco mil toneladas de carbón por día y a contar con más de cuatro mil trabajadores que la convertían en una de las más grandes de la Unión Soviética, pero hoy ya no. Hoy está en el borde del abismo. Justo por detrás del edificio principal comienza oficialmente la zona del frente de batalla en donde rusos y ucranianos combaten desde abril de 2014. Los trabajadores se han ido a la guerra o a otras ciudades y el barrio que se alimentaba de la mina ha quedado desierto ¿Quién querría quedarse en un lugar donde no hay trabajo y que está en medio de los disparos diarios entre dos ejércitos? Del bunker a la mina hay menos de cien metros.
Para ir al bunker se necesita repelente de mosquitos porque hay dos subsuelos anegados y muchísima humedad, mucho abrigo porque el frío es insoportable por la noche, una linterna por si cortan la luz y un cuchillo, porque "hay un borracho que no tiene a dónde ir y puede molestar. Pero no es tonto, si ve el cuchillo no se acercará", advierten los soldados. Son 16 las personas que viven allí todos los días, pero a veces se suman algunas más, dependiendo de cómo esté la situación en la superficie. Todas ellas son de Trudovska, el barrio cercano a la mina, como las más de 200 personas que llegaron a vivir en el bunker cuando comenzó la guerra. De a poco la mayoría se fue a las residencias que el gobierno de la República Popular ofrece a los refugiados, otros se fueron a casas de familiares o amigos y unos pocos se quedaron en el subsuelo.
Descender por la escalera es viajar en el tiempo a la Guerra Fría, al 1972 en el que se construyó el bunker y el mundo aún vivía temblando por la posibilidad de un nuevo estallido a nivel planetario. Aportan lo suyo una luz tenue y las imágenes sobrevivientes de épocas soviéticas colocadas en las paredes: soldados, tanques, barcos, aviones, armas. Sólo falta Vladimir Lenin para completar la escena. Ya bajo tierra, hay que atravesar dos pesadas puertas de hierro que permanecerán abiertas toda la noche en caso de que alguien deba huir de los disparos. El recinto principal es amplio e incluye paneles de madera que lo dividen en distintos espacios, en habitaciones. El olor a humedad es tan insistente como los mosquitos y la oscuridad. Hay un baño en el que funciona un sólo inodoro, hay un espacio para cocinar que está lejos de ser una cocina, un lugar para ducharse aunque no haya ducha, un tanque de agua, un televisor en blanco y negro sin cable pero con DVD y una salida posterior con rampa para vehículos. Las más de 30 camas son tan sólo mantas pesadas sobre bancos de madera.
Valentina Mijailova está maquillada y le parece sumamente importante mencionar y repetir su apellido. Mira hacia el suelo y habla con la voz apagada. Pasó 35 de sus 64 años en la mina, se jubiló justo antes de la guerra, en 2013, y pronto ya no tuvo nada. Su casa fue destruida y su hijo murió en combate. En medio de la desazón y la desesperanza se refugió en un bunker que llevaba años abandonado, estaba sucio y lleno de ratas y bichos, pero allí estaría segura. Nadie la llevó, ni a ella ni a sus vecinos.
La gente del barrio se organizó por su cuenta, recordando los frecuentes entrenamientos que recibían los civiles durante la Guerra Fría. Mientras, en la superficie, los disparos se sucedían ininterrumpidamente y Valentina sólo pensaba en sobrevivir en medio de la muerte que rodeaba todo y a todos. Pero lo que siguió fue un año y medio de hambre, frío y miedo; por entonces nadie recibía jubilaciones y la comida escaseaba. Hoy los que viven bajo tierra tienen suerte de cobrar algo, aunque sean menos de 40 euros mensuales. Valentina es pronto interrumpida por Galina, de 75 años. Parece ansiosa por aportar información, por sumar. O quizás sea el entusiasmo de encontrarse con algo que rompe con una rutina diaria que fluctúa desde jugar a las cartas a limpiar o no hacer nada. Dice que el gobierno les propuso a todos los que quedan en el bunker mudarlos a una pensión para refugiados en Donetsk, pero que no aceptaron porque no quieren alejarse de su hogar. "Para mí es importante ver lo que queda de mi casa, me sirve para saber que un día voy a poder volver y reconstruir las paredes, rearmar mi vida", dice Galina. El caso de Lena es similar, tiene 50 años y es una de las más jóvenes, habla de irse a la ciudad pero es su madre, de 79, la que no quiere moverse. Valentina asiente para dejar en claro que las historias de todas las personas bajo tierra son similares. Finalmente deja escapar en un suspiro que es agotamiento y resignación: "Sólo tenemos la esperanza de que haya paz, queremos volver a casa, ver a los vecinos, volver a la vida normal. No nos importa cómo termine la guerra, sólo que termine".
