Preso por turista: una oscura odisea en Bielorrusia, el último resabio soviético en Europa

En el pais que gobierna con puño de hierro Aleksander Lukashenko parece que la cortina de hierro no hubiese caído. Censura, represión y un control policíaco obsesivo de cada movimiento. Un cronista de Infobae estuvo allí y cuenta su pesadilla personal

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Desfile militar frente al Presidente
Desfile militar frente al Presidente Aleksander Lukashenko durante la celebración de la Independencia de Bielorrusia, el 3 de julio pasado. (Getty)

Muchos días después, casi a punto de cruzar la frontera hacia Ucrania, una joven de rastas grises llamada Nadzejka me diría que no se necesita hacer mucho para ir a una cárcel bielorrusa. Le había contado mi historia con todas las exageraciones y detalles posibles buscando inútilmente impresionarla, pero su respuesta fue más bien comprensiva, no apenada ni empática. El extranjero simplemente se había salido del circuito turístico tan sólo para chocarse de golpe con un país difícil. Cerraríamos el debate compartiendo videos de las duras represiones policiales a manifestantes y candidatos presidenciales por igual en pleno centro de la capital Minsk en 2010. "Sí, claro que es una dictadura, ¿qué tiene de sorprendente?", diría Nadzejka antes de darle un largo sorbo al vaso de cerveza fría.

No me tomó demasiado tiempo acostumbrarme a los policías chequeando mochilas y bolsos en cada estación de metro, con scanners y preguntas como si se tratara de un aeropuerto internacional. El proceso siempre fue breve, ridículo, bastante presuntuoso pero sobre todo artificial, casi falso: los policías hacen como que controlan porque saben que alguien de rango superior hace como que los controla a ellos. Y en realidad nadie parece ver nada y a nadie parece importarle. Aprendí muy pronto que Bielorrusia tiene muchísimas reglas dignas de una dictadura, como la obligación de registrar un teléfono local y/o el número de documento si se quiere acceder al WiFi en la mayoría de lugares públicos, incluidos bares o restaurants. Tomar fotografías de edificios públicos siempre es un problema. Claro que para cerciorarse de que tantas y tan curiosas normativas se respeten se necesitan muchos policías. Bielorrusia es uno de los países con mayor cantidad de policías por habitante en el mundo: casi 15 por cada mil personas, cinco veces más que Estados Unidos, siete veces más que Brasil y doce veces más que China. Siendo un poco más riguroso, no hay ni un sólo policía en Bielorrusia porque la institución como tal no existe. Al igual que en tiempos soviéticos, la fuerza se llama Milítsiya. También conserva su nombre y función la KGB, la policía secreta de la URSS, como para no entristecer a los melancólicos. Vladimir Lenin está en cada plaza, las hoces y martillos aparecen en cada esquina y la bandera soviética flamea en muchos rincones del país, especialmente en aquellos lugares en donde se recuerda la Segunda Guerra Mundial, como en el moderno edificio del Museo Nacional de la Gran Guerra Patria, inaugurado en 2014.

Tanques frente al “Cerro de
Tanques frente al “Cerro de la Gloria”, un monumento a la victoria en la “Gran Guerra Patria” (fotos: Ignacio Hutin)

Bielorrusia es un viaje en el tiempo sin necesidad de conseguir un DeLorean. Incluso en la frontera el chequeo de pasaporte es un tanto arcaico, con oficiales inspeccionando quién sabe qué con sus pesadas lupas. En este país fuertemente agrícola abundan las pequeñas aldeas rurales, pero la capital Minsk, con sus dos millones de habitantes, es un caso aparte. Fue casi completamente destruida durante la guerra y reconstruida en el llamado estilo "imperial stalinista" en los años 50s: edificios opulentos, enormes y pesados, cubiertos de decoraciones y símbolos vinculados al régimen. Una gigantesca propaganda política. De noche cada edificio está iluminado y las avenidas principales brillan como un árbol de navidad colorido y algo kitsch. Mientras en Ucrania anuncian orgullosos que han finalizado el proceso de eliminación de todos los monumentos a Lenin, en Bielorrusia abrazan el pasado soviético y lo cubren de flores y brillo. La USSR vive en cada centímetro cuadrado de un país que se niega a dejar atrás su historia reciente. Ni siquiera existe un proceso reflexivo sobre aquella etapa, no se cuestiona sino que simplemente se celebra como si todo lo ocurrido a lo largo de más de 70 años fuera glorioso e impoluto. Incluso los nuevos edificios gubernamentales mantienen la misma estética opulenta del pasado y hasta el escudo nacional se ve soviético.

Parlamento bielorruso, ex edificio del
Parlamento bielorruso, ex edificio del Soviet Supremo de la República Socialista Soviética de Bielorrusia, con un estatua de Vladimir Lenin en el centro.

Con la vigilancia a niveles soviéticos y la paranoia digna de cualquier dictadura, Nadzejka tenía razón: no se necesita hacer mucho para ir a una cárcel, ni siquiera ser un político opositor. Por mi parte, el inevitable encuentro se dio en una de las zonas más turísticas del país, la histórica fortaleza de Brest, en el extremo occidental de Bielorrusia. Esta ciudad siempre fue una frontera, por eso en el siglo XIX se construyó una defensa robusta con miles de soldados recluidos detrás de pesadas murallas. Cuando en 1941 los nazis decidieron invadir las tierras de Iósif Stalin, Brest fue el punto de partida. Tras la guerra, la fortaleza se convertiría en símbolo de la resistencia soviética, de sacrificio, honor y muchas otros conceptos de los cuales se nutrió durante décadas la propaganda del régimen. Por eso es tan turística, al menos para los rusos y bielorrusos.

Puerta de Minsk, la capital
Puerta de Minsk, la capital bielorrusa

La fortaleza es enorme pero tan sólo un tercio está realmente preparado para recibir visitantes. Fuera de la zona central, con su enorme monumento a un soldado anónimo, abundan los edificios olvidados, los bosques que cubren barracas y caminos. No hay información, ni mapas, ni direcciones, ni carteles. En medio de la espesura me encontré siguiendo un sendero. Al final, en un claro, había un antiguo tanque de guerra, probablemente de la Segunda Guerra, como aquellos que se ven en plazas de todo el país a veces como monumentos, a veces como juegos infantiles, siempre como propaganda. Ya me había acercado lo suficiente cuando miré en otra dirección y me paré en seco. Una barrera de alambre de púa junto a un puente, una decena de jóvenes soldados armados hasta los dientes, perros. Atiné a marcharme, sin embargo ya uno de los soldados había cruzado la verja y me apuntaba con un oscuro fusil. Pidió pasaporte en estricto ruso, el idioma que habla prácticamente toda la población. "Cinco minutos", dijo y se marchó a hacer algunas llamadas. Pero a los cinco minutos llegaba levantando polvo una furgoneta UAZ verde, estridente y tambaleante, con al menos cuarenta años de servicio a los mandamás de las hoces y los martillos. Ahora me rodeaban unos veinte jóvenes soldados armados salidos del vehículo como payasos de un pequeño automóvil. "Cinco minutos". Pero a los cinco minutos estaba dentro de la furgoneta. Un perro ladraba ruidosa e incesantemente en la parte trasera y el único de los jóvenes soldados que hablaba algo de inglés repetía "no te preocupes". Y sonreía con sorna.

Esquina de las calles Karl
Esquina de las calles Karl Marx y Vladimir Lenin, en Minsk

Probablemente la mejor forma de explicar la afición soviética de Bielorrusia sea la figura del perenne presidente Aleksander Lukashenko. Es el único presidente que ha tenido el país desde su independencia de la Unión Soviética: asumió el poder en 1994 y desde entonces modificó la Constitución, la bandera, el escudo nacional y ganó cinco elecciones, las últimas en 2015 con más del 83% de los votos. Es el líder todopoderoso e incuestionable que parece aspirar a ser un nuevo Stalin, y no sólo por el bigote. La oposición es duramente reprimida y hasta ha llegado a encarcelar a cinco de los candidatos presidenciales que se le enfrentaban electoralmente. Además, según Reporteros sin Fronteras, Bielorrusia es el país con menos libertad de prensa de Europa. Mantener los símbolos, la propaganda y la represión de tiempos comunistas le ayuda a conservar un poder absoluto como el de los líderes soviéticos.