Durante el día se puede salir a la superficie sin ningún problema, caminar por el barrio en donde aún funciona una pequeña iglesia o visitar el único almacén, que está a medio kilómetro y tiene bolsones de arena cubriendo las ventanas en caso de bombardeo. Pero por la noche comienza el fuego cruzado, hay soldados que corren de un lado al otro y los perros aúllan despavoridos. Es entonces cuando Viktor empieza a beber. O a beber con más ganas. Tiene 51 años y vive en el bunker desde que una bomba destruyó su casa y le causó graves heridas en una pierna. Está postrado en cama junto a su anciana madre, que no habla y parece frágil, a punto de quebrarse en cualquier momento. Viktor bebe y fuma, fuma y bebe. Así es su día. Dice que el gobierno de la República de Donetsk le está arreglando la casa, que pronto se va a ir del bunker y que no le importa si la zona es peligrosa porque de todas formas está harto de vivir así. Aún necesita medicamentos para tratar su herida pero, como no puede salir, alguien se los provee, aunque no parece estar muy seguro de quién. Esta es una situación repetida: nadie sabe bien quién provee qué ni por qué. Se nombran ONGs como la Cruz Roja o Unicef, alguien menciona a la secretaria de un diputado local que dejó su tarjeta, otros hablan de voluntarios, de organizaciones cristianas, del gobierno de Donetsk. Entonces se inicia un debate en el que todos los participantes dicen que el otro está equivocado, que el que trajo alimentos la última vez fue tal o cual, que el que trae medicinas no es el mismo, que aquel viene cada dos meses pero este otro trae más cosas. Al final todos concuerdan en que de alguna forma hay alimentos y medicinas, que en el bunker no sobra nada pero no se pasa hambre. Y recuerdan los primeros años de la guerra, entre 2014 y 2015, cuando faltaba comida, abrigo, agua, medicamentos y sobre todo esperanzas.
La comunidad bajo tierra crece antes del atardecer, cuando algunos pasan a saludar. Aparece entonces Vladimir que no quiere vivir en el bunker porque tiene miedo de contagiarse tuberculosis, por eso se queda en su casa parcialmente destruida. También aparece Andrej, acompañado de un fuerte olor a vodka. Tiene los ojos levemente desorbitados y camina inclinado hacia un lado. Parece ya haber superado ese punto en el que la ebriedad y la sobriedad son estados distintos, y los 29 años que afirma tener bien podrían ser en realidad 40 o más. Dice que es albañil, que a veces trabaja. Una de las señoras mayores que juega a las cartas se ríe con sorna cuando Andrej nombra a una supuesta esposa.
Hacia las 7 ya está oscuro y no queda un sólo civil en la calle. Dentro del bunker alguien calienta grechka, el trigo sarraceno que se come en esta zona, y Viktor comparte vodka y besos con Valentina. Ella ya no tiene la voz apagada, por el contrario, terminará cantando después de algunos tragos. Otras mujeres juegan a las cartas mientras varios gatos deambulan de una punta a la otra del recinto. No sólo son mascotas, también tiene la importante responsabilidad de mantener a raya a las ratas. Pronto ya no habrá más que hacer bajo tierra además de charlar de lo mismo una y otra vez. Y esperar. Es que cada noche es una larguísima y tediosa espera, un constante rezo para que ningún disparo caiga demasiado cerca. Entonces empieza.
Pareciera como si se acercara el 1° de enero porque esos son fuegos artificiales, ¿no? Se escuchan claramente a pesar de la distancia y del hormigón que separa al bunker de la superficie. Son explosiones que se repiten a lo lejos, una tras otra constantemente. Pero nadie le presta demasiada atención a los sonidos que retumban en las cavernosas entrañas del refugio, a nadie le importa el eco que baja por las escaleras. No es más que una molestia pasajera: los ruidos y los que viven bajo tierra conviven a diario como dos vecinos que se profesan una cortés e indiferente antipatía. Pronto los sonidos de la superficie serán acallados por un documental soviético a todo volumen sobre la vida del Che Guevara. Y a seguir esperando que pasen las horas.
Al fin la fresca brisa matinal baja las escaleras y se cuela sin golpear la puerta del bunker. Ha pasado una nueva noche en la superficie, pero bajo tierra no es de día, nunca amanece, ni hay sol o lluvia. Sólo existen la tenue luz eléctrica, la humedad y las imágenes de tanques soviéticos. Es todo. Algunas personas todavía duermen, otras ya comienzan a prepararse para un nuevo día de rutinaria espera, de más montones de horas que matar hasta que termine la guerra y no haya que matar nada. La desesperante acumulación de tiempo vano, la zona gris que es vivir en medio de la destrucción y no querer irse.
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