Biblioteca Nacional
Biblioteca Nacional

El rostro de Lukashenko decoraba la pequeña sala dentro de la zona militar a la que me condujeron. Había escritorios baratos, un banquito y una computadora con Windows XP. Allí los soldados revisaron mi mochila, billetera, cámara, teléfono celular, no de una forma metódica y rigurosa, sino con una curiosidad infantil. Se mofaban, preguntaban, reían. Ninguno tenía mucho más de 20 años. Hacían el servicio militar obligatorio para todos los varones menores de 27, por entre un año y 18 meses, dependiendo del nivel educativo: a mayor nivel educativo, menor cantidad de tiempo de servicio.

Aleksander Lukashenko , el líder
Aleksander Lukashenko , el líder todo poderoso que gobierna el país desde 1994 (Getty)

El banquito me sostuvo durante las siguientes cinco o seis horas en las que fui interrogado en forma al menos curiosa, a veces ingenua, a veces ridícula. Las preguntas se sucedían una tras otra, cada vez un poco más desconcertantes, desde un pedido de explicación a cada sello en mi pasaporte a cuestionamientos al gorro frigio del escudo argentino, pasando por "¿por qué no tiene hijos?" y "¿usted es alcohólico?". En realidad el último ejemplo cobra sentido considerando que Bielorrusia tiene uno de los mayores consumos de alcohol per cápita en el mundo, algunos años carga con el curioso honor de encabezar el ranking mundial con sus actuales 17.5 litros, más del doble que Argentina o Chile y más del triple que Perú. Uno de los mayores consumos de alcohol en el planeta y la mayor cantidad de policías, dos récords que enorgullecen a la ex República Socialista Soviética de Bielorrusia. Y no son los únicos.

Mural soviético en las calles
Mural soviético en las calles de Minsk

En ningún momento me fue permitido hacer llamadas. Ni asesoramiento ni embajada ni conocidos ni nada. Banquito y preguntas. Las horas se hacían eternas en la pequeña sala con una única puerta bloqueada. Finalmente Andrej, aquel único soldado que hablaba inglés, se acercó y, probablemente aburrido o curioso, comenzó a hablarme. Claro que su nombre no es Andrej, o tal vez sí, quién sabe. No me quiso decir su nombre y yo no insistí. Tenía 22 años, quería estudiar economía pero su sueño era trabajar como policía "porque se gana muy bien". Le quedaban cuatro meses de servicio militar obligatorio y contaba los días como los presos. Apenas puede salir un fin de semana al mes pero ve y habla con su novia con más frecuencia que con su familia. Y sonreía pensando que sus padres y su hermanito entienden lo que está pasando: encerrado en un edificio militar todo el día, la misma comida, los mismos cigarrillos, las órdenes, el aislamiento, las armas y los mugrosos diez dólares que cobra por mes. Cuatro meses, repitió en voz baja y con una mueca melancólica antes de que lo interrumpiera uno de sus superiores al que llamaremos Anton.

Nuevo edificio del Museo Nacional
Nuevo edificio del Museo Nacional de la Gran Guerra Patria, como llaman en la zona a la Segunda Guerra Mundial. Fue inaugurado en Minsk en 2014

El supuesto Anton vestía de civil y fue el único que me dijo su edad, pero se negó a decir su nombre. Tenía 38 años. Empezó la noche en el papel de policía malo como en las películas, con un inglés un tanto pobre pero entendible. Acusaba, amenazaba, gritaba como buen descendiente de tiempos represivos. Hasta que en un momento se aburrió de la exageración artificial y pasó las siguientes horas husmeando una y otra vez las páginas de mi pasaporte. Fue la primera persona en explicarme realmente qué pasaba. Aparentemente yo había ingresado a una zona prohibida de frontera, y, en lugar de echarme, decidieron que era más fácil (y probablemente más entretenido y redituable) pedirme pasaporte y llevarme por quién sabe cuántas horas. "Treinta metros de Polonia, treinta metros de OTAN y de guerra, ¿entiende?", diría en su pobre inglés. De nada servía justificarse por la ausencia de señalización o información. Era inútil, no había explicación lógica. Era el Bombita de Ricardo Darín lidiando con un país que no será comunista pero que de todas formas se resiste a dejar atrás los tiempos de la represión soviética. La suerte estaba echada y los aburridos soldados habían encontrado un divertimento.

Bandera soviética sobre el techo
Bandera soviética sobre el techo del museo

La barrera idiomática fue un problema entonces como lo sería a lo largo y ancho del país. Fuera de Minsk es prácticamente imposible encontrar gente que hable inglés, ni siquiera en hoteles u oficinas de turismo. Bielorrusia no parece realmente preparada para recibir extranjeros. Como en tiempos soviéticos, el extranjero es un invasor. Y a nadie le gustan los invasores. Por eso todos los visitantes están obligados a tener un registro de cada noche que pasan en el país. Muchos hoteles lo hacen pero también puede que deba realizarse el trámite en forma personal con la policía. Claro, nadie en la oficina de Minsk habla inglés ¿Por qué alguien que trabaja exclusivamente con extranjeros hablaría otro idioma más que el ruso?

Monumento a los guardianes de
Monumento a los guardianes de la frontera, en la fortaleza de Brest. Aunque tiene un estilo y símbolos soviéticos, fue inaugurado en 2011

Habían pasado unas seis horas cuando Anton trajo una enorme pila de papeles, por supuesto, en ruso. Sin posibilidad de asesoría, traducción o consulta alguna, me ordenaron firmar unas treinta veces. Seguiría una multa. Y al oficial de civil le pareció muy relevante remarcar que debía pagarla en un banco, que los sobornos no eran una opción. Como en el metro, los soldados se muestran éticos porque saben que alguien de rango superior hace como que los controla.

Monumento central en la fortaleza
Monumento central en la fortaleza de Brest

No hay montañas pero casi todo el país está cubierto de lagos, ríos y sobre todo bosques interminables. Por eso los caminos se vuelven sumamente oscuros por la noche, siempre escoltados por frondosos árboles que ocultan bestias y vehículos como la pequeña UAZ. Nos alejamos de la ciudad fugazmente, quizás cinco, diez kilómetros. Recordé entonces el tercer récord que ostenta Bielorrusia: es el único país europeo en donde se aplica la pena de muerte. La metodología más común es la del pelotón de fusilamiento y no es extraño que el Estado no entregue el cuerpo de la víctima. Aunque casi no hay información oficial al respecto, según Amnistía Internacional, el año pasado hubo al menos cuatro personas ejecutadas y este año al menos una. Por eso, mientras la pequeña UAZ incursionaba en la oscuridad de la noche, pregunté por primera vez a dónde nos dirigíamos. A Anton le pareció ocurrente y divertido sugerir que íbamos al bosque, donde me dispararían y enterrarían lejos de cualquier ser humano. Sí, hilarante. No pregunté más.

La zona más olvidada de
La zona más olvidada de la fortaleza de Brest

Entramos a los edificios administrativos de la frontera con Polonia de contramano. No importaba, no había casi nadie. Allí una señora regordeta, de buen inglés y aires de directora de escuela me dio explicaciones tan vagas como curiosamente contradictorias. Pareciera que en Bielorrusia hay tantas y tan ridículas normativas que nadie está demasiado seguro de qué hacer. Por lo menos ella no estaba segura de dónde comenzaba o terminaba el área restringida. Pagué la multa a un cajero del banco nacional que se tomó todo el tiempo del mundo en preparar los papeles necesarios. Y cerca de las cinco de la mañana los soldados me dejaron en mi hotel.

Plaza de la Victoria, monumento
Plaza de la Victoria, monumento soviético en el centro de Minsk

Ya en la cama, con bronca, nervios, cansancio y cierto desahogo, pensé en lo duro que debe ser vivir en una dictadura tan ridícula, en un país con tantos policías que se aburren de no hacer nada y tantas normas vanas que nadie conoce, con propaganda soviética en pleno 2017, sin libertad de prensa pero con pena de muerte, con contradicciones y sinsentidos, y con la mayoría de la población hablando un idioma extranjero. Entendí entonces por qué el consumo de alcohol es tan elevado.

Muchos días después, casi a punto de cruzar la frontera hacia Ucrania, me despedí de Nadzejka recordando que no se necesita hacer mucho para ir a una cárcel bielorrusa, y entendiendo por qué para los locales mi historia no era curiosa, sorprendente ni extraña. Finalmente sonreí aliviado cuando uno de esos miles de soldados que deambulan por todo el país selló mi pasaporte con la palabra "выход". Salida. Y hasta nunca, Bielorrusia.

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